Voy a escribir un cuento infantil. Juan estaba absorto. Que Juan estaba ¿qué? ¿Que qué estaba Juan? Vamos al diccionario. Uf, ¡qué pereza! Mejor digamos que Juan estaba sorprendido o asombrado o con los ojotes bien abiertos. Juan estaba todo exaltado. ¿Que Juan estaba qué? Uf, de nuevo; perdón. Vamos a empezar el cuento contando que Juan estaba sorprendido, así ustedes me entienden. ¿Y si lo contamos en presente, para no complicar más las cosas? Juan está sorprendido.
¿Qué cuento estoy escribiendo? ¿Qué historia estoy contando? Estoy contando la historia de cómo se escribe un cuento. Y también, estoy contando la historia de cómo se construye la ficción y de que la ficción es un material que se puede alterar, volver para atrás, escoger y borrar; que la ficción es una construcción, que es una de las grandes enseñanzas de la literatura. Y estoy empezando a contar la historia de Juan que está sorprendido y que sabemos (por el título del cuento, que es JUAN QUE MIRA POR LA VENTANA) que mirará por la ventana.
El cuento ya empezó. Sus idas y venidas son su trama; sus dudas y nuestras dudas son su intriga; su reflexión entre líneas es su imprescindible duplicidad ficcional. Es la historia de Juan y es la historia de quien está tratando de contar la historia de Juan. Un Juan que ahora está sorprendido no sabemos por qué.
Creo que Juan está sorprendido porque no encuentra la manera de explicarle a su hermana Julia la suma. Y es tan fácil. (¿Será por eso que Juan está sorprendido, realmente?) Pero ella no puede y él no sabe cómo explicársela. La verdad es que la sorpresa de Juan es con él mismo, que no entiende cómo no es capaz de explicarle a su hermana una cosa tan fácil como la suma. Pero no puede. Y se sorprende. Por eso está sorprendido. O por lo menos éso es lo que yo creo.
Y mientras Juan no puede explicarle a Julia lo que es tan fácil y ella no puede hacer sus sumas, Agatón molesta, como siempre. Agatón tampoco sabe sumar, pero eso no sorprende a Juan porque Agatón es un perro. Por eso molesta. ¿Siempre molestan los perros y nunca entienden las hermanas? ¿O las que molestan son ellas y los que no entienden son los perros? ¡Paf!, mamá se fue a trabajar. Ahora están solos, hasta que llegue la abuela.
No me interesa que la historia avance, no voy a ningún lado, en realidad; solo me estoy proponiendo que mi lector (infantil) consiga construir la historia en su mente y las palabras que le vamos ofreciendo (o por lo menos algunas de ellas) le ayuden a hacerse una idea de esa casa, de ese perro, de esos hermanos y de la incomodidad de Juan porque no puede explicarle la tabla del dos a su hermana. Ah, y de que mamá ya no está para ayudar y de que no sabemos por qué parece que papá tampoco está. No es necesario ahora que nadie se imagine a la abuela que todavía no llega ni importa.
Me dedico a que mi lector entre en el cuento si es capaz de construir conmigo, a su manera y con sus visiones, la escena que nos ocupa ahora. Podría haber sido otra, en verdad; cualquiera, casi: en el parque, en la escuela y sin perro, a la noche y cuando mamá y papá salieron o están durmiendo o leyendo, o sin papá porque se separaron o sin papá vaya uno a saber por qué. La escena no importa; importan las palabras y la sintaxis (y el ritmo y el tono y esas cosas) que estamos ofreciendo para que esa lectora sea capaz de hacerse su propia construcción. Importa la materia que esas palabras comienzan a crear; lo único que importa es cómo el aire se espesa hasta volverse materia. Por eso no quiero dibujitos. (O podríamos tenerlos, sí, pero si ayudan a inspirar la imaginación y no a apagarla haciéndonos –muchas veces mal hecho- un trabajo que debe ser nuestro.) Quiero letras combinadas en palabras que combinadas en frases y concatenadas en sintaxis lleven a quien lee a construir, cual holograma, una escena delante suyo. Y mirarla y adorarla; casi a tocarla.
¿Cómo es Juan? ¿Lo puedes ver? Yo creo que es moreno, de pelo ensortijado y largo, como hacia los costados, pero tu (sí, tu, que me estás leyendo), ¿tu cómo lo ves? Lo ves, ¿verdad? Es muy importante que logres verlo. Cierra los ojos e imagínatelo, por favor; ponle poco a poco boca, nariz, ropa, altura, peso, estilo, manera de mirar, olor y esas cosas que tenemos todos nosotros. Ponle un resfrío, si quieres. Necesitamos que Juan (que se me ocurrió a mi hace un ratito) exista para nosotros dos. Sin Juan no hay cuento. Si no puedes, haz que Juan sea como algún amigo tuyo y listo. ¿Lo ves ahora? ¡Bingo!
Mientras, Juan –tu Juan- sigue sorprendido y sigue intentando hacerle entender a Julia, y nosotros desde acá no estamos seguros de que sea eso lo que lo tiene sorprendido o absorto.
Sé que he estado corriendo un riesgo enorme de haber perdido a mi lector. No sé si he sido suficientemente atractivo o al menos hipnotizante para él hasta acá; siento que simplemente puedo haberlo distraído y se dijo “vaaaa” y se nos fue a otra cosa. Corrí riesgos, pero no quiero evitar el riesgo haciendo más concesiones de las que me interesa hacer. Yo sé lo que quiero con mi lector y si no escribo para lograrlo, ¿para qué lo haría si no? El riesgo que quiero evaluar contigo (lector adulto) es el intrínseco al plan. Quiero poder preguntarme con honestidad si lo estoy ejecutando bien; no quiero cuestionar el plan mismo.
Ahora que has visto a Juan, que lo tienes contigo encima de la mesa, en la cama o en el tren, ahora cuídalo mucho por favor. El te necesita. Acuérdate que está sorprendido; ¿ves cómo tiene sus ojitos bien abiertos? Bien. Ahora trata de imaginarte a Julia y al perrito o al perrote, como quieras imaginártelo (porque yo no te he dicho si Agatón es grandote o pequeñito, ¿verdad?). Imagínatelos y ponlos junto a Juan. Yo ya vuelvo. Para mi Agatón es un ovejero negro y dorado.
No quise ser simple, nunca; mi lector (infantil) no merece ese sojuzgamiento ético; no soy quien para negarle la complejidad propia de las experiencias. (Tiene razón Assange cuando pone por ahí en su larga y linda autobiografía que «incluso los niños tienen más encanto cuando se ven sometidos a situaciones de tensión”.) Tampoco debo ser jamás innecesariamente rebuscado. Esa ecualización es lo más difícil. El plan es ambicioso y esa es su dignidad. Su ejecución debe ser posible… posible para ellos, mis lectores. Si los pierdo en el camino, habré fracasado; pero si los retengo para nada habré fracasado aún más. ¿Lo habremos logrado? Pudimos haberlos perdido entre los retruécanos -lo sé-, pero los retruécanos (si aceptamos llamarlos así) son –me parece-, si están bien, el espesor del relato y la dignidad de su propósito. ¿Queríamos meterlos en la dimensión evanescente y trascendental de la ficción, recuerdan? Construir personajes y situaciones con las palabras, con la imbricación compleja y acompasada de las palabras en fraseos atractivos; y hacerle sentir al que lee que si él no lee no hay historia…
Volví. Julia se puso a jugar con Agatón y se fueron al jardín y Juan se quedó mirando por la ventana. ¿Está triste? Yo creo que no, ¿y tu? (¿tu estas triste, también?). Ayúdame a imaginarnos con qué carita, con qué expresión en sus ojos mira Juan ahora por la ventana. ¿Te parece que el cuento se haya llamado así, JUAN QUE MIRA POR LA VENTANA? Yo estoy contento con ese título. Julia corre y grita; Agatón ladra, mientras tanto, como siempre. Mamá trabaja en el supermercado. ¿Qué te gustaría que hiciera el papá de Juan? ¿Lo pensamos?
Sí, sé que habrá muchos lectores (infantiles y adultos) que se incomoden con eso de tanto protagonismo; pero ¿qué hacer si eso siempre es así, lo asumamos o no? Escribir siempre presupone un propósito y supone una actividad para el lector. No importa que sea niño; o mejor dicho, sobre todo porque es niño. Estamos haciéndolo lector mientras nos lee; o no, y entonces estaremos desaprovechando una oportunidad brillante de hacerlo. Por eso todo esto es tan trabajoso y tan complejo y divertido.
En un artículo próximo volveré a probar suerte. Lo llamaré Ensayo dos.