Compré mi primer discman en Atlanta, Estados Unidos. Hace un siglo, casi. Había llegado a la ciudad para cubrir los Juegos Olímpicos de 1996 –esos centenarios que la Coca Cola le ganó a Grecia, en una de esas movidas tan “peculiares” de Samaranch y compañía- y al regreso, camino al aeropuerto, pasé por Macy’s para adquirir el preciado y novedoso adminículo.
Lo recuerdo muy bien. Yo era muy joven y el mundo era nuevo; sobre todo era nueva e inconmensurable la música: vamos a decir lo cierto, no eres un adulto hasta que no construyes el soundtrack de tu vida. Y en esos tiempos, mi banda de sonido era un sitio donde cabía todo, pero el que sólo habían llenado los grupos de rock –principalmente el progresivo- que signaron mi adolescencia.
Yes, Pink Floyd, King Crimson se sumaban a mis padres Luis Alberto Spinetta y Charly García, apenas comenzaba en el 96 a saber que existía algo llamado jazz, que había nombres que hoy me resultan heroicos: Miles Davis, John Coltrane, ¡Thelonious Monk!
El chico que me vendió un Sony esplendoroso de color gris oscuro era muy simpático y me lo dio a probar con un compacto de standards de jazz que no podía parar de escuchar. Tanta fue mi euforia que me regaló el disco y desde entonces, si quiero volar hacia otras dimensiones, sólo me basta poner en algún aparato de audio la larga versión de “Autumn Leaves”, de Miles Davis, que me acompañó en el vuelo de regreso a Buenos Aires.
El tiempo pasó, la banda de sonido de mi vida se llenó de jazz y de Thelonious y me hice como mucha gente adicta al iPod. Tengo todavía uno de esos de metal con gran capacidad, cargado de música. Tiemblo cada vez que lo cargo, con miedo a que alguna vez diga basta y ya no haya nada que hacer.
Sin embargo, he comenzado a añorar el dicsman. El proceso de tener que cargar un disco en la computadora para luego copiarlo al iPod ha comenzado a resultarme pesado. Así que en un arranque volví a comprar un reproductor de compactos y tan feliz que estoy con esa decisión que me permite volver al disco, a la unidad, en forma inmediata.
Supongo que es la edad, que es la manera que a través de los años aprendí a disfrutar la música, pero sigo alabando el concepto de álbum y con ese instinto escuché Hijos del pueblo/Bunbury & Calamaro (Warner Music).
El dicsman me da esa posibilidad de encerrarme dentro de un disco, sin que por un tiempo determinado no exista otra cosa. No es menor lo que digo: es tanta la oferta de música existente que conspira contra la concentración, la mirada fija, ese detenernos en una sola y única propuesta como si no hubiera nada más sonando por ahí.
Lo disfruté enormemente. El español y el argentino, extraordinarios cada uno en lo suyo, se completan y construyen algo poderoso cantando juntos las canciones de ambos.
Mientras Andrés Calamaro predica un romanticismo de casi perdedor con una voz dulce y cascada, Enrique Bunbury tiñe sus tropiezos amorosos con un decir ampuloso y estridente que le da un giro de 180 grados a los temas de su compañero de escenario.
“Sin documentos”, el himno histórico de Los Rodríguez, accede así a una nueva dimensión, y “Maldito duende”, el estandarte de Héroes del Silencio, adquiere un aire melancólico que sin restarle la teatralidad esencial que tiene la canción provoca un respingo en el corazón y, por qué no, hasta una lagrimita que asoma tímida bajo el párpado.
Es lo que hacen: se cambian y licuan energías mutuas en la interpretación a conciencia de sus canciones emblemáticas. La química entre “Andrelo” y “Quique” es perfecta y construye una magia inusual: las canciones son otra vez las canciones.
Sin espíritu de cover y acompañados por unos músicos de temer –en el buen sentido- estos verdaderos hijos del pueblo y de la música hicieron el milagro: un disco de un momento que quizás no se repita pero que sonará cada vez mejor con el correr del tiempo.
Esta es para mí la cumbre de esa unión:
Y lo escuché en mi dicsman.