Alma Delia Murillo
17/10/2015 - 12:01 am
Dos contra uno
Los he visto en fiestas, restaurantes, ferias del libro, aulas, íntimos desayunos caseros y hasta en internet. Los he visto y, más veces de las que me gustaría admitir, he formado parte de esa conspiración malsana que, para los creyentes, podría ser catalogada como el pecado más sofisticado de cuantos existen pues es una combinación […]
Los he visto en fiestas, restaurantes, ferias del libro, aulas, íntimos desayunos caseros y hasta en internet.
Los he visto y, más veces de las que me gustaría admitir, he formado parte de esa conspiración malsana que, para los creyentes, podría ser catalogada como el pecado más sofisticado de cuantos existen pues es una combinación de envidia, soberbia, avaricia y hasta gula.
Para los herejes es lo que clasificaríamos llanamente como una hijaeputez.
Y aunque el lado oscuro de nuestra alma está lleno de matices insospechados y jamás podremos afirmar que sabemos de qué está hecha la condición humana, podemos darnos una buena idea si nos asomamos a ella a través de los placeres culpables que son un vasto –y divertido muestrario para analizarnos.
Por ejemplo el gusto irresistible de hermanarse con alguien para destazar a un tercero: ver a dos personas regodearse con tal contento, apetito y gozoso ánimo destructivo para hablar mal de otro, es cosa común.
Si al ausente le va mal, aunque no dejamos de señalar que es su culpa, lo compadecemos y reiteramos nuestro cariño no sin antes haberlo criticado, ninguneado y vapuleado hasta mirarlo tan abajo que podamos, magnánimos y superiores, compadecerlo.
Pero ay de esa persona si le va bien, entonces le crucificamos con saña y la descalificamos hasta convencernos de que no tiene nada superior a nosotros y que no es mejor ni más capaz que cualquiera sino simplemente un engreído con buena suerte o buen apellido o buena cara o buen culo o buenas relaciones, un soberbio pagado de sí mismo que siempre consigue lo que quiere por razones nunca atribuibles al talento o al esfuerzo. No hay compasión ni perdón porque jamás le perdonaremos que tenga algo que nosotros no tenemos, jamás le perdonaremos que nos refleje de cuerpo entero en el espejo de las propias carencias.
El síndrome del cangrejo, pues. Ese lugar común que muy probablemente sea una falacia –ya los expertos en conducta cangreja podrían ilustrarnos con la verdad– pero que al ser un referente compartido, pinta bien el fenómeno del rechazo hacia quienes destacan.
Lo he observado montones de veces: desde que era niña y vi a los más avanzados de la clase vivir en el aislamiento y luego en las oficinas donde el empleado estrella invariablemente fue objeto de alguna conspiración hasta aquella historia que ocurrió en el reino de Nuncajamás, delegación Benito Juárez, donde tomaba un taller de creación literaria. Un día se apareció una chica guapísima que provenía de un estrato social más alto que el resto de nosotros. Tremendamente talentosa. Su primera entrega, un breve y poderoso cuento sobre un romance secreto entre aristócratas lleno de intriga, pasión, profundidad y tensión narrativa era digno de aplausos. Se sentó junto a mí mientras leíamos su cuento, le sudaban las manos y le temblaba la voz y movía la pierna derecha nerviosamente. Cuando terminó, llovieron los comentarios descalificadores a cuál más ridículo o absurdo: que no era realista porque la mayoría de las personas no bebe champaña, que el detalle de los guaruras era de mal gusto, que le faltaba o le sobraba una coma.
Éramos alrededor de veinte personas en el taller. Sólo el maestro que lo impartía, otro compañero y yo elogiamos el relato. (No me las doy de santa que he sido tan envidiosa y mezquina como cualquiera en otras ocasiones pero no esa).
Es que era guapa, talentosa y con dinero. Pucha, tenía todas las de perder, ¡vaya ironía!
Y entonces eligió pertenecer y con ello renunció a destacar.
Sólo hizo dos entregas más a lo largo del taller: grises, aburridas y predecibles como las que entregábamos los demás.
También hay un diagnóstico para esto, se llama Síndrome de Solomon y está basado en el experimento del psicólogo Solomon E. Asch en el que demostró que el 75% de las personas, estando en una dinámica de grupo, cambiarán su opinión o respuesta a una pregunta para demostrar que piensan, saben y ven lo mismo que los demás. Aún cuando la respuesta de la mayoría esté obviamente equivocada, tan equivocada como afirmar que una línea notablemente larga, era igual a otra de menor longitud –en eso se basaba el famoso experimento.
Todo con tal de no ser el otro, el uno contra el que atacarán los dos o más confabulados.
Triste, sí, pero también fascinante. Asch dedicó su vida a analizar y diagnosticar el peso de la presión social tanto en la psicología individual como en las decisiones personales y demostró, una y otra vez, que la conformidad, con-formitas o accommodare en latín, ese proceso para ser semejante en forma a los otros miembros de un grupo, es una de las motivaciones más poderosas en la conducta humana. Y entregarse a la forma es perder el fondo. Me parece.
¿Será que, más que cualquier otro impulso, nos mueve la necesidad de pertenecer y haremos lo que sea con tal de lograrlo?
A veces ser diferente implica “superar” –con todos sus matices- a la familia, a un grupo de amigos, a los compañeros de clase o del trabajo.
Y otras veces ser “diferente” implica simplemente tener preferencias sexuales distintas o querer llevar el pelo largo cuando los demás lo llevan corto, ser lento en un mundo de rápidos, gordo en un mundo de flacos o yo qué sé, la serie es muy larga.
¿Por qué será que todo lo que se ve distinto amenaza?
¿Por qué será que ese dos contra uno sigue siendo placer irresistible al que nos entregamos con apetito incontenible y desbordado?
@AlmaDeliaMC
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá