LECTURAS | «Doctor Portuondo. Mis días de psicoanálisis con un sabio desquiciado», de Carlo Padial

20/05/2017 - 12:04 am

«La mirada de Carlo Padial sobre las cosas y sobre las relaciones es desquiciada y turbadora,pero su sentido del humor tiene la precisión de un relojero», Ignacio Vidal-Folch. «Carlo Padial, neurosis en estado puro», El País

Ciudad de México, 20 de mayo (SinEmbargo).-Marie es una jovencísima madre sin custodia que sirve mesas en interminables turnos nocturnos. Después acude al sexo y a las drogas para lamerse las heridas. Cada vez que piensa en su hija, se odia. Cada vez que se odia, piensa en su hija.

Carlo Padial narra en estas memorias su experiencia psicoanalítica con un terapeuta cubano que durante cinco años intentó ayudarlo con sus neurosis compartiendo a su vez los descarríos propios. Un personaje inolvidable.

Carlo Padial Narra En Estas Memorias Su Experiencia<br >psicoanalítica Con Un Terapeuta Cubano Foto Especial

Fragmento del libro Doctor Portuondo. Mis días de psicoanálisis con un sabio desquiciado, de Carlo Padial, publicado con autorización de Blackie Books

Cómo echo de menos aquellos domingos con mi padre en la montaña, cavando agujeros

Recuerdo que cuando yo era pequeño mi padre dejó su trabajo de un día para otro y cayó en una depresión muy grave.

Aun así, venía a buscarme al colegio vestido de traje y corbata, para que los padres de los demás niños no sospecharan nada. Su médico, que no debía de saber qué decir, le recomendó que hiciera ejercicio. Así que por las tardes dábamos largos paseos hasta que se hacía de noche, en silencio. Íbamos cogidos de la mano.

Caminábamos por zonas muy extrañas: la autopista, descampados, zonas industriales… Una tarde, paseando por la periferia, vimos a un hombre muerto colgado de un árbol. Recuerdo que mi padre se quedó mucho rato mirándolo, extra­ ñamente concentrado, y no parecía importarle que yo estuviera también allí viendo aquello. Yo miraba a mi padre fascinado. Él miraba al muerto sin moverse, como paralizado. Ambos estuvimos un buen rato parados ante un hombre ahorcado, con la cabeza de color morado y la cara arrugada como una pasa. Parecía un globo desinflado después de una fiesta. Aterrorizado, sentí que mi padre estaba lejísimos de mí. Era la primera vez que veía una persona muerta, y de momento sigue siendo  la única. Cansado de estar de pie (y muy asustado), le pregunté a mi padre:

—¿Qué está pasando, papá?

Al cabo de unos segundos, sin volver la cabeza, me dijo:

—Nada, Carlo. Sigamos caminando. Por algún motivo es uno de los recuerdos más vivos que conservo de mi padre. Creo que aquélla fue la primera vez que estuve en contacto con la locura, sin estar mi padre loco del todo.

Yo tenía nueve o diez años, creo.

Si tu hijo tiene problemas para concentrarse y se distrae fácilmente, a lo mejor yo soy tu hijo

Sentía vergüenza de existir, miedo a la muerte, angustia oceá­nica, y solo tenía ocho años. Me daban miedo los cuartos vacíos, las habitaciones con demasiada gente, los insectos, las palomas, los calvos, las películas o series de televisión en las que salían animales hablando, la gente mayor y en especial su olor (esto todavía me pasa), etc.

Recuerdo que mi padre tenía un ejemplar de La náusea en su despacho y que aquello me inquietaba muchísimo. No tanto el libro en sí (o su contenido, pues no lo leí jamás), sino el hecho de que alguien hubiera escrito un libro que se llamaba La náusea. Encima, su autor, un tal Sartre, era estrábico, y aquello ya me parecía el colmo del desconcierto. A menudo ni siquiera me atrevía a entrar en el despacho de mi padre, porque sabía que dentro estaba ese libro y, en su interior, en la solapa, un señor estrábico nauseabundo y al acecho, siguiéndome con la mirada a su particular manera. Era, según creo, la primera cabeza superior a la que me enfrentaba. Aunque fuera una cabeza impresa en la solapa de un libro. Sabía que estaba viendo algo que era muy importante, aunque no pudiese comprenderlo.

Desde pequeño fui un neurótico. Por supuesto, yo no me identificaba como tal. Todavía no sabía cuál era el nombre exacto. Pero tenía mi intuición, que me empujaba hacia el psicoanálisis sin yo saberlo. Para que se me entienda mejor, debo decir que siempre me interesó de un modo u otro lo psicológico. Los estados de ánimo ocultos en las personas, empezando por los miembros de mi familia, me despertaban una enorme curiosidad. Todo lo que no se dice, o lo que se intuye escondido detrás de las palabras, me llamaba la atención. Mi padre cambiaba de humor de buenas a primeras, se enfurecía por cualquier cosa. Un día me chilló por no comerme el relleno de los canelones. Yo me eché a llorar. Aquellos cambios de humor no cesaban de generar preguntas en mi cabeza: ¿Por qué se enfadan las personas de repente? ¿Por qué no te dejan cruzar tal o cual puerta? ¿O abrir un determinado álbum de fotos? ¿Qué necesidad hay de mentir sobre ciertos temas? ¿Por qué llora mi madre cuando bebe demasiado?

Tomé la decisión de psicoanalizarme con quince años, después de ver que la gente de mi edad no parecía tener tantos problemas para vivir ni tantas preguntas sin resolver. Mis compañeros de instituto se subían en motos de desconocidos a las primeras de cambio, se relacionaban entre ellos con naturalidad, se metían la lengua en los bancos del parque, cantaban en voz alta, eructaban, iban a conciertos de U2 (en definitiva, estaban cómodos con la humanidad), mientras que yo me sentía avergonzado de existir. Ni siquiera me gustaba U2. Ni tampoco Nirvana, Pearl Jam o cualquier otro de los grupos que ellos escuchaban. A mí me gustaban Prince, Terence Trent D’Arby y Chaka Khan. Algo me separaba del exterior y me hacía intentar esconder, o disimular al menos, mi propia humanidad. Era un inhibicionista. Me excitaba esconderme de los demás, encerrarme en mi cuarto a calcar portadas de Prince. De cara al exterior, trataba de comportarme como un aristócrata ro­ 17 bótico freelance, alguien sin problemas ni necesidades. Fingía que debajo de los pantalones no tenía genitales ni necesidades fisiológicas. Me avergonzaba ser humano. Me horrorizaba que me vieran desnudo. A la menor ocasión, dejaba caer que yo no necesitaba nada. ¿Cuánto duró esa vergüenza? Bien, todavía no la he resuelto. Aquí sigue. «Alive & well», como dicen los americanos.

¿Por qué escogí el psicoanálisis? No lo sé. Fue una elección intuitiva y hasta cierto punto frívola y estética. El psicoanálisis me llamaba la atención cada vez que lo veía aparecer en alguna película de Woody Allen, de Ingmar Bergman o de cualquier otro director europeo o norteamericano. Sencillamente me parecía la manera adecuada y civilizada de enfrentarte a tus propios problemas: mediante la palabra. Verbalizar tus traumas frente a alguien que no dice nada ni reacciona de ninguna manera me parecía lo correcto. No hace falta aclarar que ya desde joven yo era una pequeña rata pretenciosa, una rata de filmoteca que buscaba desesperadamente llamar la atención con sus salidas de tono y sus atuendos a lo David Byrne en Stop Making Sense. Iba vestido como un auténtico fantoche, con ropa gigantesca, pantalones de traje con los bajos remangados y camisas anchísimas que llevaba abotonadas hasta arriba. Con un tupé imposible y unas gafas totalmente redondas. Es un milagro que no me pegaran una paliza cada vez que salía a la calle. De hecho, es un milagro inexplicable que no me pegaran por la calle jamás, que nadie me agrediese nunca. Para que luego digan que la gente es mala.

Mi infancia fue tan extraña que cuando intento explicarla parezco un mitómano

Mis padres organizaban muchísimas fiestas en casa, eran unos juerguistas. Incluso teníamos una batería que mi padre aporreaba los fines de semana para deleite de los invitados (y de los vecinos). Es extraño que un percusionista sea tu figura autoritaria, que te eche la bronca desde detrás de la batería, antes y después de seguir con sus redobles y acentos rítmicos sobre la caja. Me gritaba: «Carlo, no hagas eso» y, a continuación, cogía las baquetas y se marcaba un redoble de tambor con platillo final. ¡Ba-dum tchss!

Entre los invitados a esas fiestas locas había un hombre llamado Gerardo Velasco, un agente comercial que trabajaba en diferentes empresas y que a la menor ocasión, entre cubata y cubata, cantaba a grito pelado «Sangre española», de Manolo Tena. Recuerdo esa canción como la banda sonora ideal de la cultura del pelotazo que corrompía España en esa época, y de la que mi padre y sus amigotes formaban parte (tan alegremente) en mayor o menor medida. Eran empleados de banca (mi padre también, hasta que dejó su trabajo) y ejecutivos viviendo su particular rave temática, que podríamos llamar «Spanish yuppie fear thriller». Es decir, se movían entre la paranoia pata 19 negra y el hedonismo dionisiaco autóctono y autodestructivo. Sabían que aquella manera de vivir se estaba acabando y apuraban la juerga de la burbuja inmobiliaria y los contratos a dedo hasta el último segundo, con las corbatas desanudadas, sudando caldo de pollo e improvisando ambiguos trenecitos de baile mientras Velasco berreaba con un micro conectado al equipo de música de mi casa: «Pasión gitana|y sangre española|y el mundo, en una caracola…». La gente lo jaleaba como loca cada vez que la cantaba.

Una noche, en mitad de la juerga española y del jaleo de cubalibres y pop-rock español (entre otras sustancias igual de nocivas), Velasco entró en mi cuarto con las pupilas dilatadas y la boca seca y me encontró viendo Otra mujer, de Woody Allen, que sucede casi exclusivamente en la consulta de una psicoterapeuta. Me dijo: «¿Te interesa el psicoanálisis? Yo conozco al mejor psicoanalista de Barcelona. Es cubano y se llama Portuondo. Es médico, psiquiatra, psicoanalista, boxeador olímpico y hasta cinturón negro de judo. Es una de las personas más extraordinarias que he conocido. Está loco, pero es un genio de la psicología. El próximo día te traeré alguna cinta grabada con sus clases de psicoterapia. Te van a encantar si te gusta lo psicológico».

Al día siguiente me trajo una caja de zapatos Martinelli llena de cintas con las clases del doctor Portuondo registradas en audio. Apenas las tuve en mi poder, una excitación tremenda me poseyó. Supe desde el primer momento que aquello era importante y que debía aferrarme a ello y conservarlo de una manera posesiva. Nunca se las devolví. Las guardaba debajo de la cama, junto con el resto de las cosas importantes (entre ellas, un támpax que le robé del bolso a una amiga de mi madre). Enseguida, tras las primeras escuchas, mi visión del mundo se transformó. Convertí aquellas cintas en una guía básica para entender el mundo. O, al menos, la sociedad en la que vivía y que hasta aquel momento no comprendía en absoluto. En aquellas grabaciones, Portuondo hablaba de sexo, del origen primitivo de nuestros conflictos psicológicos, de los traumas infantiles y de la agresividad que nos enfrenta los unos a los otros. Sentí que sus ideas eran lúcidas y preclaras. Luego quise transcribirlas en cuadernos.

En aquellas cintas, el doctor Portuondo se mostraba como un tipo brillante y a la vez idiosincrático a más no poder, un fanático del psicoanálisis en el mejor sentido de la palabra. Había traducido y adaptado los conceptos de Freud a una especie de psicoanálisis latino y mediterráneo, que se transmitía de forma oral mucho mejor que por escrito, y que Portuondo había encapsulado en frases muy sencillas, muy directas y absolutamente brillantes, que nunca puedes olvidar una vez las escuchas. Frases que soltaba en mitad de clase, por ejemplo:

«¡Cuando la bestia ruge, la razón tiembla!».

O esta otra:

«Nuestro gobierno y nuestras leyes no tienen raíces polí­ticas, sino raíces biológicas. De ahí surgen la sociocultura, los símbolos y el complejo de castración. ¡Pero yo no voy a hablar de esto ahora!».

Encerrado en mi cuarto, escuchaba aquellas cintas una y otra vez hasta que llegué a memorizarlas, frase por frase. En un punto creí establecer una relación con aquel hombre. Se había convertido en un conocido. Cuando hablaba me hablaba directamente a mí, de una forma amplia y profunda. Por su parte, mis padres no entendían nada. En lugar de escuchar a Nirvana o a Sonic Youth, como hacía el resto de mis amigos, yo escuchaba gangsta rap (Dr. Dre, Snoop Dogg, 2Pac, Ice Cube), y cintas de psicoanálisis con un audio muy defectuoso, con la voz de un médico cubano gritando y dando puñetazos a la mesa. Mi habitación parecía una reunión sindical permanente, tomada por negros y cubanos quejándose al borde de la revuelta 21 social. Cuando por Navidad pedí las obras completas de Freud y la autobiografía de Malcom X, mis padres me preguntaron:

—¿Va todo bien?

A lo que yo respondí:

—He descubierto el psicoanálisis real y la cultura negra. Quiero ser una pantera negra freudiana.

Comprendí el mensaje de Portuondo sin entenderlo racionalmente. Conectamos de inconsciente a inconsciente. No fue algo intelectual, sino intuitivo. Sentí a Portuondo. Gracias a él tuve mi primer choque frontal con el lenguaje psicoanalítico, que hasta entonces me atraía por cuestiones inexplicables. Aquél fue el momento en que entendí el poder de la palabra como herramienta terapéutica. Sus ideas se quedaron grabadas en mi cabeza. Tenían tanto sentido que el resto de las cosas que me caían en las manos (ensayos filosóficos, literarios, artísticos, etc.) carecían del impacto y la precisión certera de aquel despertador psicológico. Portuondo me despertó. Y sentí que debía comprometerme a buscarlo. A dar con él. A coincidir con él.

Desafortunadamente, a las primeras de cambio y sin explicaciones, mi padre cortó sus relaciones con Gerardo Velasco.

Parece ser, me enteré de ello años más tarde, que mi padre estaba celoso de Gerardo Velasco por cómo miraba a mi madre en aquellas fiestas «yuppie fear thriller» con karaoke, poprock español, cigarrillos Nobel y gin tonics de Beefeater London. Por entonces mi madre, que se daba un aire a la actriz Victoria Abril, vestía corpiños con pedrería, trajes-chaqueta muy provocativos por encima de la rodilla y tacones altísimos de color amarillo, estilo Mujeres al borde de un ataque de nervios. Los invitados a nuestras fiestas, exclusivamente hombres, giraban en torno a ella, en un clima de hedonismo digno de las películas de Almodóvar. Mi padre (que era quien los invitaba) disfrutaba de esta situación un tanto perversa, excepto cuando alguien se pasaba de la raya debido a las copas o al exceso de parloteo hasta altas horas de la madrugada. En un punto de la noche, a última hora, mi madre solía echar las cartas del tarot a los asistentes y eso nunca acababa bien, por razones obvias. La ginebra y la adivinación nunca han congeniado, históricamente.

Sea como fuere, los ojos de Velasco sobre mi madre incomodaban a mi padre: tan grande era su rabia hacia él (más joven y más pendón) que lo expulsó de nuestra casa. Allí comenzó el proceso de aislamiento progresivo que llevaría a mi madre a quedarse sin ningún tipo de vida social, poco tiempo después. El pánico al adulterio se apoderó de mis padres. Y pensando que aquel tal Velasco era peligroso, mi padre le prohibió terminantemente acercarse a nosotros hasta nueva orden.

A consecuencia de esto, perdí la posibilidad de contactar con el doctor Portuondo. Busqué su nombre en Internet y me aparecieron otros doctores, entre ellos el responsable de una clí­nica de fecundación in vitro e incluso un dentista para perros, pero ninguno era el psicoanalista que yo estaba buscando. Mi caballo blanco se alejaba.

Cuando cierro los ojos veo a un hombre con bigote. Me consta que es alemán, pero, aparte de eso, no sé nada de él

Un día Portuondo me enseñó una especie de dado que tenía encima de la mesa.

Como ya he contado, el doctor tenía su sillón estratégicamente situado detrás del respaldo del diván, cumpliendo con la norma del psicoanálisis clásico, freudiano, que recomienda que el paciente y el psicoanalista solo establezcan contacto visual al empezar la sesión y al despedirse. De esta forma, la transferencia fluye con mayor naturalidad, puedes hablar sin estar pendiente de las reacciones de tu analista y se crea un nivel de comunicación más profundo, de inconsciente a inconsciente. O ésa es la idea.

Por supuesto, no era el caso: en aquellas primeras sesiones, entre nosotros no había comunicación. Yo era incapaz de soltarme, y al doctor parecía darle igual lo que pudiera contarle una especie de lesbiana confundida disfrazada de neurótico neoyorquino con barba postiza. Hasta que un día pasó algo.

—Ya que estamos hablando de esto —dijo Portuondo de pronto, sin que ni él ni yo estuviéramos diciendo nada—, me permitiré contarte todo lo que necesitas saber acerca del psicoanálisis.

—¿Qué es? —pregunté.

—Está allí —dijo el doctor—. Allí.

Portuondo alargó el brazo y me señaló esa especie de dado que tenía encima de su mesa. Era como un dado sin números en los lados, liso. Un dado sin números. ¿De dónde había salido ese objeto tan misterioso?

—Los conflictos de las personas —empezó a decir Portuondo— son como este objeto. Los llevamos encima. Imagínate que tus conflictos son este objeto y los llevas en la mano, así, en la izquierda o en la derecha, me da lo mismo.

Portuondo se inclinó, acercándose a su mesa de trabajo para coger aquella especie de dado sin números. Lo tomó con su mano derecha, que luego cerró.

—Los conflictos no se ven, pero los llevas en esta mano. O en la otra. Y te molestan, ¿verdad? Aunque no se vean, te molestan. Te obligan a llevar una mano ocupada, te limitan, y un día vas a un terapeuta y le dices: «Doctor, me molesta este objeto, no sé por qué, no sé qué tiene este objeto, ni siquiera sé qué significa o lo que es, pero no soporto llevarlo encima, no entiendo por qué lo llevo encima».

—¡Qué historia tan extraordinaria! —exclamé, por decir algo.

Portuondo, en su sillón, se aclaró la voz. Después volvió a hundirse en el sillón y permaneció callado varios minutos, absorto en profundas reflexiones. Luego dijo:

—Las terapias normales, las conductistas, por ejemplo, te enseñan a vivir con ese objeto, te enseñan a aceptarlo: «No importa ese objeto, sigue adelante, aprende a utilizar la mano que tienes libre». Te refuerzan, sin más. Otros te dicen: «Toma una pastilla y te olvidarás de que llevas ese objeto encima». Ésos serían los psiquiatras, claro. El psicoanálisis, simplemente, te hace abrir la mano, te fuerza a poner el objeto en la mesa y entonces te pregunta: «¿Qué te pasa a ti con este puto objeto? ¿Qué es este objeto?».

—¿Es un dado? —pregunté. Portuondo se rio para sí mismo, entre dientes, sin abrir la boca.

—Es el tapón de la botella de Johnnie Walker —me respondió.

Una Verdadera Estrella De Las Redes Sociales Foto Especial

¿Quién es Carlo Padial? Ha dirigido una peli y ha publicado dos libros. Su objetivo es llegar a ser jefe de planta de algún almacén de componentes electrónicos.

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