Jorge Javier Romero Vadillo
20/06/2019 - 12:04 am
El sistema electoral amenazado
La profesionalización y la permanencia de la función electoral es la base de la imparcialidad electoral.
En la mira de la ola destructiva que ha puesto ya en riesgo al endeble entramado institucional construido a duras penas y no sin contradicciones para tener un Estado profesional, sin concentraciones omnímodas de poder, se encuentra ahora el sistema electoral. En la sarta de disparates lanzada por el inefable Diputado Pablo Gómez en días pasados se vislumbran serias amenazas al aparato armado durante las últimas tres décadas, el cual, mal que bien, ha permitido que, después de casi dos siglos de vida independiente, durante los cuales las elecciones fueron meros simulacros, por fin durante los últimos veinte años hayamos tenido comicios confiables, que han producido alternancias en casi todos los rincones del país, han generado legislaturas plurales y que allanaron el camino, no sin sobresaltos y jaloneos, incluso con fuertes deslealtades institucionales, para que la actual coalición de poder se hiciera con el control de la Presidencia de la República y del Legislativo federal.
Visto desde una perspectiva histórica, el proceso de construcción del andamiaje electoral que comenzó en 1990 con la creación del Instituto Federal Electoral como un cuerpo técnico, profesional especializado, ha sido uno de los grandes hitos de la construcción estatal mexicana. La profesionalización de la función electoral, como recordaba hace unos días en una entrevista el Consejero electoral Ciro Murayama, fue la base sobre la que se cimentó unos años después, en 1996, la autonomía constitucional que finalmente garantizó la imparcialidad electoral en un país donde el fraude y la simulación habían sido la norma histórica desde la primera elección de la vida independiente, la del malhadado Congreso que proclamó emperador a Iturbide.
La superchería electoral fue la norma institucionalizada desde la República Restaurada, cuando el prócer Juárez la utilizó para conseguir legislaturas disciplinadas y gobernadores dóciles. Porfirio Díaz perfeccionó el método, pero fue durante la época clásica del régimen del PRI cuando la ficción aceptada de elecciones que se realizaban puntualmente, pero que todo el mundo sabía que eran mero simulacro, alcanzó su cima. Desmontar esa trayectoria institucional tan arraigada implicó oleadas sucesivas de movilización ciudadana, tanto en los ámbitos locales como en el nacional. La conquista final del sufragio efectivo se dio, en buena mediada, gracias a los sectores de la izquierda que abandonaron sus fantasías maximalistas para adoptar el arduo camino de las negociaciones y los acuerdos, los cuales finalmente condujeron a la construcción de un conjunto de reglas, tal vez abigarradas pero eficaces, para eliminar la discrecionalidad con la que, desde el poder ejecutivo, se manejaban los procesos comiciales.
Por eso resulta repelente que sea Pablo Gómez el vocero del proyecto de desmantelamiento de la estructura profesional garante de la imparcialidad electoral. El veterano Diputado Gómez conoce como nadie lo difícil que fue el tránsito a un sistema electoral imparcial y con certidumbres, pues fue testigo de primera mano de la manera en la que una estructura electoral montada cada tres años se ponía al servicio del poder en turno para garantizar su continuidad. Ahora es precisamente eso lo que propone: desmontar el cuerpo profesional que en todo el país organiza desde hace tres décadas los comicios. Con un razonamiento simplón no extraño en él, Gómez propone que, para ahorrar, la estructura de organización de los comicios se monte y se desmonte, como carpa de circo, cada tres años.
En efecto, en la mayoría de las democracias avanzadas no existen estructuras electorales permanentes. De ahí que la idea le resulte llamativa a muchos. Lo que omite el Diputado Gómez e ignoran quienes han salido a festejar sus ocurrencias, es que en las democracias avanzadas existe algo que está ausente en nuestro país: una burocracia profesional y relativamente neutra respecto a la competencia política. Si en Gran Bretaña o Francia las elecciones se pueden llevar a cabo sin costosas estructuras permanentes para organizarlas es porque los empleados públicos pueden hacer la tarea sin suspicacias, pues cada uno de ellos obtuvo su puesto por un concurso de oposición, no se lo debe al Gobierno en turno y no necesita congraciarse con sus intereses electorales para conservar su empleo. De ahí que puedan ser los maestros o los empleados municipales los encargados de poner las casillas y contar los votos.
Durante los tiempos de la Comisión Federal Electoral, que existió desde la ley electoral de 1946 hasta la creación del IFE en 1990, también en México eran los maestros (del SNTE) o los burócratas (de la FTSE) los encargados temporales de que se hicieran las elecciones. No se necesita ser demasiado suspicaz para entender por qué siempre acababa ganando el PRI. Hoy aún el empleo público se reparte entre los leales y los validos; en México no existe algo que propiamente se pueda llamara una burocracia profesional políticamente neutra y ya sabemos cómo operan las redes corporativas de disciplina entre el magisterio o los empleados de base de las administraciones públicas. ¿Cuánto tardarían los organizadores electorales contratados temporalmente en poner su tarea al servicio de quienes les puedan garantizar un empleo estable? Porque si la tarea la hicieren los empleados ya en funciones, que les deben la chamba a los cargos electos, el sesgo estaría dado de antemano.
La profesionalización y la permanencia de la función electoral es la base de la imparcialidad electoral. Es un asunto de incentivos racionales, no de arcángeles encarnados. En otras ocasiones he escrito sobre como la proliferación de órganos constitucionales autónomos en nuestro régimen constitucional ha sido el reflejo del éxito del IFE, ahora INE, como espacio de profesionalización de la función pública: en un entorno dominado por el clientelismo, donde los incentivos principales de los funcionarios públicos son resultado de la lealtad y la disciplina política, los autónomos son remansos de profesionalización y neutralidad relativa.
Las ocurrencias de Gómez no paran ahí, pues también ha propuesto continuar con el proceso de centralización electoral, en detrimento del federalismo, pero eso merece otro análisis. Lo principal es que la nostalgia del legislador de Morena por unos procesos electorales controlados por el E tejecutivo parece mostrar que el antiguo comunista nunca renunció a la idea de que la democracia burguesa no servía más que como un instrumento para la conquista del poder y que una vez en él habría que deshacerse de ella.
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