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Antonio Calera

18/07/2020 - 12:01 am

Vuelta al alimento

Nos encontramos, en cambio, haciendo equilibrismo y malabares sobre caballos cojos y elefantes famélicos.

Vamos a Los Anafres Que Hicieron Las Lenguas De Fuego De Nuestra Cultura Foto Juan José Estrada Serafín Cuartoscuro

Por Melisa Arzate Amaro y Antonio Calera-Grobet

Las grandes guerras, las sequías, las hambrunas y las epidemias, han modificado nuestra relación con la comida. No sólo a partir del surgimiento de nuevas y obligadas maneras de comer, digamos recetas que ante la carestía o la indisponibilidad de ingredientes, nos han obligado a diseñar nuevos platillos (que luego de que se han quedado en los recetarios familiares y nacionales), sino que se han precisado nuevas poéticas del comer: tuvimos que enunciar desde cero lo que para cada pueblo significaba el alimento en términos prácticos, pero sobre todo en términos simbólicos, estéticos y emotivos, es decir, culturales.

Las emergentes versiones o definiciones de las culturas que superaron tales crisis, infligieron su herida al lenguaje de la comida y se convirtieron en tradición como sustrato incandescente y magma de los territorios. Cada platillo no era tal, levitó. Pasó de ser una cosa sobre un disco de madera o cerámica sobre la mesa y se volvió una figura más que retórica, una médula indispensable para contar la historia de una cultura y un morfema para deletrear el porvenir. Nos llega ese hoy: no se trata de una lectura sesuda de un pasado remoto idealizado o más reciente que, por su proximidad, aún nos duela; tampoco tenemos tiempo que perder en calcular la sintaxis precisa para las recetas venideras, esas que hospedan las mesas de las nuevas genealogías tejidas por nuestra descendencia. Nos encontramos, en cambio, haciendo equilibrismo y malabares sobre caballos cojos y elefantes famélicos, en la cresta de un géiser mediático, falsamente nostálgico y presa de la publicidad más gore, producto del hervor de un agua entibiecida que nos tiene suspendidos en la más dura de las crisis epidemiológicas que haya imaginado la humanidad contemporánea.

Claro que sabemos que otros tiempos fueron peores, más duros, con menos ciencia y más ignorancia, pero lo que hoy tenemos nos hiere, nos separa, empobrece, mutila y deja tras de sí la espesa estela de la incertidumbre: ¿Cuál? La de que mañana podamos respirar, si quiera, el aire que atraviesa nuestras ventanas y cruza el umbral de las puertas que mantenemos cerradas para aquél que nos sea extraño. Quienes pudimos hacerlo, nos hemos mantenido enclaustrados en nuestras casas, a piedra y lodo, cocinando alimento para el alma y el cuerpo, y preparando con más detenimiento y suspensión, comida para los que amamos o quienes necesitan consuelo. Somos absolutamente privilegiados y ese sentimiento, aunque lejano a la culpa, es demoledor porque subraya la imposibilidad de los otros que han tenido que arriesgar la vida yendo a conseguir unos pocos pesos para alimentar a sus familias y apenas sobrevivir. Cala la desigualdad.

Aunque de a poco vayamos pisando la realidad con titubeos, nos atrevamos más rápido o más lento a acudir a los espacios que abran sus puertas. Todos sabemos de cierto que no somos los mismos y, probablemente, nunca más lo seremos. Quisiéramos abrazarnos, pero tememos unos de los otros, nos imaginamos como potenciales focos de contagio y no queremos morir. No aún, al menos. Nos hallamos, pues, en un momento de contradicción, si no esquizoide, al menos sí binario y dicotómico, donde sabemos con certeza que lo que pase del otro lado del orbe nos impactará directamente: lamentamos el fracaso de casi todos los caminos elegidos pero quisiéramos que el nuestro fuera al menos claro; tememos los rebrotes que comienzan a hacerse evidentes en otras latitudes porque presagian los propios con un desfase de algunas cuantas semanas. Y, además, vivimos en un cortoplacismo paranoico que es ya la única temporalidad en la que contemplamos el horizonte. El encierro nos ha conducido a la crisis ontológica y nuclear, pero persiste en la psique algo aún más doloroso: un horror al otro, casi a la manera de la ciencia ficción. Esto que debería habernos humanizado y unido, nos distanció aún más de quienes no somos los “nosotros” nucleares. Preferimos que los senderos se bifurquen antes de encontrarnos de frente con aquellos a quienes desearíamos abrazar y besar, la más cruel de las paradojas posibles en un mundo sensible.

No nos propinamos calma en todo este tiempo. No para poder frenarnos. Dar sentido a nuestra vida entre el vértigo de la antigua cotidianidad. Deberíamos haber aprendido que lo indispensable está dentro de las casas, en lo que ya tenemos, en lo que podemos aprovechar para hacer alquimia. En cambio, recientemente descubrimos que, en cuanto nuestras jaulas han sido paulatinamente abiertas, como en un goteo médico, hemos volado para encerrarnos en otras jaulas más grandes de consumo, para estrellarnos en los aparadores y “transaccionar”, “compravender”, ese proceso de endeudamiento de monedas y comportamientos que sabemos irremediablemente se tornará en frustración consumista. Somos como aves con los picos chatos y las alas luxadas por no haber rozado nunca el viento libre. Lo que se revela en nuestra escritura, en el guion de nuestras puestas en escena de teatro del absurdo: nos ocupa el miedo.

Haciendo de esta una reflexión digresiva, diremos que la comida habrá de ser la terapia que nos lleve a un reconocimiento distinto. Tal y como lo ha sido a lo largo de la vida humana. Es lo mismo suma de memoria, es decir identidad, que trance, gimnasio para la recuperación de sentido. Debemos ver a la comida como un aparato para volver a ver. Y que lejos de divanes, regresiones, análisis e hipnosis, preparar el alimento para sentarnos a la mesa en grupo, como sociedad primigenia, bien que habrá de curarnos ese miedo y de redimirnos como humanos enteros, con un sentido de existencia que pase por el enunciado común y la comparecencia recíproca. Que la cocina y la mesa sean lugares de diálogo, donde se cuenten historias, pero también donde se escuche al otro en una retórica terapéutica y curativa; donde se construyan acuerdos y se escriban las éticas familiares, tan necesarias para que, algún día, volvamos a ser sociedad y hagamos de este un país verdadero. Fogón y mesada estarán regidos por la prohibición a la censura y la promesa de una escucha amorosa. Sólo entonces podremos hacer del alimento un ritual, un gesto metafórico donde se honre lo más profundo de nuestra fe, cualquiera que esta sea, de preferencia una basada en la doctrina del amor, en el respeto absoluto a los humanos, antes que por las ideologías inoculadas, las imágenes, los billetes o las pertenencias, en fin, lo que pudiera pasar como fundamento pero en verdad es accesorio.

Regresemos a los guisados antiguos, los de la guerra y el hambre, donde nos hicimos más honestos y más humanos al reconocer nuestra precariedad y humana fragilidad. No habrá epistemología sin que antes haya ontología: primero ser y luego meditar lo que estamos siendo, con un bocado tibio que explote en el regusto de la memoria ancestral. Primero sentiremos las cáscaras y los zumos, las pulpas y los tejidos magros, las compotas y los horneados para después, solamente después, pensar y enunciar. Sólo eso nos volverá humanos: ser capaces de sentir, disfrutar y amar el instante presente al que obliga un sabor intenso en el paladar, inundando la nariz y bañando el cuerpo como un torrente nuevo, como espejo de agua fresca emanado de la fuerza inconmensurable de ese géiser que nos puso en jaque. Las papas que alimentaron a nuestros ancestros en las guerras paliarán nuestras dolencias, acompañando el albondigón o el cocido que ya nadie prueba, hipérbole del ser mamífero de entrañas calientes. Peneques y caldillos de colores antiguos serán alegorías de la cultura que nos nutrió, como atoles reconcentrados y potajes apretados, que hagan de nuestras almas entidades integrales, incorruptibles por lo banal y antisocial. Las vísceras que algunas veces fueron manjares exquisitos y otras tantas sirvieron para alimentar a los más pobres que buscaban el retazo oreado, serán anadiplosis de la fortuna humana donde leamos nuestro porvenir y se integren todas las posibilidades del relato que vamos narrando juntos. La leche y el huevo volverán a aromatizarse con la vainilla y la canela, azúcar requemada de la comprensión y la ternura maternas: maternidad del núcleo pero, sobre todo, maternidad de un pueblo nuevo.

Hemos de bordar, zurcir, enmendar y ajuarearnos de nuevas recetas a base de lo que tenemos a la mano pero, ante todo, de lo que llevamos en el pecho y queremos decir en cada merienda, escapando a la tentación de pedir los ingredientes más sofisticados para cumplir con las recetas de moda. En cambio, acudamos a aquellas guardadas en nuestra memoria de infancia, las que nos consolaron, reconfortaron y educaron: vayamos a los sabores que aún emanan de nuestra educación sentimental. Los que la formaron.

Habremos entonces de conectarnos con el pasado propio. No con el de las celebridades que usan el fuego para patrocinar emblemas, sino con el de quienes nos amaron y nos hicieron. Nos irguieron. Vamos a los anafres que hicieron las lenguas de fuego de nuestra cultura. A los comales que nos hicieron ver el destello que es vivir. De ahí hacia adelante se entretejerán trama y urdimbre del nuevo relato. Y quizá así convirtamos esta en una verdadera experiencia humana y logremos el sueño de volver a la cocina un arte, no para exhibirse e los corredores de las grandes ferias y bienales, sino en los caminos de todos. A partir de la conmoción de las memorias gustativas, de la reactivación de la mente infantil que iba franca por la vida, y de lo único que nos ciñe justos a la existencia misma: la experiencia del amor como falla tectónica que atraviesa al ser para formar montañas y pliegues que nos hacen ser en el mundo.

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