La vida es frágil, lo real puede repentinamente volverse surreal y la violencia es compañera cotidiana para los personajes de esta colección de cuentos.
Ciudad de México, 17 de junio (SinEmbargo).-Todos viven en el México de hoy, pero buena parte de los protagonistas son estadounidenses y quieren permanecer en el país a pesar de los muertos, los desaparecidos, la corrupción, la impunidad, el narco y otras contingencias que van volviéndose abominable «normalidad». Y es que México los atrae como un vórtice, los seduce, los retiene, a cada uno por distintos motivos.
Por estas páginas desfilan capos de los cárteles, aprendices de delincuente, una reina de belleza con horribles cicatrices, un chef que debe elaborar un platillo imposible o pagarlo con su vida, una pareja de enamorados cuyas familias pertenecen a bandas rivales, un pintor que se convierte en asesino# y en todo momento, un país para el que cada noche es un eterno salto mortal hacia mañana.
«No sé cuál sea el propósito de la vida, pero puedo decirles esto: todos tenemos una razón para estar en la Tierra, y no es para que nos secuestren, ni para morir en una balacera, ni para terminar tirados en una zanja, ni para ser el residuo de una narcoguerra.»
Fragmento del libro Sangre, sudor y México, de Josh Barkan, publicado con autorización de Alfaguara.
Nunca voy a saber cómo rayos le hizo el Chapo Guzmán para escoger mi restaurante. Fue la misma jugada que ha hecho en otras ciudades, como Monterrey y Culiacán. Era él, Guzmán, con todo su atuendo de narco. Traía puesta una gorra de beisbol con el camuflaje pixelado que el ejército americano inventó para Irak y una chamarra beige. Era uno de esos días fríos de junio, cuando ya empezó la temporada de lluvias, y el narco más rudo del país debió haber sentido un poquito de frío. ¡Qué locura! En mi restaurante. Con quince guardaespaldas hormigueando a su alrededor. Los guardias entraron primero. Todos balanceaban sus AK-47 en los brazos. Entraron rápidos y amables, sin detenerse ante el maître. El líder de los guardias, un tipo alto de bigote delgado bien recortado y arete de diamante, se lanzó al centro de la sala y gritó:
—El Jefe va a venir pronto. Denos todos sus bolsas y celulares y sigan comiendo. Nadie sale antes de que termine el Jefe. Si cooperan, todo va a estar bien. Se les devolverán sus bolsas y teléfonos cuando termine el Jefe. Dejen su cuenta. El Jefe pagará su comida.
Sabía que el Chapo era chaparro, claro, pero cuando entró fue sorprendente ver qué tan pequeño era el capo más grande. Entró rápido, como si supiera a dónde iba. Se volvió hacia la primera mesa, a la izquierda, y se presentó. Se quitó la gorra y dijo con mucha cortesía: “Hola, me llamo el Chapo Guzmán. Encantado de conocerlo”. Sonrió y le ofreció la mano a uno de los clientes, un viejo de saco azul que, por fortuna, tuvo la sensatez de ofrecerla de vuelta. Parecía como si acabara de ver un fantasma.
Guzmán fue de mesa en mesa dando la mano, como político pidiendo votos de aprobación. Pero por su manera de sonreír, con una mueca permanente y los ojos fijos en los clientes, parecía estar diciendo: “¡Les voy a caer bien! No soy tan pinche malo, ¿verdad?”. Después de llegar a la última mesa, soltó una risita y luego una carcajada. Era el bromista más rudo del mundo. Era el caballero máximo, dándoles la mano cortésmente a todos los parroquianos, después de haber matado a cientos.
Yo manejo a diario de Santa Fe al restaurante y veo a los vendedores de periódicos por la mañana. Corren por la calle, en los semáforos, tratando de encontrar clientes, agitan sus periódicos en el aire, y la primera plana siempre trae a un narco como Guzmán y algún dato sangriento, como los cuerpos que el Chapo disolvió en ácido en un rancho cuando se enojó con otros narcos, o fotos de cuerpos sin cabeza ni manos tirados en las calles de Veracruz. El Chapo mató al hijo de su cuñado. Tiene 55 años, es la cabeza del Cártel de Sinaloa, y es un narco listo, no solo porque escapó de prisión —con ayuda de docenas de personas a las que sobornó para que lo sacaran de una cárcel de máxima seguridad en un carrito de lavandería—, sino porque ha logrado vivir hasta los 55, cuando la mayoría de los narcos ni siquiera se acercan a ser abuelos.
Todo mundo sabe de él en México: que se casó con una joven reina de belleza, que acaba de tener gemelos en un hospital de Los Ángeles. Que el tipo controla toda la cocaína, mota y la mayoría de la meta y heroína que entran a Estados Unidos. Yo solo llevo dos años en México, montando el restaurante, pero quien haya pasado tiempo acá se sabe los nombres de todos estos narcos como si fueran los héroes y demonios de las telenovelas que pasan todo el día en cada cantina y en el hogar de cada ama de casa.
Así que no tenía que ser un genio para saber que el tipo que acababa de entrar en mi restaurante era capaz de matarme a mí y a todos mis clientes y yo era el chef principal.
El Chapo pidió que lo llevaran a una sala privada, atrás, donde a veces hay comidas para empresarios importantes. Mi restaurante está en Polanco, en la frontera con la colonia más cara de todas, Las Lomas, donde están los bancos internacionales. Mi comida es una mezcla de cocina francesa y nueva cocina estadounidense, lo que significa que se vale todo: fusión con toques asiá- ticos, wasabi con cangrejo al bourbon, cerdo con champiñones chaterelle en crema de jengibre y caviar de beluga espolvoreado, ensalada de arúgula con rodajas de trufa y salsa cointreau.
Diario me levanto temprano y voy al mercado de San Juan, en el centro de la Ciudad de México, para comprar los productos más frescos que encuentre. Al principio parece un mercado típico, en una amplia nave de concreto, pero los puestos están repletos de vegetales recién traídos en pickups por pequeños productores campesinos, e incluso hay un par de puestos coreanos en los que puedes encontrar verduras asiáticas, menos comunes en la Ciudad de México. La cocina de fusión ha estado de moda en Estados Unidos desde hace treinta años, pero en México es nueva, así que he recibido más atención aquí de la que obtendría un chef equiparable en Estados Unidos. Esa es una de las razones por las que vine a México. Un amigo mío que estaba viviendo aquí fue al restaurante en el que yo era chef principal en Pittsburgh, probó una pechuga de pavo curada que estuve conservando en la bodega, sorbió los vinagres caseros que estábamos usando para los aderezos y para los chícharos y zanahorias bebé en escabeche y me dijo que sería un éxito inmediato en la Ciudad de México.
Mi cuerpo está cubierto de tatuajes, con naranjas y azules brillantes arremolinándose en flamas de ciencia ficción por piernas y brazos, y la idea de ir a un lugar nuevo, fuera de Estados Unidos, me atrajo. Ya me había hartado eso de ser el “chef exitoso” en Estados Unidos. Al final me quedaba tras el cierre, con clientes que me adoraban, habían visto demasiados episodios de Iron Chef y creían que podía malabarear cuchillos y preparar comidas deliciosas en menos de media hora. La verdad es que la buena comida toma tiempo. Esos programas son una farsa. Se necesitan horas de planeación y experimentación. Fue lindo montar en la ola de la obsesión culinaria en Estados Unidos, pero quería ver si podía salir de mi zona de confort, ir a algún lado donde la comida no fuera sinónimo de pornografía, donde a la gente todavía le gustara por su sabor y no por lo que pregonaba sobre ellos. Así que salté ante la oportunidad de abrir el nuevo restaurante en la Ciudad de México.
Necesitaba clientes con dinero para hacer el tipo de comida que quería. Pero estaba buscando clientes que necesitaran que les despertaran el paladar, que todavía no lo hubieran leído todo en una revista lustrosa. Estaba buscando mercados nuevos para cazar ingredientes. Estaba buscando aventuras.
Llevaron al Chapo a la sala trasera y me mandó a llamar con uno de sus guardias. Si lo que estaba buscando eran aventuras, me iban a dar más de lo que había pedido.
Hay una banca de cuero fino apoyada contra una pared de la sala trasera y el Chapo estaba sentado en ella, recostado hacia atrás, sus piernas tan cortas que me dieron la sensación de que estaba balanceando los pies por debajo de la mesa cuando entré a conocerlo. Un guardia bloqueaba la puerta que daba a la izquierda, hacia el comedor principal. Otro me apuntaba con una AK-47. El Chapo estaba sentado, solo, esperando a hablar conmigo.
—Siéntate —dijo.
Me senté frente a él. Me miró de arriba abajo y escupió en la madera pulida de la mesa.
—¿Qué clase de disfraz de chef es ese? ¿Qué no tienes dignidad? Pensé que eras el chef más nuevo de la ciudad, el más a la moda. Pinche México. Todo mundo se cree bien pinche importante en esta ciudad. No saben nada.
Yo nunca uso gorro blanco de chef. Me parece ridículo y pretencioso. Normalmente me pongo la camiseta de alguna banda de rock retro que me guste. Tiendo a usar pantalones de bicicleta y crocs en la cocina, bajo mi mandil. Me gusta rodar cada vez que tengo un poco de tiempo, y suelo usar gorra de ciclista o de beisbol con algún logo de heavy metal. Traía puesta una gorra de beisbol, con las letras AC/DC sobre el frente negro. La verdad es que el Chapo y yo nos veíamos un poco parecidos, cada uno con su gorra.
—¿Qué clase de atuendo quiere que use? —le pregunté amablemente.
—Ten un poco de dignidad, cabrón. Si esta es la ropa que necesitas para sentirte importante, pues no trates de cambiar por mí. Pero pareces atleta amateur, no chef. Todo mundo quiere ser lo que no es. Los políticos fingen ser santos. Los rufianes hacen como si amaran a sus esposas. Pensé que un chef sería distinto… Pero ya vi que eres un fantoche, como todos los demás.
—Haré mi mejor esfuerzo —dije. Esto iba a ser más difícil de lo que pensaba. Sabía que si el Chapo Guzmán había entrado a mi restaurante, probablemente lo estaba haciendo como una suerte de relaciones públicas, para que todos en la ciudad supieran que este era su territorio, que podía ir y venir a voluntad, que podía traer una recompensa de cinco millones de dólares sobre la cabeza y burlarse de todos los policías antinarco del país. Si lograba entrar a un restaurante de lujo y pagar por todos a plena luz del día, entonces sería suficiente para inspirar terror en cada habitante de la ciudad. Había oído que ese era el efecto de sus jugadas en otras ciudades. Parecía un dios que podía ir y venir cuando quisiera, invulnerable a los límites humanos. Pero si estaba entrando a mi restaurante en particular, supuse que no solo era para dejar su punto claro. Si estaba entrando a mi lugar en específico, era para ver si la comida era buena. Mi trabajo, entonces, como el de cualquier gran chef, era hacer magia. Un chef realmente bueno sienta a alguien a la mesa, lo hace esperar más de lo que quiere, hasta que comience a salivar —como para ponerse un poco de malas, como para dudar de las cualidades de la cocina—, y luego sale con plato tras plato de maravillas inesperadas, con combinaciones de sabores que saltan y sorprenden, en un éxtasis perfecto, hasta que el cliente saca la cartera por iniciativa propia y paga mucho más de lo que cree que debería, pero sin remordimiento, con un clamor, de hecho, por la próxima oportunidad de comer más. Y durante todo ese tiempo, el chef solo tiene que idear algunos platillos en el menú que complazcan a todos. Cada persona creerá que la magia fue solo para ella, pero fue para los ochenta a cien clientes del día.
A la reticencia estaba acostumbrado. Que alguien estuviera diciendo que me veía como marica era otra cosa. Iba a necesitar mucho más que los trucos usuales para ganarme al Chapo. No parecía del tipo que quisiera matarme si no lograba hechizarlo, pero siempre era una opción.
—¿Quiere algo del menú hoy? —le pregunté. Usé psicología invertida. Sabía que si le preguntaba eso, diría que quería algo hecho solo para él.
—¿Parezco el tipo de hombre que come lo que están comiendo todos los cerdos de allá afuera? —respondió el Chapo. Apuntó a la puerta que daba al comedor principal. Normalmente hay un rumor de clientes hablando, comiendo, ordenando vinos finos y lamiendo con discreción sus cuchillos, aunque sea de mala educación. Puedes saber qué tanto les gusta la comida a tus clientes por la cantidad de salsa que dejan en el plato. Siempre inspecciono los platos cuando entran a la cocina. Donde hay marcas de que la gente limpió la salsa con pan, tomo nota y trato de hacer esas salsas más seguido, aunque siempre tienes que probar cosas nuevas.
Apenas si salía un sonido de la puerta que daba al comedor.
—¿Entonces algo especial, solo para usted? —dije.
—¿Sabes cómo me volví el Jefe? —interrogó el Chapo—. No solo maté gente. Cualquiera puede matar gente. Cualquiera puede ser el rudo más rudo del barrio. Eso te da un veinte por ciento de lo que necesitas para ser el capo —se inclinó hacia mí, como si estuviera a punto de darme la llave secreta del universo—. Me volví el jefe por idear un mejor plan. Me volví el jefe porque alguien me dijo qué tenía que hacer, y yo volví con algo mejor de lo que me habían pedido. ¿Quieres cincuenta toneladas de producto en Chicago para el lunes? Bueno, yo me encargo. Pero también voy a construir un túnel debajo de la frontera para poder mandar más de trescientas toneladas la semana que entra. Y voy a mandar dos clases de producto en los mismos aviones a Los Ángeles. Esos idiotas. Solo estaban mandando mota en los aviones y podían haber enviado coca.
Se asomó debajo de la mesa, como si quisiera asegurarse de que no había micrófonos que estuvieran grabando lo que decía.
—Es arreglárselas con menos para hacer más —estableció—. Así que esto es lo que quiero que hagas. Quiero que me des algo que sepa tan bien que casi me venga en seco, que haga que yo y mis compadres te demos palmaditas en la espalda y una propina de un millón de dólares por cocinar tan bien. Y quiero que lo hagas sin sal, sin pimienta y con no más de dos ingredientes. Y si puedes hacer eso, entonces es en serio. Te voy a dar una propina que no te esperas. Y si no puedes… —soltó su risita otra vez, la misma risa de bromista que les había soltado a los clientes, afuera, cuando se había presentado con ellos, el gran Chapo dándoles la mano—. Si no puedes —se llevó la mano derecha a la cabeza en forma de pistola, amartilló el pulgar, apuntó a su oreja y lo soltó—. ¡Pum! —comenzó a reírse.
Vine a la Ciudad de México con mi esposa. Tenemos un hijo de cuatro años y uno de los placeres de esta ciudad es ver lo amable, lo obsesionado con los niños que está el lugar. Aquí aman a sus hijos más que en cualquier lugar en el que haya estado. Mi restaurante está cerca del Bosque de Chapultepec y los domingos camino con mi esposa y mi hijo, Jimmy, por ahí. Ese día les delego la cocina a los sous chefs. Los lunes cierro el restaurante. Fue por Jimmy que abrí un restaurante de hot dogs gourmet en Pittsburgh, antes de mudarme a la Ciudad de México. Le encantan los hot dogs. Agarra un jocho con ambos puños y se lo embute. Hay algo primitivo en la manera en la que comen los niños, embutiéndose lo bueno en la boca, aventando lo que no les gusta al suelo. Detrás de la sofisticación de sabores de un restaurante de lujo, quiero que los clientes sientan esa energía primigenia, que sientan que se están embutiendo comida, aventándola al suelo, que se sientan como niños mientras se constriñen a sostener un tenedor frente a su boca y meterlo con delicadeza.
Me gusta ver a los clientes comiendo como animales. Me gusta verlos pelar los ojos con placer, igual que lo hace Jimmy cuando se come un hot dog con mostaza y todas las guarniciones.
Un par de días antes de que el Chapo entrara a mi restaurante, Jimmy estaba en el Bosque de Chapultepec, junto a uno de los grandes lagos artificiales en los que las fuentes escupen agua al aire. Corrió lejos de mi esposa y se trepó por el borde de piedra antes de que pudiera agarrarlo. Se metió derecho al agua. Pensé que podría ahogarse, aunque el lago no tenga más de un metro de profundidad. Yo traía puestos mis pantalones de ciclista porque había ido al restaurante antes, para revisar cómo iba todo. (El domingo es mi día libre, pero a veces me aparezco, inesperadamente, para asegurarme de que todo se mantenga a la altura.) Salté sobre el borde del lago con toda mi ropa y zapatos puestos, agarré a Jimmy y lo lancé al aire, fuera del agua.
—Nunca hagas eso otra vez, Jimmy —le dije.
Nos había dado el susto de nuestras vidas a mi esposa y a mí. Jimmy pensaba que todo había sido divertidísimo. Rio y me escupió agua, directo a los ojos. No tenía idea del peligro en el que estuvo.
Así que ya no se trataba de mí, me percaté mientras regresaba a la cocina a cocinar para el Chapo. Se trataba de mí y de mi esposa y Jimmy y todos los clientes. Ir a un restaurante es poner tu confianza en el chef. No solo se espera que el chef deleite. Se supone que bloquee las presiones del mundo por unos minutos. Durante un par de horas, el cliente se sienta a la mesa, con un lindo mantel blanco, y se le permite olvidarse del mundo exterior, olvidar ese trato de negocios que está saliendo mal o a su abuela agonizante, o el problema que tiene con su cónyuge. La mejor comida puede ser un amuleto, algo que aleja el mal, como un chamán. Podía sentir el peso de la magia que debía hacer mientras entraba a la cocina.
Puede parecer una locura, pero a la gente le gusta comer lo que es. Si tienen hábitos voraces no pueden cambiar, les gusta la comida dulce. Si son tacaños con su dinero, prefieren comer pan y puré de papas. Si son ostentosos, les gustan las verduras elaboradamente delgadas, fritas y apiladas como un sombrero elegante. Todos somos caníbales y nos Sangre, sudor y México FINAL 090317 rv2.indd 21 3/9/17 6:36 PM 22 comemos a nosotros mismos, nos comemos los secretos que llevamos dentro. Hay una razón por la que el pedófilo tiene dientes mal cuidados, dientes que han comido demasiados dulces.
Fui al refrigerador de carnes principal y comencé a sacar cosas que pensé que le gustarían al Chapo. El Chapo era un toro chaparro. Era un animal. Era oscuro y terroso. Bufaba al hablar. La res, sola, no sería suficiente para llamar su atención. Necesitaba algo más oscuro. Pensé en un jabalí salvaje que tenía, en alce o venado. El jabalí podría estar cerca, pero el alce y el venado eran demasiado delicados. Si hubiera podido encontrar un pedazo de búfalo de agua, habría sido perfecto. Una vez comí una porción de carne curada de búfalo de agua, en un restaurante en Sri Lanka y sabía tan negra como la gruesa piel del animal.
Y entonces me di cuenta de que solo una cosa haría completamente feliz al Chapo. Carne humana. Sabía que la carne humana lo lograría. Pero no podía darle lo que quería a menos que pudiera cortar esa carne de mí mismo, para salvar mi propia vida y la de los clientes afuera, que esperaban a ver si llegarían al día siguiente.
Encontré un bloque de res wagyu y lo saqué del refrigerador. Lo corté en tajadas finas y delicadas, y luego las apilé en seis platos distintos, para el Chapo y sus matones. El primer ingrediente sería la res. El segundo sería sangre humana. Tomé uno de los cuchillos filosos de la pared de utensilios cortantes y me abrí el pulgar. Exprimí gotas de sangre sobre la res y dejé que el color carmesí se hundiera en los delgados cortes de carne. Los platos se veían coloridos y solo había dos ingredientes. Hice el plato del Chapo más grande que el resto, para acomodar su enorme ego. Estaba a punto de decirles a los meseros que los sacaran, pero entonces me detuve por un instante y probé la carne. Los ingredientes estaban mal. El platillo estaba cerca, pero no exactamente bien. Había una amargura, un salado duro en mi sangre que no era perfecto, como si la totalidad de mis experiencias de vida saliera en ella y me di cuenta de que la sangre normal no bastaría.
El Chapo había comido de todo. Había comido, suponía, en los restaurantes más elegantes de Las Vegas y Londres, Tokio y París. Su imperio era global. Sabía que era multimillonario. Este platillo tenía que ser distinto a cualquier cosa que hubiera comido en cualquiera de esos restaurantes de lujo. Pero la sangre normal no bastaría. Pensé en los lechones, corderos y terneras que eran la sustancia de todo gran restaurante europeo. Era justamente la ternura e inocencia de esos animales, exactamente lo mismo que hacía que los vegetarianos se crisparan ante esos platillos, lo que hacía que los carnívoros se deleitaran con tal comida. Como la gente vieja que se embarra cremas para quitarse las arrugas, el comensal está hambriento de zanahorias bebés, los chícharos más jóvenes y otros brotes y lechugas tiernas, ansía pasarlos por su lengua antes de masticarlos e ingerirlos. El deseo de alguien como el Chapo —que había devorado a mujeres jóvenes como su esposa y que se vestía como estrella de hip hop adolescente— de evitar su verdadera edad era fuerte. Necesitaba dominar a toda la gente a su alrededor, como un viejo sucio que caza chicas jóvenes. Así que supe, de pronto, que necesitaba la sangre de un niño.
Salí por la puerta al comedor principal. Había ahí una docena de guardias del Chapo viendo comer a los clientes. La mayoría de sus platos estaban vacíos, y estaban esperando a que el Chapo terminara para poderse ir. Cuando entré al comedor, oí gritos ahogados de algunos de los clientes y vi a una mujer mayor comenzar a llorar. No tenía idea de lo sangriento que se veía mi delantal. Vi a una niña pequeña con dos largas colitas que le colgaban por la espalda del suéter azul tejido a mano. Su madre la estaba abrazando con fuerza, a su lado, y le decía, con dulzura, que no se preocupara. Fui hacia la madre, bien maquillada, que parecía como si fuera al spa una vez a la semana. Tuve que convencerla de que renunciara a su hija.
—Mi hijo se llama Jimmy —dije—. Parece de la misma edad que su hija. Por favor, confíe en mí si le digo que necesito que su hija venga a la cocina un segundo.
—¿Por qué? —preguntó la madre. Parecía torturada, como si estuviera en medio de un asalto a un banco y yo me acabara de convertir en uno de los asaltantes.
—Habrá tiempo para explicarle después —dije, en una voz tan calmada como pude. Traté de ser imperioso. Una orden sería la única manera de lograr que la madre renunciara a su hija. Dije en una voz suave, pero firme e imperiosa:
—Necesito que su hija venga a la cocina conmigo.
—Solo si yo voy también —dijo la madre.
¿Quién es Josh Barkan? Fue ganador del Lightship International Short Story Prize y finalista del Grace Paley Prize for Short Fiction, el Paterson Fiction Prize y el Juniper Prize for Fiction. Es becario del National Endowment for the Arts. Ha enseñado escritura creativa en Harvard, Boston University y New York University. Con su esposa, una pintora mexicana, divide su tiempo entre la Ciudad de México y Roanoke, Virginia.