«En primera persona y a primera sangre», dice un crítico a propósito del nuevo libro de Sabino Méndez, quien pecó durante la movida madrileña y ha vivido para contarlo.
Ciudad de México, 17 de marzo (SinEmbargo).- España, años ochenta. Surgen como setas grupos de rock con ganas de comerse el mundo. Hay barra libre de caballo y otras sustancias. Muchos rockers veinteañeros se pasean por el lado salvaje al que cantó Lou Reed y coquetean con aquello del vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver.
Sabino Méndez estuvo allí y sobrevivió para contarlo. Esta es la crónica de primera mano de una década convulsa y creativa, que el autor vivió entre Barcelona y Madrid como integrante de Loquillo y Trogloditas y letrista de algunas canciones que se convertirían en himnos.
El libro habla de la gestación del grupo, de las giras accidentadas, de la relación con otras bandas como Alaska y los Pegamoides, Radio Futura, Gabinete Caligari, Siniestro Total, los Burros de Manolo García y Quimi Portet…
Y también de la industria discográfica, los locales legendarios, los críticos que se movían alrededor de esa pujante escena musical, las actitudes punk y rockabilly y el mito y la verdad del «sexo, drogas y rock and roll».
Fue una época de rebeldía, genialidades y excesos, una década canalla y prodigiosa durante la que el país se transformó y algunos se asomaron al abismo. Méndez la evoca sin mistificaciones ni edulcoramientos. Escrito en el año 2000, Corre, rocker merece sin duda ser recuperado: no solo es uno de los testimonios más lúcidos sobre ese periodo, sino también una crónica personal de una extraordinaria potencia literaria.
Fragmento de Corre, rocker, de Sabino Méndez, con autorización de Anagrama.
I. DEFICIENTE
Nunca cesaremos de buscar y, sin embargo, la
meta de todas nuestras búsquedas será retornar al
punto de partida y conocer ese lugar por primera vez.
T. S. ELIOT, Little Gidding
Dos individuos, desnudos de cintura para arriba, caminan con cuchillos entre los dientes por la cornisa del tercer piso de un hotel de provincias en medio del insomnio estival. Animal es uno de ellos. El otro soy yo.
La escena pertenece a una noche del verano de 1987. Animal era nuestro manager de carretera y mi compinche favorito de travesuras. Se encargaba de poner a los músicos en pie cada día y asegurarse de que eran depositados a la hora prevista en el escenario adecuado. Ambos sufrimos procesos paralelos de desengaño de aquel mundo de glamour y analfabetismo. Como desahogo, encontramos complicidad en dinamitar de una manera infantil las convenciones y el proceso lógico del comportamiento humano.En un hotel de máximo lujo le aposté medio gramo a que no era capaz de bajar completamente desnudo desde nuestro cuarto piso hasta el mostrador de recepción para pedir una cajetilla de tabaco en una hora intempestiva de la madrugada. No solo ganó la apuesta sino que yo le seguí en pijama durante todo el trayecto para comprobar que no hubiera engaño. Al volver en el ascensor, Animal todavía lamentaba que ninguna dama hubiera coincidido en el habitáculo con nosotros para intercambiar las convencionales frases sobre el tiempo.
Pero volvamos a la escena de la cornisa. Los últimos recuerdos sobrios que guardo de aquel día son de indignación. Nos escandalizó que la empresa organizadora del concierto, en lugar de suministrarnos las bebidas indicadas contractualmente, nos hubiera inundado el camerino con whisky nacional de una marca bien conocida. De ponerse en tratos con esa etiqueta, después de la sexta copa el hígado aúlla enloquecido, y todas tus reservas de raciocinio corren a concentrarse a toda prisa en dicha víscera para evitar que empiece a palpitar de una manera compulsiva. Una vez huidas todas tus neuronas en dirección al hígado, no es de extrañar que el cerebro se quede vacío. Y es sabido que un ser humano con la mente en blanco es capaz de todo.
Solíamos poner en práctica entonces nuestras particulares ideas acerca del diseño interiorista de camerinos y habitaciones de hotel. Después de sacar todos los muebles de nuestro cuarto y distribuirlos por los pasillos y vestíbulos del establecimiento, lanzábamos por la ventana los cuadros que no merecían nuestra aprobación. Completado nuestro planteamiento informalista, emprendíamos excursiones por las diversas plantas del edificio en busca de nuevos espacios que admitieran una redefinición. Lo más llamativo es constatar, con la perspectiva del tiempo de por medio, que aquella estúpida línea de conducta tenía para nosotros una lógica inapelable. Es absurdo, ya lo sé, pero aquel día llamaron nuestra atención las luces y voces que llegaban desde la habitación de Ricard Puigdomènech al otro extremo de nuestro piso. De una manera harto optimista, interpretamos que se estaba celebrando una fiesta y planeamos nuestra contribución con una simpática sorpresa. La ventana iluminada estaba separada de nuestra habitación por poco más de siete u ocho metros de cornisa, esquina incluida.
Nos desnudamos de cintura para arriba, cargamos dos navajas de resortes entre dientes y empezamos a serpentear por la fachada del tercer piso del edificio. Las instancias divinas velan por los idiotas inofensivos y solo yo tuve un pequeño tropiezo al doblar la esquina. Cerca anduve de ser el primer músico de rock que pasa a la posteridad por estrellarse contra un macetero manchego en lugar de la canónica sobredosis, pero me ayudó la robusta mano de Animal.
Emitíamos aquellos alaridos e imprecaciones que en nuestra opinión se les suponía a los corsarios y, puesto que el rechoncho cuerpo de Animal obstruía más de la mitad de la ventana, lo arrastré en un impulsivo aterrizaje cuando caímos rodando en el centro de la habitación. Solo entonces nos dimos cuenta de que el motivo de las luces y voces no estaba originado por ninguna fiesta. La única realidad visible era la presencia del conserje del hotel manifestando su más enérgica queja por el escándalo que provenía de las habitaciones de los músicos. El agresivo empleado, en medio de su reprobadora perorata, vio entrar a dos salvajes semidesnudos por la ventana del tercer piso de su establecimiento. Vociferábamos y llevábamos el brillo de la ansiosa fiebre alcohólica en los ojos. Jugábamos a ser Ben Gunn y John Silver. Como mínimo, le chafamos un poco la seriedad litúrgica de su papel de representante de la sensatez. Debió de tomárselo bastante a pecho. Solo recuerdo que vi a un tipo gordito, parado en medio de la habitación, mirándonos con ojos desorbitados y farfullando algo de «llamar a la policía». Para explicar lo que sucedió a continuación debo decir algo sobre las diversas edades del ser humano.
Sé, por experiencia, que la adolescencia es una etapa particularmente anómala de nuestra evolución como personas. Es un fenómeno curioso, y no sé si muy común, pero a esa edad la palabra «policía» desataba en mí una extraña complejidad de procesos. No digo que odie a la policía; doy por sentado que este mundo no es ideal y su existencia (al igual que la de los programas de debate televisivos o los adhesivos que se pegan en los coches) es quizá una imperfección necesaria. Pero, bajo los efectos combinados del alcohol y la adolescencia, la palabra me provocaba unos curiosos efectos secundarios.
Así que el gordito no debía haber dicho aquello. Miré su tripita abultada que empujaba hacia fuera los botones de la camisa y, mientras mis consternados camaradas elevaban la mirada hacia el techo, avancé empuñando la navaja y apoyé la punta suavemente en su pequeño ombligo. Todos cuantos me conocían sabían que tenía tanto de inofensivo como de teatral. Intentando parecerme al máximo a esos armarios agresivos que nos promocionan como héroes los guiones cinematográficos, quise preguntarle de qué estaba hablando, pero solo conseguí semiasfixiarlo con mi pastoso aliento.
El filo seguía fláccidamente apoyado en su panceta. Por un momento, juro que vi en el reflejo transparente de su iris un amplio abanico de las más destacables emociones humanas. Rabia, miedo, duda, perplejidad, odio… Todo estaba allí, y yo tenía la llave a la altura de su abdomen. Me pasé, pues, una eternidad de segundos balanceándome ebriamente con una sonrisa idiota delante del matón. Estoy seguro de que solo me aguantaba en equilibrio a causa del punto de apoyo de mi faca en su barriguita. Por fin, alguien decidió salvar la situación y desvió mi trayectoria hacia la puerta, conduciéndome dócilmente hasta mi habitación. Las iras del conserje fueron aplacadas y Animal fue expulsado a cuatro patas de la habitación mondándose de risa. Mercedes Martín, nuestra road manager principal, había decidido hacía ya rato encerrarse en su habitación, tragarse un par de píldoras para dormir e ignorar cualquier tipo de queja hasta el día siguiente. Entonces, aparecería fresca y sonriente para poner todo en movimiento de nuevo y hacerse cargo de la cuenta de desperfectos.
Lo importante es que, al amanecer, sobrios o ebrios, frescos o aniquilados, los cuerpos de los integrantes del grupo estén con todas sus extremidades íntegras en su correspondiente colchón de alquiler. Es secundario que en ese nuevo día yo tuviera curiosas e ingenuas ideas sobre el poder, la violencia y la humillación.
Si en un incidente confuso había obtenido aquella cascada de sentimientos, qué caótica sensación de entropía deben de tener la víctima y el verdugo, aquellos dos puntos de la imaginaria línea que une al usuario de un subfusil con su blanco en los actuales conflictos bélicos. Estaba lejos aún de conocer que esos términos son generalidades de dudoso sentido práctico. La adolescencia es efectista e impresionable. Pero toda esa maquinaria demente que vemos en los noticiarios televisivos puede convertir una cabeza humana en una hamburguesa a más de cuarenta metros sin apelar apenas a la conciencia. Desde entonces, sé que existe una realidad en algún sitio y jamás podré ver la imagen de una ejecución sin eructar una poderosa imprecación que nace en el músculo donde las generalidades se transmutan en emoción. Y no se trata de un impulso ético; es simplemente temperamento.
Entender y verbalizar las contradicciones de esa naturaleza se nos niega en un principio, y aún no estoy seguro de hacerlo con precisión. Me pregunto cómo es posible que fuéramos tan torpes en aquilatar los significados de tan tempranas vivencias, y no encuentro la respuesta. Además, ahora me cuesta fijar todos esos recuerdos. Hay algo que nos desenfoca la imagen. No consigo ver con claridad. Ah, sí, ya comprendo. Lo que me ha deslumbrado por un momento han sido los fogonazos de varios flases fotográficos. Caminamos por un pasillo hacia una especie de sala de actos. Los fotógrafos no son muchos, apenas los correspondientes a dos o tres informativos musicales. Es un ritual de estilo californiano al que tanto ansían acercarse los españoles de hoy mismo. Nos dirigimos hacia una rueda de prensa, lugar más que interesante para intentar hacer unos cuantos descubrimientos. El escenario se compone ahora de una mesa alargada en la que tomamos asiento los cinco componentes de la banda. Enfrente, y siguiendo las pautas de comportamiento esplendoroso que estamos acostumbrados a desear, se alinea el público. Los profesionales son aquí un escaso, escasísimo número; el resto de la sala se completa con simpatizantes, admiradores,
esforzados aficionados y algún sincero seguidor.
Como me suele suceder cuando se prepara una descarga de locuacidad, me quedo algo ausente por un rato y no oigo las primeras preguntas. Mi imaginación despega, vuela alto, alto, y veo todo aquello desde fuera. A mi lado, nuestro cantante compone una vez más su pose habitual y emite el usual cargamento de frases precocinadas en casa. Las sentencias lapidarias, los lugares comunes y las ideas preconcebidas empiezan a desfilar pesadamente. Todo esto es demasiado previsible. A causa de ello, sé que terminaré una actuación en las comarcas de Gerona con los pantalones por los tobillos, exhibiendo mis calzoncillos y gritando al público que los amo. Tanto eso como caminar semidesnudo por las cornisas pueden delatar una lamentable desorientación o, simplemente, la voluntad de introducir lo inesperado en un futuro con los pasos ya muy marcados.
Nuestro cantante no parece aburrirse con esa expectativa de futuro. Desea el papel de líder generacional juvenil, y mientras se vendan suplementos dominicales existirán generalidades sobre las que reflexionar sin verse obligado a añadir nada al tópico. No importa que hayamos crecido lo suficiente como para dejar de comprender a aquellos que una vez pudimos representar. No importa que ellos, los muy tenaces, se resistan a ser representados. No le importa el embrutecimiento de la sensibilidad que suponen las audiencias amplias. En el fondo le comprendo. Hemos creado un personaje, una máscara a cuyo amparo se elimina la ansiedad. A esa máscara él contribuye con la imagen, el movimiento, la interpretación, y yo escribo los contenidos, las ideas, el discurso que emitirá. Es un personaje imaginario detrás del cual nos escondemos. De manera inesperada, fuimos a descubrir que en ese escondite podía refugiarse un número insospechadamente amplio de gente. Me siento como un niño malinterpretado. Mi mente se ausenta más y más. Vuelo cada vez más alto y, una vez allá arriba, me paro y cojo perspectiva.
Y veo allá abajo a un tipo sentado que soy yo. Con un personaje imaginario a su lado que, en nombre de conceptos que no deberían tomarse nunca en vano, busca allanarse el camino hacia el éxito. Se habla en privado de vender rebeldía como si fueran enciclopedias y, en público, los peores momentos se decantan hacia la demagogia.
De golpe, presiento que nuestro cantante se está sonrojando visiblemente. Alguien debe de haberle puesto en un aprieto con una pregunta imprevista. Será mejor que le eche una mano. O quizá es que se ha dado cuenta de mi mirada absorta, fijamente clavada en él. Suele ser así. No hay nadie más tenso y más pendiente de lo que pasa a su alrededor. De reojo, de soslayo, siempre comprobando el entorno, como temiendo que alguien le coja en falta. A veces, especulo con la idea de que algunas personas, con agudas manifestaciones de temprana timidez, terminamos inventándonos un personaje desmesurado que disimule nuestra improcedente vulnerabilidad, y corremos el peligro de quedarnos encallados toda la vida en intentar interpretarlo sin fisuras. El personaje debe ser colosal, fabuloso, y su interpretación completa, algo perennemente inalcanzable.
Pero fantaseo demasiado. Mi mente vuela y divaga, y cuando eso sucede, no es extraño que el hilo de pensamientos se corte súbitamente dejándome caer de sopetón en la realidad.
Aterrizo, pues, justo en medio de la rueda de prensa en el momento en que un chaval sonrosado con gafas metálicas hace un resumen de los últimos diez años en forma de pregunta. Sabe que toda esa década era impensable escasamente dos años después de la muerte del dictador. Habla de dandismo, caída de las utopías, posmodernidad, punk, transición democrática, normalidad versus frivolidad, blablablá… En el fondo, solo quiere saber qué fue lo que detonó toda aquella deflagración juvenil de numerosas direcciones multicolores.
Después de mi estado ausente libero un torrente de locuacidad. No lo puedo remediar. Sé que nuestro cantante me odia por ello, pero es más fuerte que yo. Los recuerdos y reflexiones brotan imparables y parece que hable conmigo mismo. Los minutos pasan y veo en su rostro la incómoda sonrisa de aquel que teme ser eclipsado. Me esperan problemas y celos, pero estoy demasiado arrebatado para atenderlos.
Al fin y al cabo celebro que haga esa pregunta. Siempre me ha llamado la atención que, coincidiendo con el momento en que en ámbitos muy alejados Octavio Paz sentenciaba de muerte a las vanguardias, un montón de niños (para cuya edad resultaban inalcanzables las etiquetas de las academias) perpetraran toda una recuperación de géneros clásicos de la música popular del siglo. Ellos, de una manera infantil, decretaron por su cuenta la muerte de sus utopías con el juego del movimiento punk. Irracionalmente, sin noticia previa y en su propio idioma, sintonizaron de una manera absurda, extraña e improcedente con lo que luego secuenciarían los manuales de estudio en sus niveles abismales. De acuerdo, lo nuestro fue un trabajo de superficie, pero el paralelismo es desconcertante, inexplicable de puro prístino. Lo que no entiendo es cómo empezó todo.
Déjenme recordar. Permítanme que haga un flash-back. Desplacemos la cámara en travelling lateral por las calles del barrio de Horta, la periferia barcelonesa donde nací. Sí, ahí mismo. Pare. Un poco más a la derecha. Ajuste un poco el foco. Ese adolescente de pelo largo también soy yo. Ahí tenía dieciséis años y, evidentemente, ese muchacho ha perecido. Como muerto debe hablarnos. Vamos a concederle la palabra. Haré un esfuerzo mental y lo veremos en color en lugar de este blanco y negro difuso. Sí, ese mismo soy yo.
2
Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que la industria de la música moderna es la única rama profesional del comercio donde los ingresos económicos son inversamente proporcionales a la calidad de tu producto.
Yo, señor, resignado desde bien muchacho a reconocer honestamente la evidencia de mi más absoluta torpeza y falta de talento, no es extraño que pensara en tal medio como el único que me permitía el vislumbre de un futuro de prosperidad y opulencia delirante.
Fuera porque el cielo estaba ya telematizado, o porque el sastre de Satanás trabajara rápido en aquellos días, lo cierto es que mis deseos se vieron cumplidos amplia e instantáneamente.
A los veintitrés años ya teníamos una renta de tres discos en el mercado, manteníamos holgadamente nuestras casas y además viajábamos, ganábamos dinero, bebíamos, éramos nuestros propios jefes, volvíamos a beber, firmábamos contratos, firmábamos autógrafos, y al final de todo eso bebíamos alegremente de nuevo.
El supuesto oropel del mundo del espectáculo me aburrió mucho más rápido de lo esperado. No entiendo bien por qué. Desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba, y descubrí que me hallaba en un medio hostil, poblado por una triste pandilla de gregarios en lugar del esperado parnaso donde las conversaciones se encienden como castillos de artificio.
Ganar provecho y favorecer nuestro negocio. Comprar voluntades, no inquirir la impostura y callar los beneficios. Alargar la mano y tomar algunas bolsas de las que más cerca se deslizaran. Estas y otras razones, tal decía nuestro manager.
«He de aceptar que, al cabo de algún tiempo, maquillarse el alma y vestirse de regocijo para asistir a espectáculos donde unos nos alabábamos a otros me resultaba, cuando menos, un poco rutinario y vacuo. Hay que reconocer que entonces la ruindad todavía no había hecho acto de presencia.
«Yo era joven. Quería ver la vida que yo imaginaba verdadera, respirarla, desechar las sensaciones de segunda mano. Recuperé los viejos libros de los bohemios y me dirigí hacia la marginalidad. Escapé del trueno y di en el relámpago. No se trata de saber si acerté o no; cada uno de nuestros yoes es irrepetible y el único drama irreversible es que uno de ellos se aniquile en el intento. De así suceder, se aborta el maravilloso espectáculo de la exuberancia de posibles identidades que lo sucederán. Solo deseo que no desfallezcáis. Puede que estas líneas os resulten abstrusas, pero si conseguís pasar de las alucinaciones de este primer capítulo, el resto es cuesta abajo. Tras esta prosa silvestre y alicatada que irá perdiendo fuerza progresivamente no se esconde otra cosa que, tenedlo en cuenta, un canto al ser humano.
3
En mi casa quien tenía oído musical era mi hermana; a mí me interesaban las narraciones. Antes de cumplir trece años ya había escrito mi primera peripecia de aventuras, dos o tres comedias infantiles y entretenía a mis compañeros de clase dibujando ficciones o explicando a la salida del colegio inexistentes películas que nunca había visto.
Mi abuelo, que vivía dos pisos por encima de nosotros, era estrictamente el «hombre bueno» de Machado. Crecí jugando en sus rodillas y en los dibujos de su alfombra. Quizá la causa de que la realidad se me revele un asunto ajeno a mi competencia pueda encontrarse en la educación católica que recibí. Conservo el entrañable recuerdo de mi madre, allá arriba en lo alto de su silla, soldando cuellos de camisa para pagar las cuentas del colegio salesiano. Recibí de los sacerdotes una educación valiosa e imprecisa, trufada de recomendaciones disparatadas. El punto más débil de su pensamiento era que basaban su epistemología en el comentario de texto de dos obras: un relato corto titulado El Catecismo y una novela por entregas llamada La Biblia. La trama resultaba enrevesada y la sintaxis bastante pobre. Los personajes quedaban desdibujados en su mayoría. Aparecían tres simpáticos contrabandistas que se dedicaban a transportar metales preciosos a través de las fronteras. Uno de ellos, Baltasar, era un claro antecedente de la novela nacional africana. Se esbozaban rudimentos de perspectivismo y narrador fragmentado. Recuerdo una segunda parte con cuatro periodistas que asistían a la rueda de prensa de un afamado surfista de Nazaret y posteriormente cada uno de ellos daba su versión del asunto.
Contado así podría parecer interesante, pero el autor fracasaba en la estructura y en el ritmo narrativo, dado lo cual prefirió negarse a firmar la obra, quedando esta como anónima y desperdiciándose un amplio horizonte de derechos de autor.
Enterado, pues, de que el escribir bien, aparte de no dar dinero, era tarea ardua y tortuosa, decidí amortizar mi excedente de talante narrativo escribiendo canciones. Descubrí entonces que el hecho de la música era un fenómeno físico, el resultado del desplazamiento del aire en frecuencias de vibración más amplias o más cortas. La idea de que unas frecuencias fueran más bellas que otras en razón de su cuna se me antojó inmediatamente inaceptable. Pronto descubrí que el código armónico de cada oyente es el que connota como agradable o desagradable las diversas combinaciones de frecuencias. A partir de ahí empecé a ver cierta luz en todo aquel asunto. La música se juzga de acuerdo al gusto estético del público más masivo, que, por qué no decirlo, suele ser del tipo filisteo que adora las figurillas y los adornos con rosas.
Únicamente hacer la pirueta mental de convertir el rosa en el color de la muerte y el negro en el más alegre de la gama, para luego mezclarlos todos y volver a empezar, me parecía premisa válida para cualquier juego artístico donde todo debería estar permitido. En mi juventud, la más absoluta unanimidad del resto de la humanidad en oponerse a este planteamiento comprando los discos de Mecano solo para fastidiarme a mí me contrarió mucho. Afortunadamente uno descubre pronto a Rimbaud.
En lo que tarda en darse tal descubrimiento, uno se compra un instrumento musical deduciendo que, de cara a las muchachas en flor, ese tipo anodino que en las fiestas está parado como un inútil al lado del tocadiscos resulta un poco más interesante si, por lo menos, hace el pasmarote con una guitarra colgada del omóplato. No cabía el alma de contento conmigo por haber desentrañado tantos misterios, cuando descubrí que la solución de un problema lo único que hace es poner al contacto con la atmósfera una nueva capa, más sensible y dolorosa, de tejido problemático.
Yo no era guapo, era injustificadamente tímido, no sabía hablar a las mujeres y me movía como un pazguato. La tendencia del público en general resultó ser, de forma incomprensible, de rechazo a estas cualidades. Mis dos primeros grupos quinceañeros fracasaron ya antes de empezar.
Conocí entonces a un cantante que, a falta de mejores prendas mencionables, por lo menos medía casi dos metros y se le veía desde muy lejos.
Los dos pícaros unieron sus esfuerzos para asaltar aquellos castillos de los que se sentían excluidos. Formaron un grupo que tocaba mal, pero con furia, y exponían de manera airada sus quejas. Su extrema juventud y algunos acontecimientos históricos absolutamente fortuitos les colocaron en una posición de ventaja.
Unos años antes, mientras nuestros dos pícaros estaban ocupados en la tarea de perder el lastre de la virginidad (y en el trance de hacerlo, intentando acertar en el orificio correcto), murió el general que había tenido bajo su bota a todo el país durante cuarenta años. A lo largo de un lustro irrepetible, entre 1977 y 1982, el temor mutuo de los diferentes aspirantes, la prudencia de aquel que juega una partida política que no le permite levantar la vista de la cancha y cierto liberalismo europeo en alza provocaron que los siempre herméticos círculos del poder dejaran a los ciudadanos, por una vez, un poco a su aire.
Quienes más lo notaron fueron los jóvenes, incautos recién llegados a la fiesta que creyeron siempre así el baile. Se convocaban jornadas libertarias con éxito de público, se vendían en los quioscos publicaciones contraculturales, se organizaban colectivos de jóvenes en los barrios con delicuescentes aspiraciones artísticas. Recuerdo nombres como Ajoblanco, Star, Discoexprés, Makoki, La Cochu o Cascorro Factory. Por las fronteras recién abiertas se colaron todos los movimientos juveniles que Europa había asimilado lentamente en veinticinco años, solo que aquí llegaron de golpe. Por supuesto, siempre habían existido elites avisadas que los conocían de primera mano, pero ahora, por primera vez, esa brisa llegaba con naturalidad hasta los barrios del extrarradio. El colofón fue la irradiación desde Londres casi inmediatamente del movimiento punk, una inconcreta insurrección estética adolescente de indefinidos tintes ácratas que anunciaba el fracaso de las utopías y negaba la validez de cualquier posible futuro adulto. Fue un privilegio vivir esa fiesta extremadamente volátil. La separación de dos años en la fecha de nacimiento entre los veinteañeros comportaba diferencias de influencias y descubrimientos abismales. Todo era velocísimo.
En los años siguientes, los habituales círculos herméticos, hecho el reparto parcelario de favores, anunciaron que se había acabado el recreo. Pusieron orden en el patio y empujaron suavemente al centro de la plaza el tótem de las razonables esclavitudes cívicas. En Cataluña, donde una coalición de conservadores nacionalistas ganó las primeras elecciones autonómicas, se notaron enseguida los efectos de la ofensiva bienpensante.
Quedaron, pues, nuestros dos pícaros abandonados al ingenio de sus propios recursos. Como secuela, arrastraban una perspectiva de la realidad ilusoria, producto del espejismo en que se formó el barro de su edad más decisiva. Como efecto secundario, les aquejaba una nada recomendable enemistad con el futuro. De una manera estrambótica (es decir, como siempre sucede en la vida cotidiana) esos restos se mezclaban en los dos pícaros que éramos con una clara vocación de medrar, trepar y ganar voluntades. Nos diferenciaba la artesanía de nuestras respectivas imposturas. Éramos un actor y un escritor, dos contadores de cuentos con el acceso al palacio de la pamplina obstaculizado por una hora de metro desde la periferia al centro. Lo entrañable y encantador era la ingenuidad de la perversión adolescente, característica de la década que se avecinaba. La miopía de las instituciones les hizo desdeñar cuán barato podía comprársenos. Ahí empezó la década de los ochenta. Tan solo el pasmo displicente de los corruptores habituales frente al inesperado espectáculo de tan variado excedente de oferta nos salvó a muchos jóvenes de la época de un futuro de ignominia, y ello me permite estar aquí hablándote de esta manera.
4
He aquí el índice de la historia que el entrevistador podía haber copiado en su bloc de notas. Y podría haberlo hecho de haber formulado yo la respuesta en esos términos. Pero no lo hago así. No procede. Sé muy bien cuál es mi papel y lo que se espera de mí. Lo adecuado en estos casos es recitar, en lenguaje coloquial, la sudada historia de esfuerzos, animada por alguna ingeniosidad, que ilustra la hoja de promoción de discos.
Regla número uno: Hay que respetar las convenciones del juego. Regla número dos: Sin embargo, el juego no debe
ser demasiado evidente.
En el reino de la apariencia y el simulacro debes hacer lo que todo el mundo sabe que estás haciendo, pero sin
mostrar claramente que lo estás haciendo. ¿Comprendido? Promociones, crítica y medios de difusión se preocuparán
más de lo que aparentas intentar hacer, y es muy probable que el público acepte esta interpretación. Todo es ficción, apariencia, pretensiones e incluso, en algunos casos, buena voluntad. Esto mismo que redacto es mi interpretación subjetiva de unos hechos reales. Sinceridad no es igual a fidelidad a los datos. Los más astutos creadores de artificios pueden ser muy sinceros a través de una explicación global. Se permiten explicar su yo mostrando cuánto de malvados y honestos tenemos todos a la vez, consiguiendo con ello una sensación de extraña certeza. De ahí la importancia de la estructura, del entramado, de la tramoya de la ficción. Lo decisivo resulta ser que los humanos se adaptan a este esquema con sorprendente rapidez en cuanto se trata de entretenimiento.
Si pretendiéramos recrear el mundo literariamente desde la más absoluta fidelidad a los datos tendríamos como resultado una infinita enciclopedia que nunca estaría acabada y cuya lectura nadie soportaría. Por tanto, sé cómo he de tratar a ese individuo que se sienta enfrente de mí con su bloc de notas. Doblo la servilleta que se encuentra junto a la jarra del agua a mi derecha y la pongo sobre mi antebrazo. Con mi mejor sonrisa me inclino sobre el reportero y, mientras flexiono por el codo la diestra, con la zurda le paso la carta con el menú de la casa.
La década de los ochenta, caballero. La cocina autóctona ofrece un variado menú de interpretaciones. Puedo sugerirle la lectura sociológica, o bien, en todo caso, la lectura política si usted milita en algún compromiso. Existe también una lectura económica según la Escuela de Chicago, y tenemos a su disposición la especialidad de la casa, una interpretación mitómana aderezada con deliciosas virutas de acracia apacible. Últimamente tiene mucha salida nuestro preparado de estética, debido a que no nos hemos puesto de acuerdo en saber lo que queremos que sea la posmodernidad.
Veo que nuestro gourmet babea de satisfacción ante las posibilidades de nuestros fogones. Pero es un tipo avisado y
se confecciona una menestra con una porción de cada sugerencia de la carta. De una forma parecida a como suele suceder en casi todos los órdenes de la vida, el resultado polícromo, multiforme y extravagante es lo más aproximado a lo que llamamos realidad. Por lo menos tal como lo veo yo. El plato es caótico e irracional. Casual y, a la vez, de una lógica implacable. Le pregunto si me permite añadir la nata batida de unos cuantos recuerdos personales. Es un joven de buen talante y me autoriza a ello:
Lo definitivo para asentar tantas ideas dispersas, el cemento necesario para aglutinar todas esas visiones diferentes fueron dos factores, el lenguaje y el sentido del humor. Había que usar el lenguaje propio. A todos nos parecía tercermundista cantar en inglés. Eso hubiera supuesto admitir un complejo de inferioridad que de ninguna manera procedía, a pesar de que copiábamos al anglosajón con descaro. Por lo demás la multiplicidad de direcciones era amplísima. Unos proponían importar movimientos estéticos e ideológicos, otros rescatar géneros olvidados. Los más dotados técnicamente proponían fabricar apresuradas fotocopias musicales de la última novedad extranjera. Tal dispersión y explosión de creatividad adolescente creo que cogió una dirección concreta solo por el decisivo factor del sentido del humor. Nombres como Alaska y los Pegamoides, Siniestro Total, Derribos Arias o Glutamato Ye-Yé no eran arbitrariamente estúpidos, llevaban una carga autoparódica. La complicidad era automática. De 1982 a 1984 fue la época de las stupid songs, canciones de un contenido irrelevante en apariencia pero con un segundo nivel de lectura paródico. Un sentimiento de humorada transgresora y de juego perverso empezó a impregnarlo todo. La idea de la diversión irracional parecía muy subversiva. Al fin y al cabo es el mismo origen seminal que encontramos en muchas vanguardias. En lo que a Madrid respecta, el mecanismo de amplificación decisivo fue que se trató de un fenómeno interclasista, alegre y caritativo. Solo allí se mezclaron sin fanatismos los punks y los rockers, las diferentes tendencias sexuales, la alta burguesía de Liceo y el adolescente de instituto público…
(No me había dado cuenta, pero de pronto noto que ha bajado la iluminación de la sala. Deben de estar apagando sus focos los fotógrafos que ya han cumplido con su trabajo. Lo celebro; empezaba a sudar y temía que se me corriera el
maquillaje. Sin embargo, diríase que, imperceptiblemente, la sala de actos va sumiéndose en la oscuridad. No me preocupo. El momentáneo respiro y una ráfaga de aire fresco me permiten seguir más relajado.)
Lo difícil –continúo un tanto académicamente– era crear una épica propia. Después de generaciones de cruzadas y militancias en las resistencias intelectuales, todo el mundo quería frivolizar y reír hasta reventar. Solo era necesario un lugar donde reunirse para tomar la diversión como excusa, y Madrid hizo de caja de resonancia. Lo que luego sucedió es que, a veces, de tanto reírse se resienten las mandíbulas; y todo llegó a un punto tan histérico que muchas sonrisas se quedaron inmovilizadas en muecas…
5
¿O no fue así? No puedo estar seguro. La sala está sumida ya en una penumbra tenebrosa. Apenas puedo distinguir
los rasgos de mis interlocutores. Casi son puramente sombras; de hecho, ya ni les veo.
Y en medio de toda esa oscuridad se abre paso hasta mi memoria la imagen de un comentarista de radio inclinándose sobre un micro reluciente en el crepúsculo de un locutorio. Habla con el tono coloquial de la calle sobre cosas que uno solo puede comprobar por sí mismo. Conserva un eco directo de las aceras húmedas en invierno que no sé si retumba en la sala o solo dentro de mis tímpanos. ¿Es mi circulación sanguínea que me está gastando una broma? ¡Eh, tú! ¿Me oyes? ¿Fue así o no fue así? Ese espectro está resultando muy escurridizo. Veo difícil sentarlo en la silla de los testigos. Probablemente nunca sabré si estoy en lo cierto, pero ahora la oscuridad es total en la sala de actos. No veo mis propias manos y tengo frío. Hace tiempo que me desintoxiqué por definitiva y última vez, así que nunca volveré a comerme un mono. Por tanto, no sé exactamente qué es lo que está pasando.
Me temo que son los muertos, hermano, que han venido a visitarme. La tez blanquecina de los últimos meses de Ulises Montero. Luis Silva cuelga en la niebla de un extremo de la sala. Eduardo Benavente está estirado en el arcén de una autopista. Toti Árboles intenta, arropándole, protegerle del frío. El azul y el rosa de Luisa Martínez. Animal en una habitación de hotel con los pulmones encharcados en un líquido enganchoso. El miedo de Cape cayendo en un accidente de moto en el puente de Calafell. Él me hizo el tatuaje perpetuamente inacabado que llevo en el hombro. Ese mismo miedo con el que me dirijo a la consulta de hepatología y estomatología…
Pero ahora me soplan su aliento frío en la cara y, como estoy a oscuras, no sé de dónde provienen sus vagidos. ¡Coño, Ordovás! ¡Gonzalo Garrido! ¡Manrique, Tena, De Pablos! ¡Decidme dónde estáis! ¿Fue así o no fue así? ¿Ha servido de algo? ¿O ha sido únicamente la enésima estafa en nombre de la imaginación?
6
Por lo visto he hecho una vez más el ridículo. Mi torpeza es legendaria. Un amable empleado de la sala me ha despertado. Al parecer, estaba sufriendo una pesadilla. Pataleaba sentado en mi silla y lanzaba mandobles al aire a oscuras. La calefacción está muy fuerte. «Todos se han ido hace rato, señor», me ha dicho dulcemente el encargado. Los focos se apagaron. Los equipos, cables y micros fueron recogidos y guardados en sus cajas metálicas acolchadas. «Aquí no queda nadie, caballero.»
Sorprendentemente aliviado, pero desconcertado, me despido con la misma untuosidad del conserje, tan mayor. Salgo al vestíbulo acristalado y busco el lavabo más cercano. Una vez allí me lavo la cara con agua abundante hasta que no queda rastro de maquillaje. Recompongo mi vestimenta y me siento mucho mejor. De hecho, me siento fresco y ligero; salgo a la calle y descubro el maravilloso bullicio ofensivo del Paseo de Gracia. Las primeras hojas de octubre empiezan a cubrir las baldosas con espectros de cobre. Estoy vivo y mi torpeza es mía, me pertenece como un tesoro. Quizá debería ordenar mis recuerdos, cadáveres similares. Sigo sintiendo.
Y aquello que siento no me asusta que sea incomprensible. Lo que me preocupa es que sea impensable y, por tanto, indecible.
Sabino Méndez (Barcelona, 1961) es el autor de un ramillete de canciones del rock español que han accedido a la categoría de clásicas. A finales de los años ochenta, en la cima de su fama, abandonó la guitarra eléctrica y el grupo en el que tocaba (Loquillo y Los Trogloditas) para dedicarse exclusivamente a los libros. Sorprendió con su debut Corre, rocker (2000), alabado por crítica y público, al que siguieron Limusinas y estrellas (2003) y Hotel Tierra (2006).