Jorge Alberto Gudiño Hernández
19/11/2016 - 12:00 am
Aprender a leer
Mi hijo mayor tiene seis años y está comenzando a leer. Así es el sistema de su escuela, en apariencia tardío. De hecho, han sido varias las personas que se han escandalizado un poco ante el hecho. Mientras sus hijos pasaron la preprimaria llenando planas, el mío siguió disfrutando los placeres de seguir siendo pequeño. […]
Mi hijo mayor tiene seis años y está comenzando a leer. Así es el sistema de su escuela, en apariencia tardío. De hecho, han sido varias las personas que se han escandalizado un poco ante el hecho. Mientras sus hijos pasaron la preprimaria llenando planas, el mío siguió disfrutando los placeres de seguir siendo pequeño. Mi respuesta, en ese entonces, fue repetitiva: si de algo estoy seguro, es de que terminará aprendiendo. Todos los niños lo hacen. Me refiero, sin duda, al proceso más simple de la lectura, el que está relacionado con la decodificación de signos.
En ese entendido, de poco valían las presunciones de padres de otras escuelas: sus hijos habían aprendido a leer a los cuatro años, incluso a los tres. Bien por ellos. La lectura nunca me ha parecido un terreno en donde se deba competir. El caso es que B entró a la primaria y ahora, apenas unos meses más tarde, sus avances en el campo de la lectoescritura (ese concepto tan rimbombante) se perciben a diario. Y sin haber llenado planas. Una maravilla.
Hace un par de días, mientras el clima inusualmente lluvioso de noviembre nos impedía salir al parque, tuve que ocupar un par de horas para trabajar. Mis hijos jugaban entre ellos. La imaginación es el más socorrido de sus juguetes pero no es ahora cuando hablaré de ello. Mi hijo menor, L, llegó hasta mí con una petición recurrente: quería que le leyera un libro (o un cuento que, a esa edad, son casi lo mismo). Yo estaba cerca de terminar mi trabajo. Así que le pedí que fueran a buscar uno al librero, a su librero. Fueron juntos.
Como yo seguía en lo mío, L le pidió a B que se lo leyera. Accedió.
La escena la tengo registrada en un video al que le falta sólo el inicio, lento como soy en mis reacciones. Sentados juntos en un sillón que les queda grande, B comenzó a leerle. Todas y cada una de las palabras. Con la dificultad implícita de las sílabas complicadas pero con una fluidez que me puso de buenas. Y L lo miraba como a un héroe. Hasta le pedía que le repitiera algunas partes.
Cuando terminó, lo llamé muy serio: “¿Te diste cuenta de que acabas de leer tu primer libro tú solito?” No es éste el espacio para describir su cara de felicidad. Tampoco me alcanzan las palabras para ello. El asunto es que el acontecimiento se había concretado.
No dejé de contar la anécdota a todo mundo. Al día siguiente, con la emoción aún palpitándome en mi ánimo, les conté la anécdota a mis alumnos. Muchos sonrieron con indulgencia y otros tantos con sinceridad. Me sorprendió, sin embargo, la afirmación de una de ellos: “es que les has enseñado mucho que leer es lindo. Son muy intelectuales”.
Me puse a pensar en ello. En que es cierto, en casa tienen libros que les son propios en un librero que también les pertenece. Y están los demás libros que son nuestros y que siempre les hemos permitido tomar. Las imágenes se agolparon en el recuerdo: L, cuando apenas aprendía a caminar, disfrutaba mucho cargando un libro de casi seiscientas páginas; tal vez por el dibujo de la portada. B y L escuchando, hipnotizados, las aventuras de tal o cual personaje. Los dos intrigadísimos cuando M decidió leerles una novela para niños más grandes a lo largo de un par de semanas. B persiguiéndonos, muy pequeño, para que le leyéramos una y otra vez un par de libros que ya nos sabíamos de memoria. L robándose (casi literalmente) un par de libros infantiles que un gran amigo (sin hijos) se había comprado para alimentar su nostalgia…
Me parece que todas las acciones de fomento a la lectura están bien. Son necesarias. Con mis hijos he descubierto, empero, que la lectura es un gusto que no se adquiere. Al contrario, la curiosidad innata que les permite descubrir el mundo es algo que se pierde con los años. Nuestra labor, entonces, radica en alimentar dicha curiosidad. Y no se me ocurre mejor forma que seguir proveyéndolos de libros, compartiendo sus lecturas, atestiguando cómo crean un vínculo con las historias y entre ellos a partir de éstas. Y no, no creo que sean un par de intelectuales. Al contrario, están más por el lado de la emocionalidad que suelen propiciar los libros en una etapa temprana de la vida.
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