Benito Taibo
19/01/2014 - 12:00 am
Frágil. Manéjese con cuidado
–¡Cómo qué se murió! ¿Pues cuantos años tenía? –Sesenta. –¡Tan joven, qué pena! Este diálogo lo he escuchado cientos de veces en los últimos tiempos. Las únicas variaciones son el motivo de la muerte y la edad del que muere. Pero sea cual sea esa edad, el que escucha la fatal noticia, dirá una y […]
–¡Cómo qué se murió! ¿Pues cuantos años tenía?
–Sesenta.
–¡Tan joven, qué pena!
Este diálogo lo he escuchado cientos de veces en los últimos tiempos. Las únicas variaciones son el motivo de la muerte y la edad del que muere. Pero sea cual sea esa edad, el que escucha la fatal noticia, dirá una y otra vez “tan joven” porque nuestros parámetros y las expectativas de vida han cambiado sustancialmente.
Antes una persona de sesenta, era considerada literalmente anciana, aunque los políticamente correctos de nuestros días los quieran llamar “adultos mayores en plenitud”. No me queda muy claro a qué plenitud se refieren, porque sé a ciencia cierta y carne propia de los deterioros inevitables que hace el tiempo en el cuerpo y en la mente y no se los recomiendo a nadie. A pesar que por dentro tengo a un adolescente de 17 y me lo creo, cada vez que intento hacer una de esas cosas sencillas que hacía a esa edad (como saltar alegremente por encima de una bardita de un metro) mi magullado cuerpo de 53, me devuelve a la triste, inhóspita, jodida realidad.
Así que, de un tiempo a esta parte, sólo salto bardas dentro de mi cabeza. Cuando están allí, físicamente inevitables, las rodeo elegantemente mientras recito algún soneto de Quevedo, para distraer a los que vienen conmigo y sí pueden saltarlas, pero que ante el embrujo mágico de las palabras prefieren rodear conmigo para no perderse de su magia.
Hoy los avances médicos y ciertas prevenciones en eso que se llama “estilo de vida” han logrado que la juventud se alargue de manera aparente aunque el envejecimiento siga siendo el mismo y nuestro tiempo sea finito.
Y sin embargo, a mí me queda claro que no quiero dejar a la posteridad un cadáver sano, así que seguiré viviendo como vivo.
Da igual que el muerto tenga ochenta o sólo dos años, el tema que quiero tratar hoy es el de la fragilidad que acompaña al ser humano y de la que tantas veces no nos damos cuenta.
Cito a Jorge Manrique en las “Coplas a la muerte de su padre” donde dice:
Recuerde al alma dormida,
avive el seso y despierte, contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte tan callando.
Y siempre me estremezco.
Porque la muerte es un animal inevitable, silencioso, traidor y rastrero. Y que llega cuando uno menos se lo espera, tan callando…
No es esta una columna trágica, como pareciera a simple vista.
Es sencillamente un recordatorio cariñoso de la inminencia de la aparición de la dama en cuestión, y de la urgente necesidad (por lo menos mía) de dejar de preocuparse por lo fútil, lo aparente, lo superfluo, y empezar a ver alrededor con esos ojos llenos del asombro que todos merecemos.
Así que me estoy haciendo tardíamente, unos cuantos propósitos de año nuevo que con gusto comparto.
En vez de mi estado de cuenta, veré más atardeceres.
Comeré lo que quiera, cuando quiera, con quienes quiera. Sin remordimiento (aunque confieso que éste propósito es fácil de cumplir).
No contaré mis niveles de colesterol, y sí, más historias.
Leeré sólo lo que me guste y dejare a medias, sin piedad lo que no.
Le diré a mi mujer, todas las veces que pueda, que la amo.
Veré más a mis amigos para reírme, jugar, beber con ellos. Evitaré a toda costa al enemigo.
Dejaré de quejarme (excepto cuando duela mucho).
Jamás me fotografiaré en tanga o sonriendo junto a animales muertos.
Me reiré de mí mismo (con benevolencia) y de todos aquellos que lo merezcan (con malevolencia).
Pondré en mi mesa un letrero que diga: “Tempus fugit” (El tiempo es fugitivo).
Y si me animo, me tatuaré en alguna parte del cuerpo “Frágil. Manéjese con cuidado”, para que todos lo sepan.
Y para ustedes amigos, vaya en este año nuevo que pinta difícil, un abrazo gordo como yo mismo.
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