Alma Delia Murillo
19/04/2014 - 12:16 am
¿En qué mundo vives?
Para Luz, que no deja de preguntar Para portar el título de humano hay que ganárselo, realmente lo creo. Ser humano no es cosa que se reduzca al código genético, al menos en eso coinciden la ciencia, la religión y la filosofía. Llevamos casi un siglo instalados en el cinismo como actitud, (no como corriente […]
Para Luz, que no deja de preguntar
Para portar el título de humano hay que ganárselo, realmente lo creo.
Ser humano no es cosa que se reduzca al código genético, al menos en eso coinciden la ciencia, la religión y la filosofía.
Llevamos casi un siglo instalados en el cinismo como actitud, (no como corriente filosófica); consecuencia lógica de la ruptura de valores absolutos, me parece. Cómo chingo con el tema pero lo diré una vez más: he ahí la muerte de Dios como valor absoluto de la que hablaba el filósofo Nietzsche, no se trataba de una blasfemia en sí misma o de un asunto religioso, lo que Nietzsche preveía en su extraordinaria capacidad de observación de la conducta humana era nada menos que los tiempos posmodernos y la ausencia de estatutos regidores. La falta de códigos basales y fundantes es lo que nos ha entregado a los hábitos de consumo y creencias pasajeras como ovejas llevadas al matadero.
No hemos dejado estructura anclada en su sitio ni títere con cabeza, ahora todo es relativo: la edad –acuérdense que los 40 son los nuevos 30-, el género –ya no nos limitamos a masculino o femenino- , las figuras arquetípicas del padre o la madre –padres por catálogo de inseminación y madres por fecundación in vitro, la postergación de la reproducción hasta edades antes impensables o simplemente el rechazo a la paternidad y la maternidad.
No me quejo, no lo critico: nomás le doy unas pinceladas al panorama para enmarcar las coordenadas de nuestra actualidad tan multi pluri poli variopinta.
Todo cambió alrededor de los valores fundacionales: la idea de Dios, la del Padre y la Madre, la de la pareja, la del ciclo de vida y hasta la de la alimentación que ahora no es un tema esencial de sobrevivencia sino que se ha convertido en un mix and match de posturas y militancias políticas, ecológicas, obsesivamente saludables y estéticas.
Y vuelvo a repetirlo, no me quejo ni lo señalo como negativo pero lo observo y sé que aunque es muy temprano para hacer el balance que sólo podrá contarse en análisis históricos, sí podemos observar síntomas que deberían decirnos algo.
Así que en este barrido de límites, reacomodo de ciclos, cambio climático, cocina fusión de creencias y formas de pararnos frente a la existencia, hemos ganado pero también hemos perdido.
De entre todas las emociones que afinan el espíritu hay una que veo en franco peligro de extinción: compasión se llama. Suena súper retro, ya lo sé. Si les gusta más la palabra empatía vamos a dejarlo en esos términos.
Tengo el hábito de obligarme a no mirar el teléfono celular durante la pausa de la luz roja en el semáforo cuando voy conduciendo, empecé haciéndolo por una motivación mezquina: quería evitar a los limpiaparabrisas cuya estrategia consiste en aprovechar la distracción del automovilista para soltar el chorro de agua enjabonada sin previo aviso y ponerse a lo suyo. Estoy jodida, sí.
El caso es que con el tiempo se ha convertido en otra cosa, no miro el celular durante los altos porque he aprendido a observar el espectáculo de realidad que se monta alrededor mío durante esos sesenta segundos de luz roja y no quiero dejar de mirarlo. Cuento entre quince y veinte personas tratando de ganarse la vida en ese momento, no exagero, hagan su propio inventario y pronto se descubrirán como yo reconociendo limpiaparabrisas, vendedores de chicles y cigarros, de fundas y cargadores de teléfonos, de mangas con tattoo para evitar que el brazo se queme bajo el sol, vendedores de agua embotellada, de alegrías, mazapanes y palanquetas, de gorditas de nata, tragafuegos, percusionistas, malabaristas, vendedores de pañuelos desechables, payasos infantiles y rostros lacerantes.
Y más, mucho más.
Seamos honestos, es incómodo mirarlo. Luego de un rato cambio el foco y me concentro en los automovilistas, la estrategia es la misma en todos los casos: indiferencia, mirada lejana, vista en el horizonte, construcción imaginaria de la cuarta pared que hace desaparecer al interlocutor de en frente. Todos extraordinarios ejecutantes.
Si los vendedores ambulantes, mendigos y niños de la calle tuvieran cuenta de Twitter o de Facebook, ¿correrían con otra suerte?, ¿algún extraño dispositivo interior dispararía nuestra conciencia colectiva y nos haría considerarlos como una buena causa a la que apoyaríamos tanto como la de los perros en adopción, los árboles bajo amenaza de ser talados, las especies animales en peligro de extinción?
Sí, podemos reclamar furiosos la labor del Estado, señalar la limosna como uno de nuestros peores vicios sociales, cuestionar desde una perspectiva sanitaria si contribuir con estas causas no hace sino empeorar la situación. Ya, todos tendrán razón pero mi punto no tiene que ver con modelos económicos ni políticas de Estado, hablo sólo de una cosa: la compasión.
Y aquí vuelvo a donde empecé, el cinismo como síntoma de que alguna extraña enfermedad social estamos cultivando cuando tiene más capacidad de convocatoria salvar a un perro o a un árbol que voltear a mirar al niño que tenemos delante mientras esperamos en el semáforo.
¿En qué mundo vives, Luz Elena? Se preguntó mi amiga hace algunas noches mientras cenábamos en un restaurante italiano y lamíamos nuestras heridas de treintonas autosuficientes y emancipadas. Se lo preguntó antes de contarnos que había estado en la Comunidad de Diagnóstico Integral para Adolescentes Varones que es un centro de recepción de jóvenes entre doce y dieciocho años de edad esperando la resolución de un juzgado por haber cometido algún delito casi siempre relacionado con el uso de alcohol, drogas o robo menor. Niños de doce años, sí.
Luz Elena fue en representación de la Asociación Civil Teatro Cabaret Reinas Chulas A.C. a impartir una plática sobre los estereotipos de género para hombres.
“Ahí estaban, atentos, con sus ojitos asustados, mirándome sin distraerse y diciendo a todo que sí, muertos de miedo esperando su sentencia”.
¿En qué mundo vives, Alma Delia?
¿En qué mundo vivimos cada uno de nosotros y de qué están hechas sus paredes que a veces somos incapaces de mirar a los mundos vecinos?
@AlmaDeliaMC
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