Alma Delia Murillo
18/10/2014 - 12:01 am
Un demonio llamado Ansiedad
Existe un universo de personas con una imposibilidad fisiológica para la calma. Yo soy una de ellas. Por más que el exterior y los habitantes del exterior repitan una y otra vez que no va a pasar nada, por más que un coro cante el estribillo infinito de no va a pasar nada; dentro está […]
Existe un universo de personas con una imposibilidad fisiológica para la calma. Yo soy una de ellas.
Por más que el exterior y los habitantes del exterior repitan una y otra vez que no va a pasar nada, por más que un coro cante el estribillo infinito de no va a pasar nada; dentro está ocurriendo algo. Una tormenta, el pánico, la locura, el infierno. Un león que te persigue, un abismo que se abre, la sensación de que estás sin estar; de que la realidad, por más palpable y presente que sea, para ti es brumosa, lejana, desenfocada.
Hay que hacer un esfuerzo agudo para controlar la temblorina en las manos, en el mentón, el sudor repentino, el dolor en el pecho. Hay que comprender, después de muchos años y visitas a incontables cardiólogos y endocrinólogos, que tu corazón no está fallando, que ese dolor en el esternón no es el presagio fatal de un infarto al miocardio y que todo lo que le ocurre a tu cuerpo durante los accesos de pánico, no es una falla meramente hormonal o glandular.
La ansiedad es difícil de poner en palabras definitorias y por eso debo recurrir a la explicación mediante el no.
Lo que no es la ansiedad es una preocupación pasajera por motivos específicos como algún problema económico, de salud o una eventualidad inesperada.
Tampoco es una variante quejosa del rasgo de carácter que muchos llaman «angustioso».
No es ponerse nervioso ante situaciones estresantes; es decir, la ansiedad tampoco es estrés, es algo incluso peor.
La ansiedad es un monstruo que habita muy dentro y que tiene la espeluznante cualidad de hacerse más grande que quien lo contiene, que quien lo aloja. El día que el engendro crece de esa manera, te come. Y salir de dentro de él es una dolorosa proeza, acaso comparable a la de Jonás para escapar del vientre de la ballena.
Y aún más devastador que el tamaño expandible del monstruo, es el hecho de que es un acompañante vitalicio, es demoledor el día que asumes la tremenda certeza de que no se irá nunca.
Mi trastorno de ansiedad me llevó, hace más de diez años, a buscar ayuda porque no podía comprender ni nombrar lo que me pasaba. Así comencé un proceso terapéutico de corte psicoanalítico que duró siete años. La primera vez que me senté frente a la que sería mi analista yo no podía hablar; de la nada una especie de intoxicación me cerró la garganta, moqueaba, estornudaba y escurría lágrimas que yo atribuía a alguna alergia que se había hecho manifiesta de pronto.
Desde ese día hasta ahora el proceso ha sido largo, a ratos desesperanzador y frustrante para mí y para quienes me rodean el corazón (los que me rodean más lejos por lo regular no se enteran porque los ansiosos aprendemos a pretender que somos dueños de una tranquilidad, un aplomo y una seguridad notables para sobrevivir, no es más que un obligado mecanismo de defensa).
Pero recorriendo este vía Crucis, nunca mejor dicho, he aprendido dos cosas fundamentales: la más importante es que se puede, luego de muchos años de amasar el alma, conseguir que el miedo y la ansiedad no paralicen; que se puede domar a las bestias para llevarlas marchando bien alineadas hacia donde la voluntad les guíe. Toma la vida, se pagan mordidas, arañazos, fracturas, soledades y contusiones severas, cuesta partirse en dos mitades o en ocho octavos, a según. Pero se puede.
Y la segunda cosa, también vital, que esta condición de mierda -nunca dejaré de insultarla porque es verdaderamente horrible- me ha enseñado, es que no soy la única, que somos legión.
Aunque nunca dejaré de sentir cierta vergüenza, cierto pudor desequilibrante por ser así, por vivir con esto; he comprendido que no estoy sola, por eso lo comparto, porque saber que somos muchos también es un bálsamo, una potente dosis de ternura que resuena, de compasión solidaria que ayuda para no rendirse.
Así que aquí estoy, siguiendo el ejemplo de Scott Stossel, que recientemente ha publicado el libro Ansiedad bajo el sello Seix Barral, y luego de leer a tantos escritores que se sumaron «confesando» su condición (entre ellos Rosa Montero y Elvira Lindo) a partir del texto de Stossel porque creo que es vital encontrar pequeños filtros para la esperanza.
Stossel hace un recorrido extensísimo por el tema a partir de su propia experiencia como ansioso legendario y pasa por la perspectiva clínica, filosófica, psicológica; cita uno y otro caso de personas y personajes que han sido mordidos a dentelladas por esta, repito, condición de mierda. Y luego de leerlo, yo, como todos, termino pensando: qué bien me hubiera hecho que hace un par de décadas alguien me dijera que no estaba sola, que no me iba a volver loca, que no me iba a morir cada vez que se presentaba una taquicardia o un episodio de desconexión.
A la mejor del otro lado de la pantalla hay un solo lector o lectora que sabe con una precisión dolorosa de lo que hablo. Y escribo por eso, para que él o ella sepa que somos muchos, que hay maneras de aprender a convivir con esto y que, a ratos, hasta se viven largos periodos de paz aunque sólo sean temporales.
He encontrado mis propios diques para no desestructurarme, para no romperme: el amor, escribir, ir a una terapia, mantenerme acompañada, trabajar con pasión y correr. En ese orden.
La ansiedad te puede llevar de una enfermedad inexplicable a la otra, de un trastorno alimenticio al otro, del insomnio al agotamiento; te puede llevar a alejarte sistemáticamente de las ventanas en los pisos altos y las terrazas porque aunque ames la vida y no concibas pensamientos suicidas, el temor a que el diablo te dé un empujón siempre estará latente. La ansiedad te puede llevar por una larga ruta de perdones y disculpas que vas ofreciendo a los que amas cada vez que se te sale el demonio. Es horrible debatirse entre el miedo a que los demás te dejen de querer y el miedo a permitir que el demonio te consuma por dentro sin que puedas, cada tanto, darle una salida aunque no siempre sea de lo más elegante ni airosa. Y ahí vamos, intentando que la ola no nos revuelque a voluntad.
Sobre las causas de la ansiedad hay mucha luz pero también, y eso siempre es directamente proporcional, mucha sombra.
Si es hereditaria por vía genética o porque se ha aprendido la conducta ansiosa del padre o de la madre, en mi caso, que la pobre tuvo que pelear batallas sobrehumanas para sacar adelante a ocho hijos ella sola y en condiciones precarias; dos de mis hermanas y yo, luego de años, hemos compartido abiertamente padecer esta misma pesadilla -miren si no será vergonzante y absolutamente solitario sentirse así que incluso para ventilarlo entre hermanos lleva décadas-, y ahora noto algunos de los síntomas en uno de mis sobrinos cuya hermosa sensibilidad y creatividad parten el corazón.
Si la ansiedad viene de una experiencia traumática que se implanta en la amígdala cerebral y te deja jodido el procesador para distinguir los peligros reales de los imaginarios, si te fallan las descargas eléctricas de las neuronas, si bioquímicante el ingrediente más extraño falta en tu mix personal y la serotonina o la dopamina escasean… no se sabe. Pueden ser todas o ninguna y el panorama es abrumador.
De entre todas las características que nos hacen diferentes a unos de otros, la principal es el color del alma. La primera vez que me hice consciente de que algo andaba mal con mis niveles incapacitantes de ansiedad, tenía diecinueve años y me moría de vergüenza. Exhalo.
Diecisiete años después puedo decir, a pesar de todo y de tanto, que el color de mi alma ansiosa y temerosa no es motivo de deshonra, pues el pantone de colores es infinito cuando del espíritu humano se trata.
Escribo para que sepas que ni mi color ni el tuyo están mal, si has vivido en carne propia esto que hoy he contado.
@AlmaDeliaMC
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