Morirse está del carajo para el escritor Enrique Berruga en lo que Jorge Zepeda Patterson describe como «un divertimento, un compendio filosófico y un tutorial para pasar a mejor vida»
Ciudad de México, 18 de junio (SinEmbargo).- Todos los que llegamos a cierta edad tendríamos que celebrar la publicación de este libro de Berruga. En realidad todos deberían leer este libro antes de morirse. Y es que con La eternidad no tiene futuro el autor demuestra que morirse está del carajo; pasar a mejor vida en realidad no es como lo pintan.
Esta novela es un divertimento, pero también un compendio filosófico. Aunque bien mirado, es un manual del usuario de nuestro primer día en el Cielo. Un tutorial, digamos.
Por su lectura nos enteramos de que en el Cielo hay arpas y cantos gregorianos, pero también música ranchera y vallenatos colombianos, aunque sean mero ruido porque allá nadie se desgarra las vestiduras por celos y amores incomprendidos.
En el Cielo todos se quieren y son buenas personas, salvo uno que es el vivo retrato del Niño Verde. De hecho el personaje es verde. El caso es que en el Cielo uno no puede morirse de envidia o morirse de ganas por algo. Peor aún, uno no puede morirse. Y allí está el meollo del asunto, como luego veremos. Por lo demás, todo en el Cielo es divino.
Ser distinto o individualista es visto como una maldición. Sólo entre iguales puede terminarse con el odio y la ambición, dice la filosofía celestial. Por eso es que el personaje central concluye que el paraíso es comunista. Tiene la ventaja adicional de que carece de campos de trabajos forzado, de purgas, de prensa oficial y de disidentes.
Quien dice eso es Blanco, un recién llegado al Cielo, quien tratando de entenderlo describe usos y costumbres de los ángeles y sus huestes.
En el Cielo las alma se clasifican por colores. Blancos, amarillo, verdes, azules, rojos, púrpura, y hasta la cima, negros. Un jerarquía políticamente correcta.
Los Blancos, que son las almas recién ascendidas, llegan como si las hubieran lobotomizado, se integran al Cielo festivos y gozosos y olvidan su vida anterior, como diputados en la cámara estrenando legislatura.
La Tierra es vista como un lugar inferior, un descenso en el escalafón. Salvo para nuestro personaje que, pronto entendemos, es un caso anómalo. Él repudia vivir en el Cielo y quiere volver a ser mortal. Algo absolutamente incomprensible para todas las almas. Nadie entiende que Blanco quiera autodegradarse.
Pero él es distinto. Piensa que la vida eterna es que no tiene futuro. La principal ventaja de la existencia en la Tierra es que los mortales pueden morirse y poner fin al sufrimiento o al desencanto. Incluso aquellos que viven felices y encantados lo están en mayor medida porque saben que la desgracia, un accidente o la alternancia política, están a la vuelta de la esquina; saber que la felicidad es precaria y puede ser efímera la hace más apreciable.
Pero ¿cómo tener una verdadera satisfacción si va a ser eterna? y peor aún, ¿cómo remediar una insatisfacción si nunca podrás ponerle fin?
Y a medida que expresa su desilusión, Blanco se convierte en un incordio para el orden celestial. Las jerarquías se sacuden, el tipo se convierte en un apestado peor visto que Javier Duarte. No obstante, el peligro de que sus ideas cundan entre otras almas lo convierte en una amenaza. Hasta Dios se pregunta, ¿qué hacemos con Blanco? Pero Blanco no es Cuauhtémoc; él sabe que se equivocó; que hay algo que no está bien en el paso que ha dado.
No describiré lo que sucede con este apóstata y con la revolución que comienza a generar su discurso soliviantador. Pero sí es irónico que este especie de Mesías inverso o Che Guevara paradisiaco haya surgido de Blanco. En vida él había sido un ser humano común y corriente, cuya máxima aspiración era convertirse en el tipo de persona que su perro creía que era él
La novela de Enrique Berruga resuelve, de pasada, algunos de los grandes misterios celestiales que nos quitaba el sueño cuando éramos pequeños. Confirma, por ejemplo, que hay una puerta de entrada que resguarda San Pedro, pero no hay bardas, lo cual hace ociosa la función de la puerta. Yo pensaría que es demasiado ingenuo confiar en la buena fe de las almas. No pude menos que pensar que Roberto Madrazo, que inventó maratones con descuento, seguramente encontraría un atajo para colarse como okupa a un penthouse celestial.
El mismo San Pedro en su calidad de cadenero del antro celestial es un enigma. Blanco se pregunta, con razón, ¿quién cuidaba la puerta antes de que San Pedro fuera crucificado? O la entrada era gratuita antes de eso o simplemente las almas que llegaron desde el principio de los tiempos lo habían esperado en plantón como los de la CNTE, pero medido en milenios.
Hay muchas razones para leer esta novela, incluso si pensamos seguir en este mundo otro buen rato. Berruga nos confronta con nuestros propias incongruencias y convivencias mal parchadas. El personaje asiste a su propio funeral y hace un repaso de las prioridades absurdas bajo las que vivió. Nadie al morir se lamenta de no haber pasado más horas encerrado en la oficina, desde luego, y lo más probable es que se lamente de las muchas cosas que dejó de hacer por pasar tantas horas encerrado en la oficina. Sin duda, los cementerios son lugares que ponen en perspectiva todas las cosas.
Finalmente, debo decir que pese a todo lo antes dicho, la eternidad no tiene futuro, es en el fondo una historia de amor. Es la pasión por una mujer lo que incendió a Troya, una mujer es la esperanza del partido demócrata y de toda la humanidad para salvarnos de Trump y es el amor por una mujer lo que provocó que el Cielo estuviera a punto de resquebrajarse como bien lo cuenta esta sabrosa e imperdible novela.