De Alfonso Reyes, quiero decir. Y es que, por causa de un empeño dramático (que no trágico sino, al contrario, muy feliz: escribir una obra de teatro a partir de textos alfonsinos), hace algunos años dediqué no poco tiempo a la lectura puntual de un libro literalmente delicioso: las Memorias de cocina y bodega (FCE), en las que un Reyes goloso y gozoso, ensaya sobre comida y bebida desde todos los derroteros posibles y dedica, además, un par de capítulos al vino.
Gracias a estas Memorias, es posible imaginar la cava ideal de su autor, quien tuvo una pasión activa y enorme por los vinos franceses, un gusto marginal pero certero por los españoles –cuya “verdadera nobleza” canta–, cierta inclinación por ciertos italianos (algunos de lo más inciertos), un conocimiento de los chilenos anticipado a su tiempo y que, además, se permitía algunas licencias, muy osadas en esos años previos a la globalización, con botellas allende tales terruños.
De tanto leerlo, Reyes terminó por antojarme (también de foie-gras y de gorgonzola y de tamales, claro, pero la comida no es –¡ay!– materia de esta entrega); así, me he propuesto un proyecto seductor y, pese a las apariencias, no del todo delirante: reconstruir, con lo disponible hoy en el mercado mexicano, una Cava de Reyes. Por fuerza incompleta –algunos de los vinos que refiere con deliquio, como los del Valais suizo, el Aznalfarache español o los griegos “algo sobresaltados” no se encuentran con facilidad en nuestro país– pero que, vista en su trunco conjunto, exhibe algunas virtudes nada desdeñables, y eso sin contar las literarias.
De entrada, ha de ser una cava “clásica”, en el sentido en que sus criterios anteceden al reconocimiento internacional de que hoy gozan los vinos mexicanos, sudafricanos o croatas, o el desarrollo de cepas posmodernas como la Carmenere. Después, ha de ser una cava variada, que lo mismo contempla tintos que blancos que rosados, vinos de postre que espumosos, y que incluso hace sitio a esas “medias botellas que se beben solas”, tan socorridas cuando el que bebe solo es uno. Y, final y asombrosamente, ha de ser una cava financieramente equilibrada: a un tiempo sencillo y sofisticado, Reyes gusta tanto de grands crus como de vinitos de mesa, por lo que el catálogo resultante se antoja funcional a un estilo de vida que contemple el buen vino tanto para las grandes ocasiones como para los placeres cotidianos.
Para recrear la bodega alfonsina me he puesto algunas restricciones: fijar un tope presupuestal de 20 mil pesos –no que sugiera yo desembolsarlo de golpe; las cavas, como la literatura, se construyen con paciencia– y limitar las botellas incluidas a las disponibles en dos tiendas virtuales mexicanas –La Europea y Vinoteca–, que entregan en todo el país.
Comienzo por los tintos:
Los tres tesoros
Los tres de Borgoña, al parecer la región vinícola favorita de Reyes, puesto que de ahí proviene el mayor número de botellas citadas en las Memorias. Para una verdadera cena de Reyes, nada mejor que un Nuits Saint-Georges 2007 Domaine Confuron ($1239 en Vinoteca), robusto y elegante, acaso tanto como el vizconde de Cholet, francés casado con mexicana, quien “nos obsequiaba a sus amigos con un Nuits Saint-Georges cultivado en honor de su esposa, Doña Guadalupe: el Lupe-Cholet, al que tal vez deba nuestra Cancillería el arreglo de cierta ardua cuestión internacional con Francia —y no digo más”. Mientras especulamos sobre la naturaleza de tal incidente diplomático, pasemos a los dos que Reyes define como “blando[s] y cálido[s], el mejor cortejo para el faisán”: para las pequeñas celebraciones, el Gevrey Chambertin Premier Cru 2008 Domaine Armand Rousseau ($1555 en Vinoteca), de cuerpo pleno y aromas a cereza, almizcle y regaliz; y, para las grandes, el Romanée-Conti Echezeaux 2007 ($5200 en Vinoteca), voluptuoso en su textura y en sus notas de zarzamora, pimienta y café. El faisán, claro, se cuece (y se cobra) aparte.
Minuta
No todo en la cava alfonsina ha de ser vinos de excepción; así este septeto, asaz vocal, de botellas cuyo precio va de los menos de 100 pesos que se desembolsan cualquier buen día a los mil que sólo se pagan cuando hay fiesta. Es aquí, además, donde entran las medias botellas del apunte alfonsino: ¿qué tal una de “Chianti de rubí” –proverbial Ruffino ($69 en La Europea)– y otra de uno de los “marqueses españoles” a los que Reyes hace la corte, a la sazón el Marqués del Cáceres ($69 en La Europea)? Si de botellas completas hablamos, habrá que comenzar, otra vez, por Francia: aquí un Châteauneuf du Pape Calvet ($499 en La Europea), “penetrad[o] de mistral y de sol, hij[o] de secanos y pedregales, que un día [hizo] volver la cabeza a la mula del Papa” (y es que, en efecto, el terruño debe su nombre a la enofilia de Clemente V en tiempos en que la sede papal era el próximo Avignon); acá un Château Larrivet Haut-Brion 04 ($962 en Vinoteca), “elegante y generoso, frutado, a un tiempo suave y ardiente”. ¿Demasiado caros? Al rescate llegan un Rioja peleón pero noble –el Siglo Crianza ($137 en La Europea)– y dos chilenos “de lo más honorable que hay en plaza”: el Undurraga Reserva –Merlot que no Carmenere: ésta, insisto, es una cava retro– ($206 en La Europea) y el Santa Rita Cabernet Sauvignon Reserva ($140 en La Europea).
Alegres y jóvenes
Hombre de ideas originales y gustos diversos, Reyes jamás habría sucumbido a ese lugar común de la bravuconería enofilica que querría que el mejor blanco sea un tinto. Así, en tal categoría, apreciaba sobremanera “los alegres borgoñas”, tratárase ya de un Montrachet “nervioso y fino” –a la sazón el Puligny-Montrachet La Garenne Premier Cru Latour ($1299 en Vinoteca)– o de un Pouilly “de lo mejor” –es éste el vino más mencionado en las Memorias–, como el Pouilly-Fuissé Bouchard ($383 en Vinoteca). Y, todavía en Francia, no decía no a un blanco seco del Ródano, por lo que bien podría gustarle el Hermitage Blanc Guigal-Crozes ($430 en Vinoteca).
Delicado por turnos, Reyes también gustaba de los menos minerales Sancerres –propongo el Comte Lafond Ladoucette ($584 en Vinoteca)– e incluso de botellas, diría yo, propias de señoritas. Imagine, pues, el lector a la Amalia de su cuento “La cena” prendada de las “gotitas de oro” de un blanco del Rin –asaz el Piesporter Goldtropfchen ($272 en La Europea)– o, ante la apretura presupuestal propia de una solterona que vive con su madre viuda, de un vihno verde portugués –por ejemplo el Quinta da Lixa ($200 en La Europea)– en cuya juventud trataría de reencontrarse con la propia, cada vez más perdida. Más le habría valido beber el rosado favorito de su creador –Rosé d’Anjou Calvet ($120 en La Europea)– ya sólo para compensar lo oscuro del surrealismo avant la lettre en que naciera a la vida narrativa.
Reverberaciones
A Reyes le gustaban no sólo las del helenismo o las del México prehispánico sino también las de las burbujas. Disfrutaba, pues, la champaña, “cuyo espíritu reverberante sube sin cesar desde lo más hondo del vaso como si quisiera llegar al cielo”, y lo mismo la dulce que la seca. Brindemos con él entonces con una botella de cada una: dulce será la Veuve Cliquot Demi Sec ($699 en La Europea), seca la Piper-Heidsieck Brut ($540 en La Europea). Y, cuando lleguen los días de verano, sustituyámosla a los postres por ese “Asti de oro mediterráneo”, espumoso dulce que me gusta menos que el seco prosecco pero que admitiré ya sólo porque ésta es cava de Reyes y no de méndigos mendigos como yo: va pues un Asti Cinzano ($275 en La Europea), al cabo que no es caro.
Antes de abandonar la efervescencia, tendré que manifestar mi asombro ante la rabiosa modernidad y el refinamiento enológico de un Reyes que escribe en un tempranísimo 1953 que los espumantes deben ser vertidos en “flautas” –las comillas, suyas, apuntan a lo desconocido que era el término entonces– y “no en el cáliz greco-romano, que es feo anacronismo”.
De postre
Reyes se anticipa también al gusto contemporáneo por los vinos de postre, acompañen o no el fin de la comida. Hedonista, canta las virtudes anestésicas del Tokaji húngaro, “cuya extraña virtud consiste precisamente en avivar la memoria y adormecer exquisitamente las piernas. Y quien se acuerda ¿para qué anda?”. Para ir a por uno, podría yo responderle, antes de lanzarme en pos de un Mandolas seco ($349 en Vinoteca). Su broche de oro, sin embargo, ha de ser el mítico Château d’Yquem ($3992 por media botella en La Europea), “dorado, profundo, vástago de potente raza”, que bien puede acompañar un bizcocho sencillo o unos quesos pero cuyo viscoso dulzor resulta todavía más apropiado “para que un foie-gras de Estrasburgo suelte sus siete perfumes de ‘mantequilla de carne’”. (Confieso que he hecho el experimento y, sí, me ha resultado apropiadamente regio.)
¿Balance final? 19 mil 219 pesos, lo que supone un ahorro de 781 pesos con respecto al presupuesto original, lo que bien alcanza para procurarse el libro de marras ($176 en la librería virtual del FCE) y tener de sobra para unos quesos y unas uvas que sirvan de digno acompañamiento. Antes de despedirme manifestaré una sola discrepancia –aunque, so sí mayor– con el homenajeado. Observaba Reyes “la buena regla de beber el blanco muy fresco, y el tinto bien chambré” para lo que sugería “dejarlo en el comedor tres o cuatro horas antes para que adopte de suyo la temperatura del ambiente.” Eso sería antes del calentamiento global: hoy más vale refrescar un poco el rojo, a fin de que no rebase los 20 grados.