Novela ejemplar, formalmente perfecta, El buen soldado ha marcado varias generaciones de lectores, y particularmente de escritores, entre los que se cuentan Samuel Beckett y J. M. Coetzee.
Ciudad de México, 17 de diciembre (SinEmbargo).- En una novela tan breve como El buen soldado, Ford Madox Ford relata dos suicidios, dos vidas arruinadas, una muerte y el descenso a la locura de una joven muchacha. Mediante esta historia de pasión protagonizada por los matrimonios Ashburnham y Dowell se nos muestran las interioridades de lo que se dio en llamar la sociedad internacional y los asuntos crueles y oscuros que la gente bien del período de entreguerras intentaba a toda costa mantener ocultos.
Si El buen soldado ocupa un lugar de honor en las letras en lengua inglesa es sobre todo por la habilidad técnica que en ella demuestra su autor, y especialmente por el revolucionario empleo de la primera persona narrativa en un texto realista.
Por cortesía de Editorial Sexto Piso, lee las primeras páginas.
CARTA DEDICATORIA A STELLA FORD
Mi querida Stella: Siempre he considerado éste mi mejor libro –al menos, mi mejor libro del período anterior a la guerra–. Y, puesto que entre su escritura y la aparición de mi siguiente novela debieron de transcurrir casi diez años, cualquier cosa que desde entonces haya podido escribir bien podría considerarse obra de un hombre diferente –la obra de tu hombre–. Pues lo cierto es que, sin el aliciente para vivir que me ofreciste, difícilmente yo habría sobrevivido a los tiempos de la guerra, y sin tu estímulo para volver a escribir no habría vuelto a hacerlo jamás. Se da la extraña casualidad, asimismo, de que El buen soldado es casi el único de mis libros que no está dedicado a nadie. Será que el destino dispuso que esperase los diez años que ha tenido que esperar para encontrar su dedicatoria. Lo que ahora soy te lo debo a ti; lo que era cuando escribí El buen soldado se lo debía a la concatenación de circunstancias de una vida sin propósito y bastante caprichosa. Hasta que me senté a escribir este libro –el 17 de diciembre de 1913–, nunca había intentado, por usar un término propio del entrenamiento ecuestre, ir al galope.
En parte, porque siempre había tenido la idea de que –cualquiera que sea el caso de otros escritores– yo, al menos, no sería capaz de escribir una novela antes de cumplir los cuarenta que pudiera aspirar a permanecer. Y, en parte, porque, decididamente, no deseaba competir con otros escritores cuyo derecho o necesidad de reconocimiento y todo cuanto el reconocimiento conlleva eran mayores que los míos. Pero lo cierto es que hasta entonces nunca había intentando realmente emplear en una novela propia todo lo que sabía sobre escribir. Había escrito de manera bastante poco metódica cierto número de libros –un número considerable–, aunque todos ellos habían sido pastiches de estilo afectado o tours de force. Pero desde siempre me había apasionado la escritura –la manera en que se debería escribir–, y tanto en solitario como en compañía de Conrad me había dedicado a estudiar exhaustivamente el modo en que debía emplearse la palabra y construirse la novela.
Así pues, el día en que cumplí cuarenta años me dispuse a demostrar lo que sabía hacer, y el resultado fue El buen soldado. Pretendía que fuera mi último libro. Solía pensar entonces –y no sé si aún sigo pensando lo mismo–, que haber escrito un solo libro era suficiente para un hombre y, por la fecha en que finalicé El buen soldado, Londres y, seguramente, también el mundo entero parecían estar siendo conquistados por otros escritores nuevos y mucho más fértiles que yo. Eran los agitados tiempos de cubistas literarios, vorticistas, imagistas y todos los demás ruidosos y alborotadores jeunes de aquella joven década. Así que acabé viéndome a mí mismo como la anguila que, cuando ha llegado a altamar, trae al mundo a sus crías y muere. O, como el alca, llegué a la conclusión de que, una vez cumplido mi destino tras haber puesto mi único huevo, ya podía morir. Me despedí formalmente de la literatura en las columnas de una revista llamada The Thrust que, como el alca, también murió en el esfuerzo. Y entonces me dispuse a dejar paso a nuestros buenos amigos –tuyos y míos– Ezra, Eliot, Wyndham Lewis, H. D. y a todos los demás clamorosos y jóvenes escritores que por entonces llamaban a la puerta.
Pero en ese momento otros clamores aún más estruendosos tomaron Londres y el mundo que parecía rendirse a los pies de aquellos orgullosos conquistadores; entre las voces de los cañones, cubismo, vorticismo e imagismo no tuvieron ninguna oportunidad. Es por eso que ahora he vuelto a salir de mi agujero y que, junto a tus obras lozanas, delicadas y hermosas, me he animado a poner alguna obra mía. El buen soldado, no obstante, sigue siendo hasta ahora mi gran huevo de alca en la medida en que pertenece a una estirpe que no tendrá descendencia y que fue escrita hace tanto tiempo que no podré parecer demasiado vanidoso si me paro un momento a considerarla. Supongo que ningún autor merecerá ser tachado de vanidoso si, tomando uno de sus libros escrito diez años atrás, exclama: «Cielos, ¿escribía yo tan bien entonces?». Pues ello implicaría, en cualquier caso, que ya ha dejado de escribir así y hay en el mundo pocas personas tan envidiosas como para censurar las autocomplacencias de un volcán extinto.
Sea como fuere, hace poco me vi obligado a examinar detenidamente ese libro, pues tuve que traducirlo al francés, lo que me llevó a dedicarle una atención mucho mayor que la que habría exigido una simple lectura, por minuciosa que hubiese sido ésta. Me tomaré la licencia de decir que me quedé verdaderamente asombrado ante la labor de estructura del libro y su intricada maraña de referencias y remisiones cruzadas. Sin embargo, no es de extrañar, pues, aunque lo escribí con relativa rapidez, el libro llevaba toda otra década incubándose en mi interior. Se trataba de una historia real que conocí a través del propio Edward Ashburnham, y para escribirla tuve que esperar a que todos los demás hubieran muerto. Por eso la llevé conmigo durante todos aquellos años sin dejar de pensar de vez en cuando en ella.
Yo albergaba por entonces una ambición: hacer por la novela inglesa lo mismo que Maupassant había hecho por la francesa con Fort comme la mort. Y, cierto día, obtuve mi recompensa. Me hallaba por casualidad en una reunión en la que oí exclamar a un joven y ferviente admirador mío: «¡Cielos, El buen soldado es la mejor novela que se ha escrito en inglés!». A lo que mi amigo el señor John Rodker, que siempre ha mostrado una admiración debidamente atemperada hacia mi obra, respondió con su impecable y pausado acento: «Oh, sí. Así es. Pero se olvida usted de una palabra. ¡Se trata de la mejor novela francesa que se ha escrito en inglés!». Con esto, que es el homenaje que rindo a mis maestros e ilustres de Francia, dejo el libro al lector.
Pero antes me gustaría decir algo acerca del título. Originalmente, yo lo había titulado La historia más triste, pero como la novela no se publicó hasta que hubieron llegado para nosotros los más oscuros días de la guerra, el señor Lane comenzó a importunarme con cartas y telegramas –yo estaba por entonces volcado en otros pasatiempos– para que cambiara un título que, según él, en aquel momento haría el libro invendible. Cierto día, mientras estaba de instrucción, recibí un último telegrama del señor Lane donde una vez más insistía en su ruego. Puesto que traía respuesta pagada, tomé el impreso y con precipitada ironía escribí: «Querido Lane: ¿Por qué no El buen soldado?». Para mi horror, seis meses después el libro aparecía con ese título. Nunca he dejado de lamentarlo, pero después de la guerra obtuve tantas pruebas de que el libro se había leído con ese título que llegué a dudar de si debía modificarlo por miedo a causar confusión.
Si durante la guerra hubiera tenido oportunidad, no habría dudado en cambiarlo, pues no tuve constancia en más de dos ocasiones de que alguien hubiera oído siquiera hablar de él. En cierta ocasión, me encontré con el ayudante de mi regimiento, que parecía muy enfermo después de volver de un permiso. «Cielo santo, ¿qué te ocurre?», le dije. «Bueno, anteayer me prometí; y hoy he estado leyendo El buen soldado», fue su respuesta.
En otra ocasión, me hallaba de nuevo formando para pasar revista a las tropas en la Plaza de la Guardia en Chelsea. Los nervios habían conseguido paralizarme, ya que estábamos en presencia de media docena de caballeros de edad avanzada y alto rango y mis hombres estaban tan desconcertados como es posible estarlo en unos nobles soldados de la Guardia Coldstream de Su Majestad. Mientras me cuadraba con rigidez, uno de aquellos caballeros de edad avanzada y alto rango se acercó a mí por la espalda y me dijo al oído con toda claridad: «¿Ha dicho usted El buen soldado?». Así que no hay duda de que el señor Lane se vengó. En cualquier caso, aprendí entonces que la ironía es un arma de doble filo.
Tú, mi querida Stella, me habrás oído muchas veces contar estas historias. Pero ahora que el mar nos separa las pongo en esta carta –tu carta–, que leerás antes de poder volver a verme, con la esperanza de que te resulte agradable la ilusión de estar oyendo una voz familiar y querida. Así la firmo, de todo corazón, con el deseo de que aceptes, al mismo tiempo, la dedicatoria particular y la general de este libro. Tuyo, F. M. F. Nueva York, 9 de enero de 1927.
CAPÍTULO I
Ésta es la historia más triste que he oído jamás. Habíamos tratado íntimamente a los Ashburnham durante nueve temporadas en la ciudad de Nauheim… O, para ser más exactos, habíamos tenido con ellos un trato tan holgado, cómodo y, al mismo tiempo, tan estrecho como un buen guante en nuestra mano. Mi mujer y yo conocíamos tan bien al capitán Ashburnham y a su esposa como es posible conocer a alguien y, a pesar de todo, en cierto sentido, no sabíamos nada de ellos. Ésta es, supongo, una situación que sólo puede darse cuando se trata con ingleses, de quienes, hasta hoy mismo, si me paro a pensar en lo que sé de este triste asunto, sigo sin saber nada en absoluto. Hasta hace seis meses jamás había estado en Inglaterra y, desde luego, jamás había sondado las profundidades de un corazón inglés. Sólo había conocido su superficie.
No quiero decir con esto que no hubiésemos conocido a numerosos ingleses. Viviendo, como nos vimos obligados a vivir, en Europa, y siendo, como nos vimos obligados a ser, unos estadounidenses ociosos –lo que equivale a decir que éramos todo lo contrario del modelo estadounidense–, tuvimos oportunidad de frecuentar bastante lo mejor de la sociedad inglesa. París, ¿sabe?, era nuestro hogar. Algún lugar entre Niza y Bordighera nos proporcionaba cuartel en invierno todos los años y Nauheim siempre nos acogía entre los meses de julio y septiembre. De esto deducirá usted fácilmente que uno de nosotros, como suele decirse, «sufría del corazón». Y, si añado que mi esposa ha muerto, sabrá que quien padecía la enfermedad era ella.
El capitán Ashburnham también sufría del corazón, pero, mientras que a él un solo mes en Nauheim le bastaba para gozar de buena salud durante el resto del año, nuestra estancia de dos meses no servía más que para mantener con vida a la pobre Florence hasta el año siguiente. La causa de la enfermedad del capitán fue el polo o cualquier otro exceso de ejercicio violento en su juventud. La causa de los años perdidos de la pobre Florence fue una tormenta en el mar durante nuestro primer viaje a Europa y la razón primordial de nuestro encierro en este continente fue desde entonces la prescripción médica. Nos dijeron que incluso la corta travesía del canal de la Mancha podía matar a la pobrecilla. Cuando nos conocimos, el capitán Ashburnham, que, enfermo, había vuelto a casa de una India a la que ya nunca regresaría, tenía treinta y tres años; Leonora, la señora Ashburnham, contaba treinta y uno. Yo contaba treinta y seis y la pobre Florence, treinta. De manera que hoy Florence tendría treinta y nueve años y el capitán Ashburnham cuarenta y dos; yo he cumplido cuarenta y cinco, y Leonora, cuarenta. Se comprenderá, por tanto, que la nuestra fue una amistad de temprana madurez. Los cuatro éramos de disposición tranquila y, particularmente los Ashburnham, eso que en Inglaterra suelen llamarse «personas respetables». Eran descendientes, como podrá usted suponer, de aquel Ashburnham que acompañó a Carlos I al cadalso. Y como igualmente supondrá, tratándose de esta clase de ingleses, nadie habría podido advertirlo. La señora Ashburnham era una Powys. Florence era una Hurlbird de Stamford, Connecticut, donde, como es sabido, son aun más tradicionales de lo que los vecinos de Cranford, Inglaterra, pueden llegar a ser.
Yo soy un Dowell de Filadelfia, Pensilvania, donde –es históricamente cierto–, hay más viejas familias inglesas de las que es posible encontrar en seis condados ingleses juntos. Llevo siempre conmigo, desde luego –como si fuera la única cosa que, invisiblemente, me anclara a cualquier punto de la superficie del globo–, las escrituras de propiedad de mi granja, que una vez cubrió varias manzanas entre las calles Chestnut y Walnut. Estas escrituras de propiedad son un wampum, la concesión de un jefe indio al primer Dowell, que partió de Farnham, en Surrey, en compañía de William Penn. La familia de Florence, por su parte, como es caso frecuente entre los habitantes de Connecticut, provenía de los alrededores de Fordingbridge, donde precisamente se halla la casa de los Ashburnham. Allí escribo en este mismo momento.
También se preguntará por qué escribo. Y mis razones son numerosas. Pero no es infrecuente, entre los seres humanos que han sido testigos del saqueo de una ciudad o de la destrucción de un pueblo, el deseo de poner por escrito lo que se ha presenciado, ya sea por el bien de desconocidos descendientes, de generaciones infinitamente remotas o, si lo prefiere, simplemente para apartar esa visión de su cabeza. Alguien ha dicho que la muerte de cáncer de un ratón es equiparable al saqueo de Roma por los godos y yo les juro que la destrucción de nuestro pequeño grupo de cuatro fue otro de esos acontecimientos inconcebibles.
Quienquiera que se hubiera tropezado con nosotros, sentados en una de las mesitas que hay, por ejemplo, delante del club de Homburg, mientras tomábamos juntos el té de la tarde y observábamos a los jugadores de golf miniatura, habría dicho que, tal como marchan los asuntos de los hombres, éramos un castillo extraordinariamente inexpugnable. Éramos, si lo prefieren, uno de esos altos barcos de velas blancas sobre el azul del mar, cualquiera de esas cosas que parecen las más orgullosas y seguras de entre todas las cosas bellas y seguras que Dios ha permitido concebir a la imaginación de los hombres. ¿Dónde encontrar mejor refugio? ¿Dónde encontrarlo? ¿Permanencia? ¿Estabilidad? No puedo creer que todo haya desaparecido. No puedo creer que aquella vida pausada, tranquila, de compás de minué, se desvaneciera en cuatro malditos días después de nueve años y seis semanas.
Le aseguro que nuestra relación era como un minué, sencillamente porque en toda posible ocasión y circunstancia sabíamos adónde ir, dónde sentarnos, qué mesa elegiríamos por unanimidad y cuándo levantarnos para irnos los cuatro a la vez sin necesidad de una sola señal de ninguno, siempre al son de la música de la orquesta del Kur, siempre bajo aquel sol tibio o, si llovía, bajo discretos refugios. No, todo eso no puede haber desaparecido.
No es posible acabar con un minuet de la cour. Se puede cerrar el libro de música y tapar el clavicordio; en roperos y armarios las ratas podrán destrozar el blanco satén. Las turbas saquearán Versalles; caerá el Trianón; pero el minué, el minué seguirá danzando hasta alcanzar la más remota estrella, incluso mientras nuestro minué de los balnearios de Hesse está dejando de sonar. ¿No hay ningún cielo donde los viejos y hermosos bailes y las viejas y hermosas amistades puedan perdurar eternamente? ¿No existe ningún nirvana invadido por la imperceptible emoción de esos instrumentos que ya han sido abandonados al amargo polvo, pero conservan aún sus almas delicadas, temblorosas y eternas? ¡Pero no, por Dios, es mentira! No era un minué. Era una cárcel; una cárcel llena de gritos histéricos sofocados para que no pudieran oírse por encima del sonido de las ruedas de nuestro carruaje al pasar por las umbrías avenidas del Taunus Wald. Y, sin embargo, juro por el sagrado nombre de mi creador que fue verdad. Fue verdad el sol; verdad la música; verdad el murmullo de los chorros que brotaban de la boca de aquellos delfines de piedra. Pues, si para mí fuimos cuatro personas con las mismas aficiones y deseos que fingían –o no, no fingían– decidir sentarse aquí o allá por unanimidad, ¿acaso eso no fue verdad?
Si durante nueve años hubiese tenido una hermosa manzana podrida por dentro y sólo descubriese la podredumbre nueve años y seis meses menos cuatro días después, ¿no sería cierto que durante nueve años habría tenido una hermosa manzana? Lo mismo podría decirse de Edward Ashburnham, su esposa Leonora y mi pobre Florence. Y, si lo pensamos bien, ¿no es un tanto extraño que la podredumbre física de al menos dos de los cuatro pilares de nuestra casa nunca me pareciera una amenaza para su seguridad? Ni siquiera me lo parece ahora que los dos están muertos. No sé…No sé nada –nada en absoluto– del corazón de los hombres. Sólo sé que estoy solo, terriblemente solo. Ningún hogar volverá a ser testigo de mi presencia en una reunión amistosa. Ningún salón de fumar volverá a poblarse en mi presencia más que de impenetrables efigies entre espirales de humo. Y, por el amor de Dios, ¿qué conoceré si no conozco nada de la vida del hogar y de los salones de fumar cuando toda mi vida ha transcurrido en ellos?
¡El cálido hogar…! Sí, allí estaba Florence. Creo que durante los doce años que sobrevivió a aquella tormenta que irremediablemente pareció debilitar su corazón no estuvo fuera de mi vista ni un solo minuto más que cuando la dejaba a salvo, arropada en la cama y yo me quedaba abajo charlando con algún buen amigo en alguna habitación o dando una última vuelta mientras me fumaba un puro antes de irme a dormir. Como se verá, no culpo a Florence. Pero ¿cómo pudo ella saber lo que supo? ¿Cómo pudo averiguarlo incluso con tal detalle? ¡Cielo santo, de dónde sacó el tiempo! Tuvo que ser mientras yo tomaba mis baños, hacía gimnasia sueca e iba a la manicura. Llevando aquella vida de diligente y esforzado enfermero, algo tenía que hacer para sentirme bien. ¡Tuvo que ser entonces! Pero ni siquiera ese tiempo pudo ser suficiente para las largas conversaciones, llenas de sabiduría mundana, que Leonora me ha referido desde la muerte de los dos.
¿Es posible imaginar que, durante nuestros paseos prescritos por Nauheim y los alrededores, ella encontrara ocasión de mantener las prolongadas negociaciones que llevó a cabo entre Edward Ashburnham y su esposa? ¿Y no es increíble que durante todo ese tiempo Edward y Leonora jamás se dijeran en privado una sola palabra?
¿Qué va uno a pensar del ser humano? Pues le juro que ambos eran una pareja modélica. Él era todo lo solícito con su esposa que se puede ser sin parecer ridículo. ¡Y era tan apuesto, con aquellos ojos azules tan sinceros, su pizca justa de estupidez y aquella cálida bondad! Y luego estaba ella… tan alta, tan espléndida en su silla de montar, ¡tan hermosa! Sí, Leonora era tan extraordinariamente hermosa y perfecta que parecía demasiado buena para ser real. Quiero decir que, por lo general, no solemos encontrar todas esas cualidades juntas en grado tan superlativo. Ser de buena familia, parecer de buena familia, ser tan adecuada y perfectamente rica, mostrar esos modales tan perfectos incluso con el toque justo de insolencia que parece necesario. ¡Tener todo y ser todo eso! No, era demasiado bueno para ser verdad.
Sin embargo, no ha sido hasta esta misma tarde, mientras hablábamos de todo aquello, cuando ella me ha dicho: –Una vez intenté tener un amante, pero sentí tal angustia que no tuve más remedio que rechazarlo. Me pareció lo más asombroso que había oído jamás. –Estaba realmente en los brazos de un hombre –siguió diciendo–. ¡Tan buen muchacho! ¡Tan adorable! Y yo me decía con furia y, como dicen en las novelas, entre dientes (pero apretándolos de verdad), yo me decía: «Esta vez sí, voy a disfrutar por una vez en mi vida… ¡Por una vez en mi vida…!». Estábamos a oscuras, dentro de un coche, volviendo de un baile con el que se había celebrado el final de una cacería. ¡Teníamos once millas por delante! Y, entonces, de repente, la amargura de la infinita miseria, de la infinita mentira… se apoderó de mí como una enfermedad y lo estropeó todo. Sí, tuve que reconocer que había estropeado incluso aquella única oportunidad de disfrutar cuando llegó. Y rompí a llorar y estuve llorando sin parar durante aquellas once millas. ¡Imagíneme llorando! E imagíneme dejando en ridículo a aquel pobre muchacho.
Aquello no fue seguirle el juego, ¿verdad que no? No lo sé… No lo sé… ¿Fueron esas últimas palabras suyas las de una vulgar fulana o únicamente lo que cualquier mujer decente, sea de buena familia o no, piensa en lo más profundo de su ser? ¿O es que acaso es lo que piensa todo el tiempo? ¿Quién lo sabe? Sin embargo, si uno no sabe esto en este día y a esta hora, en esta cumbre de la civilización que hemos alcanzado, tras todos los sermones de los moralistas y todas las lecciones de las madres a sus hijas in saecula saeculorum –aunque tal vez sea eso lo que todas las madres enseñan a sus hijas, no con los labios, sino con los ojos, con un corazón que habla en susurros a otro corazón–; si uno no sabe al menos eso sobre lo originario del mundo, ¿qué sabe uno y para qué está uno aquí?
Le pregunté a la señora Ashburnham si se lo había contado a Florence y qué había dicho ella al respecto. Y Leonora me respondió: –Florence no hizo el menor comentario. ¿Qué podía haber dicho? No había nada que decir. Con la absoluta miseria en la que nos vimos obligados a vivir para poder mantener las apariencias y la manera en que ésta nos sobrevino (ya sabe a lo que me refiero), cualquier mujer habría tenido motivos para aceptar a un amante y también sus regalos. Florence en una ocasión dijo de una situación muy similar (era demasiado bien educada, demasiado estadounidense, como para hablar abiertamente de la mía) que era un claro caso de vía libre, por lo que la mujer podía actuar a su espontáneo parecer. Lo dijo a su manera, por supuesto, pero el sentido era ése. Creo que sus palabras exactas fueron: «Que de ella dependía tomarlo o dejarlo…» No quiero que piense que estoy describiendo a Teddy Ashburnham como un animal. No creo que lo fuera. Aunque (eso sólo Dios lo sabe) quizá todos los hombres lo seamos.
Pues, como ya he dicho, ¿qué sé yo siquiera de los salones de fumar? Llegan hombres que cuentan las historias más obscenas, tan obscenas que verdaderamente llegan a resultar incómodas. Y, a pesar de eso, se ofenderían si insinuásemos que no son la clase de hombres con los que dejaríamos a solas a nuestra mujer. Aunque seguramente sería justo que se ofendieran y es que tal vez no se deba dejar a nadie a solas con nadie. Sea como fuere, lo cierto es que esa clase de hombres disfruta escuchando o contando historias obscenas más que con ninguna otra cosa en el mundo. Esa clase de hombres caza con languidez, se viste con languidez, cena con languidez, trabaja sin entusiasmo y encuentra aburrido sostener tres minutos seguidos de conversación sobre cualquier asunto; sin embargo, en cuanto se inicia ese otro tipo de conversación, despiertan y enseguida empiezan a reír y a gesticular en sus asientos. Pero, si tanto disfrutan con esas historias, ¿cómo pueden ofenderse –aunque sea justamente– ante la insinuación de que podrían atentar contra el honor de nuestra esposa? Edward Ashburnham, en cambio, parecía ser un hombre absolutamente respetable: excelente magistrado, magnífico militar y uno de los mejores terratenientes (eso decían) de Hampshire, Inglaterra.
Con los pobres y los bebedores irredimibles –yo mismo he sido testigo–, era un entregado benefactor. Y salvo en una o dos ocasiones, jamás en los nueve años que duró nuestra relación le oí contar una sola historia que no pudiera haber aparecido en las columnas de The Field. Ni siquiera le gustaba oírlas y en tales situaciones solía mostrarse nervioso y levantarse para ir a comprar un puro o cualquier cosa por el estilo. Se podía decir que pertenecía justamente a la clase de hombres a la que cualquiera podría confiar a su propia esposa. Yo le confié a la mía, y fue una locura. Pero aquí entro yo otra vez. Si el pobre Edward era peligroso por sus castas actitudes –y dicen que ése es siempre el sello del libertino–, ¿qué hay de mí?
Confieso con toda solemnidad que no sólo no he insinuado jamás ni una indecencia en toda mi vida, sino que puedo responder de la entera pureza de mis pensamientos y de la absoluta castidad de mi existencia. ¿En qué queda, entonces, todo esto? ¿Acaso no es más que un puro disparate o una farsa? ¿Es que yo no soy mejor que un eunuco o es que el hombre de verdad –el hombre con derecho a la existencia– no es más que un semental en celo que continuamente persigue a las mujeres de sus vecinos? No lo sé. No hay nada que nos guíe. Y si todo es tan nebuloso en algo tan elemental como la moral del sexo, ¿qué podrá guiarnos en la moral más sutil del resto de las relaciones, asociaciones y actividades humanas? Todo es oscuro.