Alma Delia Murillo
19/10/2013 - 12:00 am
La poderosa rayita oblicua
No sé ustedes pero yo admito que soy una mala persona tres veces al día. Y me limito mucho porque estímulos recibo más de una veintena diarios. Pero he reservado mi maldad sólo para algunos detractores de las causas a las que no puedo ni quiero renunciar. Y una es la correcta escritura. Particularmente me […]
No sé ustedes pero yo admito que soy una mala persona tres veces al día. Y me limito mucho porque estímulos recibo más de una veintena diarios. Pero he reservado mi maldad sólo para algunos detractores de las causas a las que no puedo ni quiero renunciar.
Y una es la correcta escritura. Particularmente me molesta leer palabras no acentuadas cuando deberían estarlo. Vivo rodeada de altos ejecutivos mamones y con posgrados en el extranjero que escriben con calidad de subnormales. Son absolutamente incapaces de comprender que una pequeña tilde, esa rayita oblicua que corona algunas letras, puede cambiar por completo el sentido de una frase.
No es lo mismo “no lo mate” que “no lo maté”. En el primer caso estamos impidiendo una muerte y en el segundo declarando nuestra inocencia en un homicidio. Vaya cosa.
O “sí te amo” que “si te amo”. La primera expresión es el camino afirmativo al paraíso y el si condicional de la segunda podría mandarnos directo al infierno.
Un caso más: “y tu mamá también” es muy diferente a “y tú, mama también”. La primera variante es la misteriosa inclusión de la madre en algo y en la segunda nos mandan a mamar imperativamente.
Miren la leyenda en la foto que tomó mi amigo Beco y que ilustra este texto, además de la falta de acento, provoca una confusión única. “Hágase rico, busque tesoros”. Vamos a ver: ¿nos invitan a llenarnos de dinero explorando yacimientos minerales o es un llamado a la masturbación para encontrar el único tesoro que todos sabemos bien dónde está?
Ejemplos para ilustrar el tema hay ad náuseam; así que me limito a suplicarles de rodillas, desgarrándome las vestiduras y flagelándome la boca con una piedra, que escriban con acentos. Y aquí les dejo, nacido de la espesa maldad de mi alma, un cuento que sublima mis instintos asesinos.
Flecha negra
Diana despierta distinta. Lleva en el vientre y en el pecho la sensación poderosa del llamado, de la vocación. Recibe un mensaje que la deslumbra y consume como fuego: ha sido elegida para cumplir una misión redentora en la Tierra.
Todavía está oscuro, es temprano. Se respira un intenso olor a humanidad matutina, ese olor pútrido que lo envuelve todo.
Mientras toma agua, sus pensamientos son los de siempre, lúcidos y sabios: el mundo es una mierda. Pero al despegarse la botella de los labios se da cuenta de algo que la sorprende: el cristal tiene grabadas unas letras iniciales que la noche anterior no tenía. No entiende, pero no se asusta. Se mira al espejo por instinto, para comprobar no sé qué o para cumplir el protocolo que ha visto en cientos de películas. Su rostro sí es, sus ojos, ella.
Camina hacia su escritorio y se encuentra con lo inaudito: un diccionario de español, forrado en cuero y rotulado con las mismas señales que la botella: M.I.S.D.I. (Muerte a los Ignorantes y Soberbios que Destruyen el Idioma).
Una lista con cuarenta nombres en los que reconoce de inmediato a todos sus compañeros de oficina.
Un maravilloso arco largo, casi de su propia estatura.
Una aljaba con cuarenta hermosas flechas negras y afiladas. Las contempla y murmura para sí: son tildes.
Como una revelación lo entiende de golpe, sabe lo que tiene que hacer: darles una última oportunidad para arrepentirse o matarlos a todos.
Se da un baño y se viste, sirve una taza de café y conforme los minutos van pasando, la certeza se vuelve de una potencia indestructible en su interior. Las ganas de justicia le hinchan las venas. El corazón le resuena en la cabeza.
Percibe su cuerpo distinto: más fuerte, más ágil, elástico.
Se cuelga al hombro la aljaba y el arco. Toma el diccionario, la lista y sale de la casa a un mundo distinto. Un mundo que al fin tiene sentido porque ahora, para ella, está en guerra.
Atraviesa los pasillos de la oficina caminando con tal vigor que el mar gris de humanoides corporativos se abre a su paso. Se dirige hacia el cubículo del primero que figura en la lista: Antonio Francisco Sánchez.
Él está escribiendo algo en su computadora, levanta la vista para saludarla pero Diana lo interrumpe de inmediato:
– Dime, Antonio ¿sabes si la palabra éxito –que tanto utilizas- se escribe con acento y en qué letra lo lleva?
– Claro que lo sé, no lleva acento.
Ella respira, está tranquila, los dioses la habitan y dirigen sus acciones. Le extiende el diccionario a su compañero que la mira cada vez más extrañado.
– ¿Estás seguro? ¿No piensas que deberías consultarlo?
– No, para qué.
Sin agregar una palabra más, Diana saca una de sus preciosas tildes afiladas de la aljaba y carga el arco, lo tensa y tira con una precisión virtuosa y letal.
La tilde, silenciosa, atraviesa el pecho de Antonio que cae de bruces sobre su escritorio.
Incansable, repite la operación hasta terminar con el último de los condenados a muerte.
La mañana siguiente encuentra sobre su mesa de trabajo una nueva lista con cuarenta nombres: todos corresponden a personajes que aparecen cotidianamente en televisión.
Diana suspira y levanta el rostro rebosante de dicha: sabe perfectamente lo que tiene que hacer.
@AlmaDeliaMC
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