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Alma Delia Murillo

19/08/2017 - 12:01 am

Niños grandes

Pero estoy convencida de que hay algo de niños eternos en nosotros. Cada mañana salgo a correr por ahí de las siete y, como bicho de asfalto, atravieso las calles esquivando el ajetreo matutino de los chilangos antes de llegar al bosque de Chapultepec.

Sólo Somos Niños Crecidos Pienso Cuando Por Fin Entro Al Bosque Y Corro Junto a Los Imponentes Ahuehuetes Y Me Digo una Vez Más Que Cuando Sea Grande Quiero Ser Un árbol Foto Especial

A ver si me explico: ni somos tan todo ni somos tan poquito.
Pero estoy convencida de que hay algo de niños eternos en nosotros. Cada mañana salgo a correr por ahí de las siete y, como bicho de asfalto, atravieso las calles esquivando el ajetreo matutino de los chilangos antes de llegar al bosque de Chapultepec.
Lo que veo durante los trayectos me hace andar a un ritmo que yo no dicto, me hace rozar con personas que se parecen unas a otras pero que no se tocan. Como el fenómeno de la timidez de los árboles, los eucaliptos o algunas coníferas que nunca alcanzan a hacer contacto con sus ramas.
Así que primero recorro un bosque de tejido humano, de gente que unos días me parece miserable y otras prodigiosa.

Bien peinados, algunos con el uniforme de adulto, todos con prisa. Los hay que caminan con andares de conquistador y otros que dan la impresión de estar desangrándose; invariablemente registro a uno o dos que habitan el auto como si se tratara de la silla imperial. O a los que montan la bicicleta como competidores del Tour de France.
Pero hay en todos un rasgo de niño sometido al horario de clases, alguna chica cuya sofisticación contrasta con su postura de rodillas chuecas; o las que paradas sobre unos tacones que parecen sobres diplomáticos o son todo un fetiche sexual, se aferran al bolso como si se tratara de la mochila de útiles el primer día del ciclo escolar.
Un barniz de desvalidos nos hace brillar. Desvalidos con cigarro, con un café en la mano, con la bolsita del sándwich entre los dedos, desvalidos dictándole órdenes al teléfono o anclados a un flamante auto adquirido a treinta y seis meses de pagos fijos. Desvalida yo, con mi porción de libertad metida en unos audífonos diminutos y un par de tenis con cápsulas de aire.

Son las siete de la mañana.
Las siete diez.
Las siete veinte.

Y la pátina vulnerable muta en notable desesperación. Ejemplares del segmento productivo con horario, alquimistas de los propios pesares y alegrías con límite de entrada a las ocho o a las nueve. Somos adultos con multa por retraso, con recargo por morosidad, con objetivo de ventas, adultos contra el paso del tiempo y la oxidación celular.
Tal vez las cuentas que creíamos saldadas siguen vivas, rojas, lubricando la existencia, provocando el movimiento o la parálisis, según. Esas promesas infantiles, ese pacto de obediencia que se tejió con el ADN. Esos pagos por la adultez a plazos fijos que parece que no van a terminar nunca.

Sólo somos niños crecidos, pienso cuando por fin entro al bosque y corro junto a los imponentes ahuehuetes y me digo —una vez más, que cuando sea grande, quiero ser un árbol.

@AlmaDeliaMC

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