Alma Delia Murillo
20/07/2013 - 12:00 am
Los ojos de la tristeza
“No estés triste, mamá” solía decirle a mi madre cuando era niña y la veía llorando. Y, ahora lo sé, con mis intentos por animarla, sólo la hacía ir más hondo en sus dolores. Mi madre. Sus furias. Sus rabias. Sus desencantos. Sus enamoramientos. Sus tristezas. Ella.
“No estés triste, mamá” solía decirle a mi madre cuando era niña y la veía llorando.
Y, ahora lo sé, con mis intentos por animarla, sólo la hacía ir más hondo en sus dolores.
Mi madre. Sus furias. Sus rabias. Sus desencantos. Sus enamoramientos. Sus tristezas.
Ella.
No estés triste, mamá. Y entonces ella me miraba, sonreía rota, sonreía a medias, me decía mi negrita. Se levantaba en pedazos, a punto de desmoronarse. Pero se levantaba, se limpiaba los mocos y las lágrimas. En silencio y diligente preparaba un atole de avena. Para mí la tristeza huele a leche, a azúcar mascabado, a avena. Y así superábamos el rato amargo: barriga llena, llanto apaciguado, no sé si el corazón contento.
Tuve que hacerme adulta para comprender que la tristeza me ha regalado algunas de las escenas más bellas de mi vida.
¿Cuánta tristeza hay debajo de la punta del iceberg que es la cara sonriente y frenética de la humanidad?
¿Cuánta tristeza reprimida yace bajo siete mil millones de corazones humanos galopando en el mundo?
¿Por qué la evitamos?
Evitar. Evadir. Mutilar. Cercenar. Asesinar a la tristeza. ¿Por qué?
Si hasta hay cierta magia en ella. Cierta alquimia. Yo creo que tiene un poder transformador pero hay que dejarla salir. Incluso dejarse desaparecer para que ella aparezca. Sin argumentos estériles, sin discursos de resistencia exitosa y optimista. Esos de los que tanto reniego.
Dejar que la tristeza nos haga jirones. Dejar que muerda. Dejar que el dolor nos devuelva a la conciencia de nuestra dimensión exacta: somos ínfimos.
Cuando apareció la aplicación en las cámaras digitales que detecta sonrisas para disparar la foto casi lloro. ¿Y desde cuándo sólo los rostros felices son habitados por la belleza?
Si la vida trae algunas dosis de dolor tal vez querrá decir que algo hicimos bien, que nos mantuvimos en movimiento, que tuvimos el sí y también el no. Que no nos paralizamos transitando por esta cosa inmensa e insospechada que se llama vida.
Me resistí a mi propia tristeza durante años y con ello gané una crisis de ansiedad brutal. Horrenda. Porque la ansiedad es la cara horrible de la tristeza, creo.
Llorar es liberador. Romperse es liberador. Decir estoy triste. Hacerle un lugar al alma para que hable con nosotros. Y no hay almas monotemáticas. La psique no puede ser sólo feliz.
A los años también se van sumando las pérdidas. Y hay días en que se amotinan, se sublevan, se presentan todas juntas a golpe de recuerdos malogrados.
Perder a los mejores amigos de la infancia. Perder amigos también cuando somos adultos. Perder esos ojos en los que nos mirábamos, en los que nos reconocíamos. Perder ese cuerpo y su abrazo en aquella cama. Perder aquél libro que nunca más y aquél sombrero que tampoco. Perder a ese hombre que te juraba amor eterno y que luego desapareció desdibujándose en mensajes de texto en la pantalla del teléfono sin pulsar nunca la tecla de llamar, sin andar los pasos necesarios hasta la puerta de tu casa.
Para luego perderlo todo, todo, todo en la nebulosa espesa de la memoria, esa gran mentirosa. Esa gran genocida.
Se necesita montar a un pegaso que haya nacido, sí, de la sangre que salió a borbotones cuando decapitamos alguno de aquellos paraísos. Y hacer un recorrido heroico para asumir las pérdidas en su verdadero alcance: son para siempre. Son la muerte. Son varias muertes. Arrasan irremediablemente con un pedazo de los muchos pedazos que somos.
Que lo que no te mata te hace más fuerte. Dicen.
No quiero esa fortaleza, digo yo. Lo que no te mata es porque no te dejaste matar. Y te perdiste la oportunidad de renacer.
No estés triste, dije. No llores, dice el mundo. ¿Cuándo alguien ha dicho “no estés feliz”?
A los posmodernos se nos complica el llanto y se nos complica la tristeza. Será que la televisión fue nodriza de generaciones enteras. Será que somos amigos del ansiolítico y el antidepresivo en sus formatos varios. Será que la anestesia de la productividad y que únete a los optimistas. Será que sólo por hoy. Será que contar chistes es nuestro mecanismo de sobrevivencia más ensayado. Será.
Reivindico a la tristeza. Le quito el estigma de enfermedad, de pecado, de derrotismo, de políticamente incorrecta.
Y aclaro que, como dijo Pessoa: yo no soy pesimista, soy triste. Que no es lo mismo ni es igual.
La tristeza en prosa o en poesía o hasta en silencio, es buena. La tristeza no es una enfermedad. Es un estado del alma que nos habita cada tanto.
Un réquiem por todo lo que perdí. Por todos esos rostros que ya no miro. Por todos los que no me son.
Hoy estoy triste. Pero tengo la lluvia.
Hoy estoy triste por todo lo que ya no tengo pero tengo estas palabras. Y también un nuevo rostro.
@AlmaDeliaMC
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