El trabajo de la prensa pasó a estar totalmente controlado por el crimen organizado, coludido con autoridades locales. Nada se podía publicar sin el aval de los capos.
Por Klarem Valoyes Gutiérrez y Eduard Ribas Admetlla
Bogotá, México, 18 de diciembre (EFE).- «Hace dos meses, alguien puso precio a mi cabeza«, cuenta afligido Omar Bello. Este periodista vive escondido en la Ciudad de México desde 2017, cuando huyó de las amenazas del narcotráfico en el sureño estado de Guerrero. El miedo persiste hoy.
Y es que a pesar de la pandemia, la violencia sigue desangrando a México y a la región.
La historia de Omar, de 45 años y larga cabellera, transcurre en paralelo con la degradación de la seguridad en su país. En la zona costera de Guerrero, donde trabajaba como fotorreportero de sucesos para medios locales, comenzaron los enfrentamientos entre cárteles en 2005 y se agravaron cuando el Presidente Felipe Calderón (2006-2012) les declaró la guerra.
El trabajo de la prensa pasó a estar totalmente controlado por el crimen organizado, coludido con autoridades locales. Nada se podía publicar sin el aval de los capos. «Si no lo hacía era como ponerme una AK-47 y volarme los sesos. Yo tenía que pedir permiso, tenía que preguntar si salía o no alguna cosa. Es algo muy frustrante», rememora a EFE.
Tras sufrir dos secuestros y «un sinfín de amenazas» la situación se volvió insostenible. En 2017, un amigo policía le sopló que el narcotráfico había ordenado a la corporación de seguridad atraparlo y matarlo. Huyó de inmediato dejando a su familia atrás.
«Te voy a hacer pedacitos hijo de tu puta madre», le profirió por teléfono un capo a Omar mientras este escapaba a la Ciudad de México. Se había acogido al mecanismo gubernamental de protección para periodistas, que le «salvó la vida».
«Si me hubieran dejado allá, yo sería uno más de la estadística hoy», cuenta el reportero, quien todavía es buscado por los criminales.
LA VIOLENCIA NO SE CONFINA
Este mecanismo es ahora una de las víctimas colaterales de la COVID-19. El Gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador lo suprimió junto a varios fondos dedicados a la protección de los derechos humanos para ahorrar recursos frente a la crisis económica derivada de la pandemia.
Y esto, a pesar de que el mismo Ejecutivo ha contabilizado este año 19 asesinatos de periodistas, el mayor número en la última década.
La violencia contra reporteros, sin embargo, es una de las tantas caras de la violencia en México, país que en 2019 batió todos sus récords con 34 mil 608 homicidios dolosos y mil 012 feminicidios. Y a pesar de los meses de cuarentena, 2020 va en camino de superarlo.
«Uno pensaría que los niveles de violencia iban a disminuir (…) pero lo que hemos visto es que estos índices no han cambiado, y en algunos casos se han venido a exacerbar», explica a EFE la directora de Amnistía Internacional para las Américas, Érika Guevara Rosas, sobre la violencia en plena pandemia en la región.
El coronavirus, que durante varios meses ha tenido a América como foco rojo de contagios y muertes, llegó «en un momento en que la región atraviesa grandes retrocesos en materia de derechos humanos», apunta la activista.
El año pasado, estuvo marcado por protestas masivas que exigían mejores condiciones de vida y que muchas veces fueron reprimidas. Y lejos de mejorar, en 2020 se aplicaron confinamientos forzosos en países como El Salvador, Venezuela y República Dominicana que «bajo el nombre de la protección a la salud terminaron violentando a los derechos humanos».
Además, según Amnistía Internacional, la pandemia ha evidenciado «las carencias que han tenido los Gobiernos históricamente» al no poder frenar la violencia contra las mujeres en países como México, Ecuador, Perú y Uruguay, o contra comunidades vulnerables en Colombia, un país desangrado este 2020.
LAS MASACRES VUELVEN A COLOMBIA
Más que aflorar una violencia oculta, el coronavirus reveló la vulnerabilidad extrema de las regiones colombianas azotadas por el conflicto armado que este año vivieron un derrame incontrolable de sangre con el asesinato de más de un centenar de líderes sociales y políticos, al menos 70 masacres y el homicidio desde noviembre de 2016 de 245 firmantes del acuerdo de paz entre el Gobierno y la antigua guerrilla de las FARC.
El silencio de los fusiles entregados hace cuatro años no germinó en el cese de las hostilidades contra la población civil. Colombia vivió en 2020 el asentamiento de otros grupos ilegales y residuos de la guerrilla que se siguen batiendo a muerte para agregar a su botín el control de zonas estratégicas para negocios ilícitos, principalmente relacionados con el narcotráfico.
«Hay una reorganización de grupos armados irregulares, paramilitares y guerrillas, incluida el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y algunas fracciones de disidencia de la exguerrilla de las FARC que lamentablemente siguen poniendo en altísimo riesgo de violencia a comunidades», explica Guevara sobre el país suramericano.
Esa reconfiguración de la violencia fue mucho más evidente durante los primeros meses de la emergencia sanitaria cuando las bandas criminales impusieron sus propias medidas de contingencia contra la pandemia a través de amenazas e incluso el asesinato de líderes comunitarios para horrorizar a sangre y fuego a las comunidades.
«Hay unas dinámicas de violencia que anteceden a la pandemia, que durante la pandemia se vieron afectadas hacia la baja o hacia generar más espacios de control para los actores armados ilegales que empiezan a utilizar su poder territorial para aplicar medidas de control sanitario», expone a EFE la directora de la Fundación Ideas para la Paz, María Victoria Llorente.
Amnistía Internacional ha documentado más de 16 mil víctimas de desplazamiento forzado masivo y más de 50 mil personas confinadas en sus territorios por el terror con el que se ensañaron los grupos armados, además de 300 personas asesinadas en las masacres.
Un panorama que, en palabras de Guevara, empeora porque en Colombia «falla la voluntad política del Gobierno del Presidente Iván Duque para atender de fondo las causas estructurales de esta violencia».
REPRESIÓN EN LUGAR DE SEGURIDAD
En medio de este violento contexto, la tensión social estalló en las calles de Colombia por la muerte en Bogotá de Javier Ordóñez a manos de dos agentes de Policía en la madrugada del 8 de septiembre.
El crimen desató violentas manifestaciones que hicieron arder a la capital colombiana y a la vecina localidad de Soacha. En las movilizaciones murieron asesinadas otras 13 personas.
En junio, fue México el país que se indignó por la brutalidad policial tras la muerte del joven Giovanni López a manos de agentes por presuntamente no llevar cubrebocas. Y en octubre, la Policía del paraíso turístico de Cancún disolvió a tiros una manifestación contra los feminicidios, en un país donde cada día son asesinadas 10 mujeres.
Amnistía Internacional ve con preocupación no sólo el «uso excesivo de la fuerza para el control de manifestaciones sino también por el control de los territorios que han sido expuestos a esta violencia».
En México, «paradigma de la militarización» en la región desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico, López Obrador formalizó legalmente este año la presencia del Ejército en las calles, a pesar del preocupante historial de los soldados en violaciones a los derechos humanos.
SIN ACCESO A LA JUSTICIA
La lideresa social Yaneth Mosquera no olvida el atentado con explosivos que sufrió el pasado julio y del que salió ilesa en el convulso departamento colombiano del Cauca.
A pesar de haber presentado ante la Fiscalía General más de 400 denuncias por las amenazas que ha recibido, estas no han evitado que ella y otros activistas del suroeste de Colombia sigan siendo «blanco» de ataques.
«Como somos independientes, somos un blanco fijo para estos delincuentes. Cuando pedimos garantías integrales no nos referimos a un vehículo, no son dos hombres. Las garantías tienen que ser para que uno como líder social pueda llegar a los territorios y las comunidades con una voz de aliento y apoyo», advierte a EFE.
Mosquera, quien dice estar segura de que cualquier día la van a matar, sigue en la mira de bandas criminales por su oposición al reclutamiento de menores de edad en el sur del Cauca, uno de los departamentos con más cultivos de coca.
Su labor de liderazgo se ha visto empantanada por las restricciones de movilidad que supuso la pandemia. Las comunidades, atemorizadas por la represalias de los actores armados, dejaron de hablar con confianza sobre la situación en su territorio y se negaron a contribuir con información por teléfono.
«Podemos estar conectados virtualmente pero sí se genera una condición de aislamiento muy profundo porque en la realidad las comunidades siguen sufriendo pánico económico y se ven a merced de estos grupos armados ilegales», señala Llorente sobre «la impotencia y frustración» de las organizaciones sociales por las limitaciones que enfrentan para acceder a la Justicia, un reto común en toda la región.
EL TEMOR AL OLVIDO
Tras seis años de su desaparición, las fotografías de los 43 estudiantes cuelgan en la humilde escuela para maestros de Ayotzinapa, en el sur de México. «¿Dónde están?» es la pregunta sin respuesta que sigue resonando en las aulas.
El Gobierno de López Obrador reabrió la investigación de este caso que conmocionó al mundo y al que su predecesor, Enrique Peña Nieto, había dado carpetazo asegurando que fueron asesinados e incinerados por narcotraficantes.
Este 2020 se dieron algunos pasos para no dejar el caso impune. Se identificaron los restos de uno de los estudiantes y por primera vez fue arrestado un militar presuntamente vinculado. Pero las suspicacias subsisten en un país en el que no se resuelve el 99 por ciento de los delitos.
Así lo ve un estudiante de la escuela de Ayotzinapa que prefiere mantener su identidad en el anonimato. Con una camiseta del subcomandante Marcos, advierte que a los arrestados se les imputan cargos por narcotráfico, pero no por la desaparición forzada de los 43. Y cada año que pasa, más lejos ve la justicia.
«Es como una cuestión de miedo que nuestros compañeros se queden en el olvido, porque para nosotros nunca se van a olvidar, pero para la sociedad vemos que se están olvidando, ya se ve como normal».