La bruma subió hasta la cima de la montaña. La luz del faro sale en ráfagas fosforescentes, temblorosas. El grito de los halcones extraviados en el aire neblinoso me picotea el oído. Voy tal vez por un sendero equívoco, extiendo mi mano y sólo tiento el aire denso, como una masa que se unta a mi cuerpo. Como polvo de carbón, una pregunta sin respuesta, la mirada intensa de un ciego que anhela ver las nubes violetas y moradas de los atardeceres de este viejo mar. Tú no estás, no te encuentro, como si el dragón de la noche te hubiera devorado, el silencio de los viejos que miran por la ventana, como la alacena vacía. Me comprometí a ofrendar mi vida por ti si era necesario. No sé si a esto se le llame amor, pero estoy dispuesto a matar a hombre o mujer, hundir el puñal en cualquier vientre, desbaratar un rostro con perdigones. Pero en esta penumbra húmeda sólo me llegan los enérgicos aleteos de los halcones que vuelan enloquecidos y alguno ha rozado mi sombrero de fieltro, como vueltos murciélagos enormes, flechas con alas, el veneno en el café antes de bebérmelo.
Sube también el sonido gutural y agónico del mar que se recarga contra los riscos, de seguro lamiendo con desesperación la arena gruesa, con una sed planetaria, con el deseo inútil de meterse en las casas por las rendijas de las puertas, arrastrase hasta las recámaras y acurrucarse junto a los zapatos y la ropa desperdigada, entre los juguetes de los niños. En la falda de la montaña encontré una de tus sandalias, doncella mía, como hallar uno de tus rizos, la fotografía que te tomé en el templo abandonado, el perico cuello amarillo que tomó su libertad, el mañoso, dejando el eco hueco de su habla en la jaula; no sé si el viento te llevó, si el filo de las rocas te acuchilló, o si las hienas han hecho su comida de tu pálida carne. Escucho un aleteo fuerte, de alas perturbadas, y se estrella contra mi sombrero, el de fieltro, el café, el que me regalaste, el que sólo me ponía los domingos, apenas escucho que rueda hacia la distante falda de la montaña. Caigo de espaldas y una saliente filosa se hunde entre mis costillas; giro para deshacerme del puñal de piedra, mi espalda derrama la tibieza de mi sangre hacia mi costado. Quiero respirar y me ahogo en cada intento hasta que consigo una inhalación breve y otra más. Intento incorporarme, resbalo, quedo tendido sobre el sendero no sé si equivocado, o el que me llevará hasta el faro o al precipicio; quedo tendido hacia abajo, hacia el viejo pueblo. Desde aquí veo el faro y su lumbre parpadear, como un ojo incendiado que alumbra la nada, la cólera de un dios tuerto, el cañón de una nave desesperada. Los barcos se han detenido en puntos equidistantes, esperando el amanecer, me dijo Aurelio, el del bar.
Pienso en los carretes de hilos sepias y naranjas del chaleco que me estabas tejiendo, el sonido de la cafetera borboteando café amargo, como nos gusta, el cuadro de las amapolas, el que pintó Renato; pienso en las sábanas azul oscuro y uno de tus pies de fuera, los almohadones azul profundo y tu cabellera rubia sobre ellos, las cortinas blancas, deshiladas, la noche en que te quedaste dormida contra tu mesa de trabajo y se paró en tu brazo una catarina verde. Pienso en mi mano sobre tu vientre como una mariposa trigueña sobre el mantel blanco, el de los festejos, un guante calloso raspando madera sin peso, la ternura torpe de unos dedos de corteza.
Ahora puedo respirar mejor, pero se me acaban de ir ya las fuerzas para levantarme. La sangre me ha entibiado las piernas, la espalda, los cabellos. En este aire frío de puntas de alfileres, estalactitas de hielo como punzones chinos para despegar las uñas, la tibieza es un alivio. Te dije, me comprometí, a morir a tu nombre, doncella mía. Tal vez tú estés protegida en el faro que apenas vislumbro. El primer halcón percibe mi sangre, baja en picada como murciélago hambriento, se encaja en mi abdomen, picotea varias veces y cobra vuelo. Apenas percibí su ansiedad devorando parte de mis entrañas. Pienso en mis chanclas de rayas cafés y naranjas, junto a las tuyas, las de tela ocre, en el gato amarillo de madera, de cuyas manos brota un caña de pescar y un pez se agita ante sus bigotes, el gato que te traje de Turquía, junto con aquel vestido de tono canela y los collares maples y turquesas. Escucho, no tan distantes, los aleteos severos de los halcones que se acercan en grupo. Te lo prometí y debido a ello silencio mi dolor. Los pescadores decían que a esta montaña vinieron a sufrir los enamorados en la antigüedad. Eso mismo dirán dentro de dos siglos, sin recordar tu nombre ni el mío. Los halcones ya están muy cerca; deseo que te encuentres en el faro, que tus mejillas encendidas sigan en su calidez, aquí tengo una de tus sandalias. Mañana, cuando bajes, espero que encuentres mi cadáver y te la pongas. Estoy seguro de que no te importará que esté machada como jitomate podrido, pañoleta de humedades cárdenas, mi última carta, a tus pies. Parece que el faro ha perdido su fuego. Los halcones se picotean unos a otros para obtener un poco de lo que fue tuyo.