Benito Taibo
18/05/2014 - 12:00 am
Cocina y cultura
Permítanme hacer una breve reflexión sobre un curioso fenómeno que está sucediendo desde hace un par de años en las librerías de nuestro país, y que sin duda, merecería ser digno de atención. Por extraños motivos, que en parte podemos identificar como un tema de interés provocado por la explosión mediática de los últimos tiempos, […]
Permítanme hacer una breve reflexión sobre un curioso fenómeno que está sucediendo desde hace un par de años en las librerías de nuestro país, y que sin duda, merecería ser digno de atención.
Por extraños motivos, que en parte podemos identificar como un tema de interés provocado por la explosión mediática de los últimos tiempos, las mesas donde se exhiben libros de cocina, se han multiplicado, igual que los panes y los peces. Hoy, en lugares como Gandhi o El Péndulo, las exhibiciones de este tipo de material ocupan mucho más espacio que el lugar donde hay libros de filosofía, poesía o antropología.
Y hay de todo, libros divertidos, simpáticos, plomazos, de recetas de todas las cocinas y todos los países, de viajes culinarios, otros con sesudas reflexiones o con puros lugares comunes. Se ha llegado hasta el límite exasperante de la hiperespecialización y puedes encontrar, ejemplos ridículos, como el “Gran libro de las echalotes”, de 600 páginas.
¿Merecen las Allium ascalonicum 600 páginas? Lo dudo mucho. Me resisto terminantemente.
“El Aleph”, del maestro Borges tiene tan sólo 146 páginas en la edición de Losada. Y yo creo que hay muchos más mundos contenidos allí que en el dedicado al pariente rico de la cebolla.
Sí encienden la televisión y tienen un sistema de pago, podrán encontrar por lo menos tres canales dedicados exclusivamente a la cocina, competiciones por tiempo, guerras de cocineros, recetas de la galaxia entera. Algunos de esos chefs hoy, son casi tan famosos como las estrellas de cine de los años cincuenta; los paran por la calle y les piden autógrafos. Y los reconocen incluso sin gorro y filipina, e incluso, sin cuchillo en ristre, herramienta fundamental sin la cual, aparentemente, no serían quienes son. Hay incluso un cocinero inglés que se la vive gritando e insultando a sus aprendices. Creo que olvidó que cocinar es un acto cultural, y de amor y no una guerra contra el tiempo (aunque sea el tiempo de la televisión).
Ésta ávida explosión de necesidad de comprensión por parte de muchos, ha generado sin duda grandes cosas; como el reconocimiento de cocinas tradicionales que sobrevivían aletargadas ante las invasiones culinarias europeas que iban poniéndose de moda, e imponiéndose sobre lo propio, pero que hoy gozan de una cabal salud y muestran al mundo su magnificencia y brillantez.
La cocina tradicional mexicana es considerada hoy por hoy, como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO, y se encuentra entre una de las más ricas, variadas y deliciosas del mundo. Y que me perdonen, pero de inmaterial no tiene nada…
Debemos agradecer pues, la masificación del conocimiento acerca de lo culinario que permite su apreciación y disfrute a nuevas escalas.
Pero, por otro lado, hay una enorme carga de banalidad y vanagloria inútil frente a la cocina y al comer mismo.
Mi amiga X (y jamás diré su nombre, aunque me pongan en el potro inquisitorial) decidió deslumbrar a sus amigos cercanos con una espectacular cena.
Vio programas, compró libros, leyó revistas especializadas, escuchó sugerencias de expertos, se fue el Mercado de San Juan y lleno dos bolsas (grandes) de mandado.
Y masacró así tres platillos y un postre, que por su complejidad debían haber sido reservados para otras manos más duchas, o que necesitaban tan sólo más tiempo para ser recreados como debía ser.
Un cocinero, por más programas de televisión que vea, libros que lea o consejos que escuche, no se hará cocinero de la noche a la mañana. Hace falta lo que García Lorca llamó “duende” y que no sólo habita en la poesía, sino, junto con San Pascual Bailón, patrono de los cocineros, hace el milagro de convertir lo crudo, lo insípido, lo común, en algo extraordinario. Para hacer milagros, se necesita práctica. Aunque a algunos los canonicen por sólo un atisbo de “milagro”.
Con ello no quiero decir que uno, mortal y no chef, no debería entrar a la cocina. Sólo afirmo, categórico, que ni los que escriben versos en su cuaderno de escuela son poetas, ni los que ponen en el horno un pato con peras e higos, pueden llamarse cocineros.
La cultura, desde mi humilde punto de vista, es esa capacidad abstracta de la que gozamos, para ver en lo que nos rodea, la huella indeleble de lo humano. Y está allí, siempre presente, no para dar respuestas, sino por el contrario, para que nos hagamos cada vez más preguntas.
Yo no podría cocinar ni un huevo frito, sí un cocinero inglés y malhumorado me estuviera gritando en el oído todo el tiempo. Para eso tengo mi cuchillo bien afilado. Para que nadie me impida, una y otra vez, cometer errores. Esto es, hacer cultura a mi singular manera.
En alguna parte de la Odisea, Homero nos dice que los dioses tejen desdichas para que los seres humanos tengan luego cosas que contar.
Yo pienso que en las cocinas se tejen maravillosas historias, heredadas generación tras generación para que los seres humanos podamos de vez en cuando, recordar que junto a otros, sentados alrededor de una mesa, pudimos probar el pasado, y atrincherarnos juntos para recibir al futuro, que pinta complicado.
Dice la académica y cocinera mexicana María Stoppen: “La práctica culinaria, al progresar junto con la palabra, se convierte en el primer acervo de conocimientos empíricos transmitidos por tradición oral en los pueblos primitivos”.
Definitivamente, cocina es cultura. Y viceversa.
Y puestos en ello, los invito a entrar a la cocina, a hacer cultura. Pero sobre todo, a compartirla.
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