En 1988, Luis Sepúlveda publicó esta novela escrita como libro de aventuras y galardonada con los premios Tigre Juan y Relais, que se convertiría con el tiempo en un libro de lectura obligada en institutos y universidades.
Este célebre libro, editado por Tusquets, ha sido traducido a numerosos idiomas, con ventas millonarias y llevado al cine con guion del propio Sepúlveda, bajo la dirección de Rolf de Heer.
Ciudad de México, 18 de abril (SinEmbargo).- Antonio José Bolívar Proaño vive en El Idilio, un pueblo remoto en la región amazónica de los indios shuar, y con ellos aprendió a conocer la Selva y sus leyes, a respetar a los animales y los indígenas que la pueblan, pero también a cazar el temible tigrillo como ningún blanco jamás pudo hacerlo.
Un buen día decidió leer con pasión las novelas de amor -«del verdadero, del que hace sufrir»- que dos veces al año le lleva el dentista Rubicundo Loachamín para distraer las solitarias noches ecuatoriales de su incipiente vejez. En ellas intenta alejarse un poco de la fanfarrona estupidez de esos codiciosos forasteros que creen dominar la Selva porque van armados hasta los dientes pero que no saben cómo enfrentarse a una fiera enloquecida porque le han matado las crías. Descritas en un lenguaje cristalino, escueto y preciso, las aventuras y las emociones del viejo Bolívar Proaño difícilmente abandonarán nuestra memoria.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del célebre libro realizado por el fallecido Luis Sepúlveda. Un viejo que leía novelas de amor (Tusquets) ha sido traducido a numerosos idiomas, con ventas millonarias y llevado al cine con guion del propio autor chileno, bajo la dirección de Rolf de Heer. Cortesía otorgada bajo el permiso de Planeta.
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Capítulo segundo
El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso. Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo. Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura. Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusá ndola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto. Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.
Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público. Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños. El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido.
Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo. Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas. El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder central mandó al sancionado. Cada lunes —tenía obsesión por los lunes— lo miraban izar la bandera en un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie. El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, ordenó subir el cadáver. Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte.
Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta! Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y especies prohibidas. Y si está pensando en el arma, le aseguro que los shuar no la tienen, pues lo encontraron muy lejos del lugar de su muerte. ¿No me cree? Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la camisa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las garras le destrozó la yugular. Ha de haber agonizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente el animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas. Entonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrilla enloquecida de dolor es más peligrosa que veinte asesinos juntos.
El alcalde no respondió ni una palabra y se marchó a escribir el parte para el puesto policial de El Dorado. El aire se notaba cada vez más caliente y espeso. Pegajoso, se adhería a la piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo. Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en tanto un par de hombres terminaban el cajón para transportar el cadáver que esperaba olvidado sobre las tablas del muelle.
El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de putear al muerto. El mismo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal, sabiendo que no serviría de mucho. Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pestilente saco de humores. El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad. —¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo.
—Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo. —Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros. Al viejo se le encendieron los ojos. —¿De amor? El dentista asintió. Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura. —¿Son tristes? —preguntaba el viejo. —Para llorar a mares —aseguraba el dentista. —¿Con gentes que se aman de veras? —Como nadie ha amado jamás. —¿Sufren mucho? —Casi no pude soportarlo —respondía el dentista. Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas. Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir. Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: «Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón. Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama. Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda. —¿Tú lees? —preguntó. —Sí. Pero despacito —contestó la mujer. —¿Y cuáles son los libros que más te gustan? —Las novelas de amor —respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar. A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza. El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban. En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra. Al ver al dentista, ordenó a un hombre que se le acercase. —El alcalde dice que no se olvide de los impuestos. El dentista le entregó los billetes ya preparados, agregando: —¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano. El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo desaparecer en un bolsillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente.
—Así que también me lo agarró con eso de los impuestos —comentó el viejo. —Mordiscos. Los Gobiernos viven de las dentelladas traicioneras que les propinan a los ciudadanos. Menos mal que nos las vemos con un perro chico. Fumaron y bebieron unos tragos más mirando pasar la eternidad verde del río. —Antonio José Bolívar, te veo pensativo. Suelta. —Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una batida, y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos. —Puedes negarte a participar en la cacería. Estás viejo para semejantes trotes. —No lo crea. A veces me entran ganas de casarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino. —Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Antonio José Bolívar? —Demasiados. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta. Las campanadas del Sucre anunciando la partida les obligaron a despedirse. El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza.