Tan lejos y tan cerca como el azar que, a pesar de mandarlos por caminos diversos, los había llevado al mismo lugar, al mismo tiempo.
Ciudad de México, 19 de mayo (SinEmbargo).- Desde una patria a punto de esfumarse, dos familias de distintas regiones de Prusia, los Schipper y los Hahlbrock, huyen, junto con su pueblo, en un éxodo suscitado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Prusia existía separada de Alemania aunque no de su fervor nacionalista ni de las bombas que extinguen una vida y perdonan otra.
Las vidas de Arno Schipper e Ilse Hahlbrock, dos niños que sin siquiera conocerse ni saber lo que les deparará el destino en otras tierras, van junto a los suyos en un peregrinaje sin descanso. Buscan escapar de la destrucción, del hambre y de la muerte, pero es la esperanza de paz y del reencuentro, es el deseo de hallar un lugar donde echar nuevas raíces, lo que se les arraiga en el corazón.
Inspirada en hechos reales, Peregrinos es una novela conmovedora, humana, un extraordinario reflejo de los caminos imbricados, del destino ineludible. En el hilo de la mejor literatura contemporánea, la magnífica pluma de Sofía Segovia nos regala un punto de vista singular y emocionante de uno de los conflictos más estremecedores de la historia.
ILSE
Del 26 de enero de 1936 al 25 de marzo de 1938
1. La niña
En el primer soplo, la vida duele.
¿Cómo no llorar la primera vez que la luz lastima los ojos o la primera vez que se siente el roce seco del aire en la piel? ¿Cómo no llorar cuando los pulmones se llenan de oxígeno frío y desconocido, cuando los ruidos suaves que antes llegaban a los oídos inundados, llegan duros, sin filtros? ¿Cómo no protestar con energía cuando el mundo se torna infinito y no ayuda para contener el cuerpo, hasta ese día tan ajustado, tan sostenido, tan abrazado en la oscura suavidad del interior de la madre?
La niña empezaba a acostumbrarse a ello, y quizá hasta a disfrutar de la vida en brazos de su madre, cuando la llevaron a la iglesia a darle nombre.
Ese día en que todo estaba por venir, el agua bendita de su bautizo mojó con bendiciones su frente y regó el suelo de Prusia Oriental, cuando todavía existían ésta y su gente sin saber que tenía los días contados, sin saber que le esperaba un propio bautizo de fuego que borraría el nombre de esa tierra para siempre. Ese día y desde 1918, la orgullosa Prusia existía separada de su Alemania, no por voluntad propia, sino por castigo impuesto por el mundo. Y sus habitantes —incluida esa niña, nueva bautizada— se habían quedado en el ostracismo, como una astilla que se separa de su palo: eres, pero no; perteneces, pero casi te olvido. Existían lejos, pero en eterna añoranza de sus hermanos germanos al oeste; separados por mar, pero más por tierra. Lejanos, pero nunca relegando al olvido la patria, y con el profundo deseo de transitar con libertad por sus otrora tierras convertidas en frontera que los separaban, tierras que antes también eran Prusia y que ahora el mundo se empeñaba en llamar Corredor Polaco.
Ese día del bautizo de agua de la niña faltaba mucho para el de fuego, pero durante décadas por venir, el mundo dedicaría un gran esfuerzo para entender el orden de los sucesos, la importancia de las variables; exigiría a las grandes mentes y gastaría grandes recursos para analizar el origen de la culpa y la crueldad del culpable, de los culpables. También dedicaría selectos silencios para hacer olvidar lo intolerable del propio delito. Y prometería que todo lo acontecido nunca más volvería a suceder. Poco se hablaría de que ésa era una promesa fallida que ya se había hecho una ocasión anterior tras castigar al agresor, al perdedor.
A la niña para siempre le gustaría el nombre que le habían escogido, pero ese día, el pastor se lo derramó repentino, abundante, frío —porque desde siempre había sido imposible mantener tibia el agua de esa pila bautismal. Lo dejó caer sobre su frente tibia sin miramientos. El apelativo se adhirió a ella para siempre, gracias a esa agua y a miles de bendiciones, pero el golpe helado fue brutal y le arrancó a Ilse un grito que se convirtió en un llanto que no cesó sino hasta concluida la ceremonia.
Sus padres celebraron de manera sencilla como no pudieron hacerlo por el bautizo de su hija mayor sólo cuatro años antes. Cuánta diferencia hacen cuatro años, pensaron mientras ponían la mesa para seis invitados y mientras emanaba el delicioso aroma del ganso al horno. Qué lejana el hambre de su infancia y juventud. Qué bien escogido su canciller que había salvado a Alemania de la escasez.
Ese mismo día, muy lejos de ahí, Madame Titayna, periodista francesa, hacía al taciturno líder una rara entrevista para una revista de su país: «No hay un solo alemán que quiera la guerra. La última nos costó dos millones de muertos y siete millones y medio de heridos. Aunque hubiéramos sido los victoriosos, ninguna victoria hubiera valido la pena por ese precio», declaró él, y ella se regresó convencida a su país de que ni ese hombre ni ese pueblo representaban una amenaza para la paz.
Su canciller quería paz, y los padres de Ilse al igual que él. El mundo decía que la guerra anterior había acabado con todas las guerras. Era innegable que había acabado con ellos. Hartwig y Wanda Hahlbrock habían sobrevivido la ruina y la tragedia. Ahora lo único que deseaban, después de tanto sufrimiento, ya con esperanza, era ver a sus queridas hijas crecer felices, sin hambre y con paz. Y creían que con el Führer eso por fin era posible. Tres años de él, tres años de orden, tres años de su vida, tres años de trabajo, tres de por fin contemplar un presente sin hambre y un futuro promisorio. Y, por eso, una nueva y querida hija. Ilse.
Dos años y dos meses después, aunque no recordaba ni el dolor de su nacimiento, ni el del agua helada de su bautizo, Ilse ya era un cúmulo de pequeñas experiencias y conocimientos adquiridos, porque nunca se aprende tanto como en los primeros tres años de vida. Se aprende, se vive, pero no se recuerda haber aprendido o haber vivido.
En ese tiempo fue que Ilse conoció a la gente de su pequeño y aislado mundo; aprendió a distinguir el hambre y sus punzadas, pero también a tener paciencia y a esperar: el alimento llegaría, su madre se encargaría de ello; no había necesidad de llorar, porque ya había aprendido las palabras «tengo» y «hambre», entre muchas otras. En esos primeros años aprendió que el fogón da un calor sabroso a cierta distancia, pero que si se acorta, éste quema. Aprendió a erguirse, a caminar, a subir escalones y a bajarlos. Aprendió a nombrar las cosas. A nombrarse a sí misma: Ilse Hahlbrock, aunque el apellido todavía se le hacía un nudo en la lengua.
También aprendió a no llorar, porque lo único que conseguía con sus lágrimas era molestar a su madre, que siempre le decía: Ilse, nosotros no lloramos. Conoció el deseo por lo ajeno —pues la muñeca de su hermana le parecía más hermosa que la propia—, pero también aprendió a desprenderse de él y a conformarse con lo que era de ella sin protestar, pues tampoco así conseguía nada.
En ese tiempo aprendió también a temer a los gansos y a los perros, aunque nadie lo pudiera entender: Káiser, el único perro en su mundo, jamás se hubiera atrevido a asustarla, menos a lastimarla.
Pero a la niña no había manera de convencerla de ello.
—Si no muerde, Ilse. El Káiser es bueno, acarícialo.
Pero la niña tenía sus motivos para temer, aunque no los recordara ella y aunque nadie los hubiera atestiguado.
Y es que en una ocasión —una rara ocasión en que, pasados los dos años de edad, salió de su casa sin que su madre lo notara y sin que los hombres de la granja, ocupados en la labranza, la vieran deambular sola por ahí— Ilse se acercó al lago de los gansos, atraída por sus graznidos y por las ganas de ver a los bebés.
La noche anterior, su padre le había prometido que la llevaría pronto, pero Ilse no sabía cuánto tiempo era «pronto», y ese día le pareció que la promesa se la habían hecho hacía una eternidad, así que se decidió por ir, con planes de jugar con los polluelos y de cobijarlos bien: el agua del lago siempre estaba heladay si a ella no le gustaba nada el agua fría, creyó que lo mismo pensarían ellos.
Los gansos, padres nuevos, que de cualquier manera siempre fueron medio salvajes, no le dieron oportunidad de acercarse a su nueva familia, y mucho menos de jugar o de cobijar ni a uno solo de sus polluelos: al ver que la cría humana se acercaba, salieron agitando sus alas y sus patas sobre el agua hasta llegar a tierra seca. Luego corrieron en terreno sólido.
Ilse no era nueva en el mundo: ya sabía distinguir entre el «Ilse» suave que salía de los labios de su madre cuando lograba quedarse quieta un rato y la dejaba seguir con sus quehaceres en paz, o el «Ilse» que resonaba duro por la casa si se negaba a meterse a la bañera, a ir a la mesa en el instante en que la llamaban, a comerse entera la porción de salchichón que le había servido su madre, o al pelear con su hermana.
Sería por eso o porque en buen momento se activó por primera vez su instinto de conservación y supo con toda certeza que el graznido de los gansos no era un saludo de buenos días o de bienvenida, y que del peligro inmediato había que huir. Con un plomo en el estómago que apareció de la nada, Ilse se dio la media vuelta y, sin mirar atrás, corrió tan rápido como sus piernas de dos años y tres meses fueron capaces.
Al huir, su alarido quiso salir tan intenso, tan poderoso, que le cerró la garganta y se guardó mejor dentro de su pequeño cuerpo, para nunca más abandonarlo.
Ilse corrió en un silencio apretado, forzado. Si respiraba era porque no tenía remedio. Sabía —¿cómo sabría?— que los gansos eran más veloces que ella, que la alcanzarían, que la morderían, que le arrancarían la piel y hasta el cabello.
No se atrevía a mirar atrás.
—Schnell laufen —se pedía correr más rápido, sin que un solo sonido fuera capaz de mover sus cuerdas vocales—. Schnell, Schnell laufen!
Y ya sentía el aliento caliente de las furibundas aves en sus tobillos.
Entonces, de reojo, vio que el Káiser se acercaba a toda velocidad, enorme, imponente. De haber vuelto la mirada, habría visto al perro interponerse entre ella y sus atacantes alados para protegerla, pero no: ella, con la mirada fija hacia el frente, sólo sintió la cola del pastor alemán rozar sus piernas aunque ella, en su apuro, creyó que eran los grandes colmillos los que la habían alcanzado, por lo que al instante imaginó a éste unido a la jauría tras la presa, en complicidad con los gansos salvajes.
En su mente asustada, el gua, gua, gua de él se fundió con el hua, hua, hua de ellos. Y corrió más rápido.
Ilse se refugió en el granero, sorprendida de haber ganado la carrera, y ahí, en lo oscuro, dominó el ritmo acelerado del corazón. Se escondió sin hacer ruido y, con el paso del tiempo, la invadió un nuevo miedo que la hizo olvidar al otro: que la sorprendiera su madre con su duro «Ilse», con el que le hablaba cuando había sido niña mala como ese día. Nein, Ilse. Nicht allein —la palabra de su madre era la ley en la casa: sola no sales, Ilse.
Si no hubiera sido por su estómago, gran motivador, ahí hubiera pasado la tarde, y tal vez la noche entera. Pero éste la convenció, a fuerza de hambre, de que ya era hora de regresar a enfrentar lo que fuera, hasta al «Ilse» enojado de su madre. Y, porque cuando Ilse tenía hambre no podía pensar en otra cosa —y ya era hora de su pan tostado con mantequilla—, su mente olvidó lo que su cuerpo nunca pudo: la razón de su miedo a gansos y a perros.
Lo que a la niña le había parecido una eternidad, había transcurrido en sólo media hora. Su madre nunca se enteró de su ausencia, ocupada con el bordado de los delantales y fondos de sus hijas, al creerlas a ambas en la siesta. No hubo reclamos: hubo pan tostado con la cremosa mantequilla que hacían ahí mismo. Luego hubo juegos toda la tarde con Irmgard, su hermana que, al ser cuatro años mayor, se encargaba de entretenerla —y de que no saliera sola de la casa— mientras su madre cosía, tejía, bordaba, limpiaba o cocinaba.
Al llegar su padre, supo que ya era hora de la cena, y qué bueno: tenía hambre otra vez. Su madre le sirvió chucrut con salchicha de ternera, su favorita.
El Káiser, que sólo entraba a la casa por invitación de su padre, la miraba con intensidad, como si quisiera comerla, le parecía. Ilse, que para siempre tendría el grito guardado dentro de su cuerpo después de esa tarde, perdió el interés en su comida y se refugió en el regazo de su padre.
Y era cierto que el Káiser miraba con antojo, pero no a ella: miraba la salchicha, y casi con amor. Creía merecer un premio especial por ser el héroe, por haberla salvado, por interponer su cuerpo entre los gansos y el de la niña, por tener el cuero adolorido debido a los picotazos que habían alcanzado a darle los demonios emplumados durante la batalla campal.
Esperó con paciencia, pero la cena empezó y terminó sin que nadie, ni siquiera la niña, compartiera con él como recompensa por lo menos un mendrugo. No que a Ilse se le hubiera ocurrido y se hubiera atrevido a acercar su mano a ese hocico enorme y hambriento, sino que además para el final de la cena, a pesar de seguir con el estómago petrificado, la niña se había comido todo; ni una migaja de nada se había atrevido a dejar, porque, si su madre ordenaba: alles essen, ella se comía todo lo que le había servido, y sin chistar.
Nunca sabría que los eventos de ese 25 de marzo 1938 se habían guardado dentro de ella más como instinto que como memoria activa. Esa noche, al irse a la cama, Ilse no supo que, en cambio, ese día se quedaría grabado para siempre en la memoria de su gente, pero no porque una niña prusiana hubiese pasado un susto por unos gansos protectores de su territorio y familia, sino porque el dueño del destino de su tierra hacía más claras sus intenciones ante los germanos y ante el mundo en su visita a Königsberg.
ARNO 25 de marzo de 1938
2.EL NIÑO Y EL VUELO DE LAS BANDERAS
Era la primera vez en su vida que lo llevaban a Königsberg, pero eso Arno, a sus tres años que cumplía ese día, no lo sabía. Tampoco recordaría el trajín de preparativos para la jornada que la familia pasaría fuera de la pequeña granja familiar.
Ese día, nadie había tenido que despertarlo; era el más pequeño de cuatro hermanos y obedecía aún la regla que los bebés ya saben al nacer: el día en el hogar debe empezar cuando despiertan ellos.
Después de abrir el ojo ellos, la madre y luego el sol. Después de despertar ellos, el gallo que anunciaba el nuevo día y la vaca lechera que exige ser ordeñada. Después de ellos, el padre, para darle la mano a la madre que debía darle alivio a la vaca que, una vez despierta, no cesaba con sus mugidos. Después de ellos, con el aroma del desayuno preparado por el padre, el resto de la familia, aunque desearan dormir un poco más; aunque desearan que se les pegaran las almohadas o que, por lo menos, hubiera luz entrando por la ventana antes de tener que abrir el ojo.
Pero imposible: el nuevo día había llegado y con él, la alharaca de rutina en la pequeña granja de los Schipper.
Por supuesto, a sus tres años recién cumplidos, Arno ya no comenzaba su día con el llanto de sus primeras jornadas. Ése lo había dejado atrás, cuando había encontrado las palabras que necesitaba.
—Mutter! Vater! Ich möchte mein Frühstück!
Esa mañana había empezado igual que siempre: el pequeño de la casa que demandaba el desayuno, y los demás que deseaban un poco más de tiempo en la cama. Luego siguió con la rutina de una granja, pero con más prisa, y luego con más elegancia: vestidos de domingo aunque no lo fuera, pues ese día irían juntos a la ciudad.
—Es un día histórico y es tu cumpleaños, Arno —dijo Karl Schipper, el padre, mientras se abrochaban bien sus abrigos antes de salir.
25 de marzo ya, pero en esas tierras la primavera tardaba en darse por aludida, aunque no hubiera sido el invierno más crudo. Con suerte tendrían un poco de sol para mediodía. Con suerte no nevaría en el corto camino entre la granja y Königsberg, ni durante el regreso.
Arno se contagió con la excitación de sus hermanos mayores, que comprendían la ocasión mejor que él. Para Fritz, de ocho años, y Johann, de siete, que se creían viajeros veteranos, las promesas del día eran aun mayores que las que ya conocían y que disfrutaban cada vez que su padre los llevaba a la ciudad: las lujosas casas y edificios con sus grandes ventanales, las campanas de la catedral de Frauenburg, las calles empedradas, los siete puentes, los juegos en los jardines del Castillo del Lago; todo ahí les gustaba, pero ese atractivo palidecía ante la anticipación por el evento histórico del día. Y nunca lo creerían posible, pero en esa visita hasta olvidarían la gran tentación de los mazapanes de Schwermer en forma de fruta que habían probado aquella rara ocasión en que su padre tuvo a la vez dinero, tiempo y buen humor.
Pero, a pesar de creerse asiduos viajeros en comparación con Arno, al que creían un bebé y que nunca había salido de los alrededores de la granja, y en comparación con Helga, que, aunque era mayor, por ser niña su padre nunca la llevaba a sus trabajos como carpintero en la ciudad, tenían sólo ocho y siete años: por su edad, a Fritz y Johann el camino les parecía largo aún y cualquier cosa los distraía de las promesas del día. Lo que veían en el camino todavía salpicado por manchas de nieve se lo señalaban a Arno, al nuevo viajero, como buenos hermanos mayores y guías en esa expedición, y se movían con él de un lado para otro de la carreta: si no era debido a un gran buey a la orilla del camino, por el lado derecho, era por las borregas que bloqueaban el camino por el frente o por el perro muerto y en avanzado estado de putrefacción del lado izquierdo.
—¿Le viste los ojos, Arno?
Arno quería también verlo todo, pero su madre temía que cayera, y sabían que ella no debía exaltarse; que no debía esforzarse de más.
—Ven —le dijo Helga, su hermana mayor, sentándolo en su regazo—. Ya no te muevas.
Helga lo abrazó fuerte hasta que él se aplacó: eran los brazos más conocidos para él, los más confortantes. Su madre se sentaba a su lado cada noche para acompañarlo un rato antes de dormir, y le contaba cuentos, pero si no era su padre, era Helga, de diez años, la que siempre lo alzaba en brazos, la que lo metía a la cama, la que lo arrullaba si tenía alguna pesadilla, la que lo reprendía y lo bañaba. Ahí, en los brazos de su hermana, que alejaban el frío, se quedó dormido, arrullado con el vaivén rítmico de la carreta y por la eternidad que le pareció llegar a ese destino desconocido.
—Ya llegamos.
Helga lo sacudió para espabilarlo. Arno abrió los ojos y se puso alerta al instante. Alrededor de ellos, todo era bullicio. Nunca había visto tanta gente ni tantas carretas juntas. Su padre y su madre discutían.
—Si dejamos la carreta sola, nos la robarán.
—No. Hoy nadie se atrevería. Y con ella no podemos pasar más allá. Mira, todos hacen lo mismo.
Ese día los pobladores de las afueras de Königsberg habían llegado de visita y no había cabida en las calles amplias de la ciudad para que tanta carreta circulara o se estacionara. Era un día histórico y nadie quería perdérselo: la excitación se les veía en el semblante. Alrededor suyo, los otros visitantes acomodaban sus vehículos, unos al lado de los otros afuera de las murallas, lo más cerca que los caballos toleraran. Luego bajaban sus canastas o bolsas para andar el resto del camino. Lo mismo hicieron los Schipper, Arno a hombros de su padre, porque con este gentío te nos pierdes para siempre, mein Sohn.
Arno a veces se confundía, porque, si era el bebé que todos cuidaban, entonces ¿por qué los adultos que lo veían decían: ¡qué niño tan alto!? Si fuera alto, sería grande; sería el mayor. Y todos en su casa eran más altos que él. Si fuera alto, alcanzaría la mantequilla de donde su madre la guardaba en el anaquel. Si fuera alto, alcanzaría el caballo de madera que le había hecho su padre, cada vez que Fritz se lo arrebatara y, burlón, lo subiera tan alto como daba su brazo para que él no lo alcanzara. Si fuera alto, Fritz no se atrevería a hacerle esas bromas.
En los hombros de su padre, por primera vez, se sintió en verdad alto. Desde ahí podía verlo todo: las coronillas calvas de algunos hombres sin sombrero y alguna pluma en el sombrero de las señoras elegantes; le gustó ver que sus hermanos caminaban muy por debajo de él pues, ahí, en las alturas, fue él el primero en percibir una música que salía de entre las calles de la ciudad, como bienvenida para los visitantes. Volteaba para todos lados, ansioso de no perder detalle, sin importarle que su padre le dijera: No te muevas tanto, Arno.
Más carretas se aproximaban, y pensó orgulloso que su audaz padre les había ganado en la carrera con su veloz caballo.
Adelante, ya entre las amplias calles, tuvo la impresión de que todo era muro: desde la muralla que rodeaba la ciudad, hasta los edificios más grandes que hubiera visto. Miraba hacia arriba, sorprendido. Tan arriba, nunca había visto nada que no fueran las ocas al sobrevolar su casa que, ahora, después de ver las edificaciones de la ciudad, le parecía diminuta.
Con la mirada hacia lo alto, abría la boca, asombrado, pero entonces su padre le dijo: Sohn, cierra la boca porque se te mete una mosca. Y la cerró, pero ésta era terca y a veces se le abría sola otra vez, porque no sólo era el tamaño de los edificios y de las iglesias lo que lo sorprendía. Era que, de verdad, la ciudad parecía preparada para una fiesta: a donde volteara ondeaban banderas como alas rojas pintadas de blanco y negro, grandes, pequeñas y gigantescas, alzándose hacia el cielo ayudadas por el viento.
Mujeres vendían, animosas, flores y banderas del tamaño ideal para sus pequeñas manos. Y deseó una. —Papa, ich möchte eine Flagge! —Nicht jetzt. Ésas eran las palabras más frustrantes que Arno conocía: «Ahora no». Ahora no puedes comer galleta. Ahora no puedes jugar. Ahora no grites. Nicht jetzt. Ahora no comas tu pan. Ahora no puedes tener la linda bandera que tienen los demás. Ahora no, ahora no. A sus tres años, Arno ya estaba cansado de ellas, pero sabía que…
Sofía Segovia, nació en Monterrey. Estudió comunicación en la Universidad de su ciudad natal. Es autora de El murmullo de las abejas (Lumen, 2015), novela con la que ha conquistado el aplauso de la crítica y el público. Vive en Monterrey con su esposo, sus hijos y sus tres mascotas. Sin el barullo alegre que logran entre todos, no podría concentrarse para escribir.