Así es el hotel de dos estrellas en Guerrero, en donde cabe un pueblo desplazado por el narco

16/03/2016 - 9:48 pm

Aunque en un primer vistazo la historia de los desplazados de Santa María Sur, un pueblo localizado en la violenta región de Tierra Caliente, Guerrero, al sureste de México, se parece a la de los 280 mil mexicanos desplazados por el crimen organizado, en realidad es diferente a todas: los expulsados se negaron a dispersarse por el país sin posibilidad de reencontrarse y eligieron permanecer juntos, bajo el mismo techo, para contrarrestar el miedo y la tristeza. Desde entonces son un pueblo expulsado que vive en un hotel de dos estrellas, viejo, sucio, maloliente, resguardado por policías estatales que miran a los inquilinos a través de pasamontañas y sosteniendo rifles de alto poder para salvarlos de un posible ataque de sicarios que pretendieran atacarlos por negarse a obedecerlos.

Fachada Del Hotel El Diplomático En La Capital De Guerrero Llamada el Epicentro Del Dolor Nacional Por Sus Propios Legisladores Foto Daniel Ojedavice
Fachada del Hotel El Diplomático en la capital de Guerrero, llamada «el epicentro del dolor nacional», por sus propios legisladores. Foto: Daniel Ojeda/VICE.

Por Oscar Balderas

Ciudad de México, 16 de marzo (SinEmbargo/VICE Media).– Al final de esta historia, los personajes caen hasta una embajada del infierno en la tierra. Niños, estudiantes, amas de casa y campesinos vivían en su paraíso particular hasta que un ejército de pistoleros de los cárteles de la droga en México los empujó fuera de sus tierras y, al mismo tiempo, le robó al gobierno mexicano un pedazo de territorio que nadie ha podido recuperar.

Es la historia de un edén perdido llamado Santa María Sur, un pueblo localizado en la violenta región de Tierra Caliente, Guerrero, al sureste de México. Y aunque a primer vistazo su historia se parece a la de 280 mil mexicanos desplazados por el crimen organizado –según el Instituto Tecnológico Autónomo de México– en realidad es diferente a todas: los expulsados se negaron a dispersarse por el país sin posibilidad de reencontrarse y eligieron permanecer juntos, bajo el mismo techo, para contrarrestar el miedo y la tristeza.

Desde entonces son un pueblo expulsado que vive en un hotel de dos estrellas, viejo, sucio, maloliente, resguardado por policías estatales que miran a los inquilinos a través de pasamontañas y sosteniendo rifles de alto poder para salvarlos de un posible ataque de sicarios que pretendieran atacarlos por negarse a obedecerlos.

La embajada del infierno, de la que hablan sus habitantes, está en Chilpancingo, capital de Guerrero, y se llama «Hotel El Diplomático».

Para llegar hasta allá, primero hay que saber cómo es que los personajes de esta historia vivieron felices… pero no pudieron hacerlo para siempre.

El Comisario Eduardo Macedo Revisa Su Teléfono Y Recuerda Con Nostalgia El Pueblo De Que Fue Expulsado Foto Daniel Ojedavice
El comisario Eduardo Macedo revisa su teléfono y recuerda con nostalgia el pueblo de que fue expulsado. Foto: Daniel Ojeda/VICE.

EL PARAÍSO QUE SE CONVIRTIÓ EN TINIEBLAS

Santa María Sur no siempre cupo en un hotel. Antes, fue una comunidad que se extendía en 4 mil hectáreas de suelo fértil y generoso en el municipio de San Miguel Totolapan. A 330 kilómetros de la Ciudad de México, en ese pueblo el maíz crece como gas de champaña, lo mismo que frijoles, chile, limones y mangos. La tierra se nutre del Río Tehuetec en el que siempre corre agua fresca, atrayendo a venados, iguanas y conejos, que los pobladores cazan para devorarlos en asados al aire libre, mientras apaciguan el calor de la región con un cerveza helada.

La vida ahí transcurría en calma y soledad. Las casas estaban entre sí a una distancia promedio de 15 minutos a pie, para que cada poblador tuviera un patio tan grande que acabara en el horizonte. El patrimonio de la mayoría estaba construido con cemento, donde cabían electrodomésticos traídos desde Estados Unidos y ganado para comer y vender. La vida era tan resuelta en Santa María Sur que a principios del siglo XXI, sus pobladores presumían de no conocer las oficinas del Gobernador, porque todo se los resolvía la tierra y la venta de toneladas de maíz.

Sólo algo ensuciaba el paraíso: hace cuatro años, un grupo de hombres armados comenzó a pasearse por ahí. Todos sabían que traficaban droga y tiraban balazos para defender su negocio, pero eran pocos y todos callaron. Luego, eran varios, pero la población supuso que si no se metían con ellos, nada les pasaría. Después, fueron muchos y la gente miró a otro lado para no tener problemas. Como un lunar maligno que crece si se le ignora, los hombres armados hicieron metástasis e invadieron la comunidad.

Para los cárteles, controlar San Miguel Totolapan, donde está la comunidad Santa María Sur, es estratégico: el pueblo está asentado en el llamado Pentágono de la Amapola, un área que abarca a 20 municipios de Guerrero, donde crece el 42 por ciento del opio a nivel nacional, según una investigación de los periodistas Témoris Grecko y David Espino. Quien controla esa zona, controla el millonario negocio de los opiáceos.

«No se metían con nosotros, ni nosotros con ellos… al principio. Luego, esa gente se dividió en grupos y comenzó la pelea por la zona», recuerda el comisario (responsable honorario de la seguridad de Santa María Sur) Eduardo Macedo, de 38 años, mientras observa en su celular las últimas fotografías que tomó del pueblo que les arrebataron. «Mira, estas eran mis plantitas, mi casa… ¡cómo quisiera volver, qué feliz sería!».

El grupo de pistoleros que acostumbraba moverse como uno solo se dividió en tres: los leales a La Familia Michoacana, Los Pelones y Los Tequileros. Comenzaron a matarse entre ellos como si la gente estorbara. Casi cada semana se escuchaba del asesinato de un sicario, así que empezaron a reclutar gente entre los pobladores, quienes eran obligados a caminar dos horas antes del amanecer hasta un despeñadero llamado Tres Picachos y escuchar los ofrecimientos «laborales» del cártel. Quien faltara a las juntas era apaleado hasta doblarlo de dolor.

«Cada ocho días había reuniones y yo soy el comisario, así que a mi me traían en la vista. Si no ibas, te decían que te iban a dar de manguerazos, que te iban a alinear. Hablaban pesado, fuerte, uno se acobardaba, la verdad», dice Macedo.

Un día, la invitación se convirtió en obligación. El comisario prefiere no recordar la fecha, aunque sí trae detalles a la memoria de ese día en junio de 2014: los pistoleros de uno de los tres grupos que peleaban el pueblo — «si digo cuál, mañana me matan», se excusa — convocaron una junta en la tarde. Nadie faltó en Tres Picachos. Y a punto de anochecer, les llegó una orden.

«Nos avisaron que teníamos que usar las armas a su favor y que ya nos iban a entregar el armamento a la mañana siguiente. A esa gente no se le dice que no. Dijimos que sí, pero cuando íbamos de bajada al pueblo todos sabíamos lo que estábamos pensando: había que irse».

Apenas se ocultó el sol, dos habitantes de Santa María Sur llamaron a la policía estatal y al ejército para que los rescataran antes de que al amanecer se convirtieran en sicarios forzados.

En sigilo, el pueblo preparó su escape. Hicieron maletas. Juntaron los ahorros que tenían. Se despidieron de sus casas, ganado y mascotas. Cuando llegaron las camionetas que las autoridades enviaron, sintieron miedo porque el ejército pensó que huirían unos pocos, así que no envío suficientes vehículos. Pero los habitantes no querían estar un minuto más en la comunidad, así que para que todos cupieran, dejaron el equipaje en el piso.

El comisario Macedo salió con su padre, sus cuatro hijos, esposa, la ropa que traía puesta y 200 pesos en billetes arrugados. Unas 180 personas salieron de la misma manera y otros más hacia rumbos desconocidos en sus propios autos.

«Recuerdo esa noche … nunca vi tanta tristeza… todas las mujeres, todos los niños lloraban… nos despedimos de todo y yo sentí muy feo, feísimo».

En 10 minutos, Santa María Sur emprendió el éxodo y cuando amaneció, en el pueblo sólo quedaron animales, a los que el narco castigó esa mañana a balazos.

Queremos Una Casa Donde Podamos Tener Nuestras Cosas Un Refrigerador Un Comedor Sillas Lamenta El Comisario Foto Foto Daniel Ojedavice
Queremos Una Casa Donde Podamos Tener Nuestras Cosas Un Refrigerador Un Comedor Sillas Lamenta El Comisario Foto Foto Daniel Ojedavice

«COMO PERROS NOS DEJARON EN LA CALLE»

— ¿Cómo quiere que le llame en mi texto, señora?

— Póngame un nombre fuerte, que no sepan que soy yo y que soy llorona. Algo así como Josefina.

— Josefina será.

Josefina, 62 años, madre de 4, abuela de 3, sembradora de maíz, dueña de una casa de ladrillo en Santa María Sur, durmió esa noche en una banqueta en Iguala, junto con sus vecinos. Las camionetas dejaron a las familias a la intemperie y las abandonaron una vez que sacaron a todos de San Miguel Totolapan.

«Así, como perros, nos dejaron en la calle», recuerda la guerrerense. «O peor, porque ni a un animal se le hace eso».

El pueblo eligió afrontar junto su desgracia. Se movilizaron. Viajaron a la capital del estado, Chilpancingo, y por primera vez conocieron donde despacha el gobernador de Guerrero, entonces el izquierdista Ángel Aguirre, quien renunciaría meses después por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Se plantaron en la entrada del palacio municipal y lograron que el gobierno pagara la renta del salón de fiestas Calipso como un albergue temporal.

«Había como doscientas personas metidas en una explanada, porque hasta nos hicieron compartir espacio con los afectados por (el huracán) Manuel. Casi sin ventanas, sin recámaras, puras camas a lo largo del salón. Un baño para todos los hombres y uno para todas las mujeres. A cada rato se tapaba de excremento. Había que bañarse con cubetas, sosteniéndose de la taza del baño. Olía mal, uno se acostaba escuchando como lloraba el de lado».

Entonces, el pueblo Santa María Sur se hartó de vivir así. Querían volver a la vida que conocían: una familia en cada espacio, gente durmiendo en cuartos, puertas que guardan privacidad, asearse en baño propio y dormir sin escuchar los sollozos apretados del vecino.

Y al cabo de unos meses de gestión, en junio del 2015, el gobierno les anunció que tenía una buena noticia: ya podrán tener todo eso… pero no en Santa María Sur.

Bienvenidos a su nuevo hogar: Hotel El Diplomático, dos estrellas. Como lo pidieron: cada una de las 22 familias en un cuarto.

«VIVIR ASÍ NO ES VIDA»

Lo primero que ven los habitantes de este «hogar» es el anuncio en lo alto de que han llegado al Hotel El Diplomático y se los recuerda un hombre con pasamontañas y un rifle de alto poder bajo la puerta. Él es uno de los tres guardianes del lobby y su trabajo es impedir que personas ajenas a Santa María Sur — incluidos periodistas — pasen más allá de cinco metros dentro del edificio.

VICE logró entrar al hotel, gracias a un inquilino anónimo. El Gobierno del Estado de Guerrero paga 35.000 pesos mensuales (unos 1.900 dólares) en seguridad y renta todos los cuartos que hay en los cuatro pisos. Sólo si el inquilino es conocido por el guardia, tiene paso libre al resto de la planta baja, donde se ubican las puertas que dan a las habitaciones alrededor de un gran patio.

En esos cuartos no hay televisores, porque antes de que los nuevos inquilinos llegaran la administración los quitó. Los únicos muebles detrás de las puertas son una base de cama, colchón y buró, además de la regadera y la taza del baño. Lo demás es lo que los inquilinos puedan comprar y añadir a su nuevo hogar, pero no es mucho: sin tierra que sembrar en Chilpancingo, muchos ahora ganan el salario mínimo como albañiles o revendiendo cosas usadas.

El que tiene la mejor habitación es el comisario Macedo: tiene dos camas con una cobija y dos almohadas en cada una y paga unos pesos extra a la administración de hotel para tener televisión con canales de paga para sus hijos. Hasta ahí llega el lujo del habitante más acomodado del hotel, quien para sobrevivir compra garrafones de agua en 10 pesos (poco más de medio dólar) y los vende en 11, entre otros trabajos.

A sus pasillos color durazno, azul pastel y amarillos apenas entra la luz. La austera decoración se agota en macetas con plantas secas y muertas. Por el hotel flota permanentemente un olor a humedad y comida rezagada que tiene origen en una cocina comunal con mesas viejas. Ahí permanecen cacerolas despostilladas y sartenes con aceite quemado.

Si alguien continúa hacia arriba, en la azotea hay un cuarto de lavado con un calentador de agua, tres lavabos de piedra, una repisa casi siempre vacía, viejas secadoras, cubetas y un tanque de gas. El único color que resalta en este espacio de paredes grises sin pintar es una hamaca azul colgada a la mitad. Y al fondo, en un espacio al aire libre, se cuelga la ropa de los habitantes.

Ese es todo el «hogar».

«Ya vamos para nueve meses aquí, ¿cómo se hace vida en un hotel? ¿quién puede vivir aquí, echar raíces? Queremos una casa donde podamos tener nuestras cosas, un refrigerador, un comedor, sillas», lamenta el comisario, quien durante la entrevista en un restaurante a un costado de El Diplomático no deja de ver a la ventana. Cada persona que pasa o cada sonido, le truena los nervios. Son las consecuencias de liderar un pueblo bajo amenaza de muerte.

Casi siempre falta el agua. A veces, suena música. Siempre hace calor, pero no hay aire acondicionado aunque la ciudad llega a registrar 30 grados centígrados por las tardes.

La vista de las habitaciones termina en muros de concreto o casas abandonadas en parajes secos con manchas de basura. Acostumbrados a ver patios verdes rebosantes de maíz, el paisaje de ahora los deprime cada mañana. Los viejos son quienes más sufren con lo que hay afuera de sus ventanas. Los niños tienen miedo de salir a la calle por la ola de secuestros en Chilpancingo.

«Es difícil despertar y mirar ese cuartito. Que nada de lo que esté afuera es tuyo, ni siquiera lo que ves adentro. Yo me adapto, pero no me acostumbro… es un pequeño infierno».

Para el comisario, el hecho de que estén por cumplir un año en el hotel es señal de que las autoridades han preferido resolver el problema con dinero, que con acciones. Dicho de otro modo: el gobierno mexicano ha decidido perder a Santa María Sur ante los criminales.

«Nunca ofrecen pagarnos la reubicación. Nunca ofrecen condiciones para volver a nuestro pueblo. Incluso, nos dicen que no regresemos porque no pueden hacerse cargo de nuestra seguridad», protesta. «No sé… quiero confiar en las autoridades… que nos pueden regresar un día para allá».

— ¿Qué haría usted, si pudiera volver a Santa María Sur, comisario? — le pregunto.

— ¡Uy! Sentiría mucha felicidad. Yo creo que sí, la verdad, me pondría a llorar… aunque después sentiría mucho miedo de que (los narcotraficantes) fueran por mi. No sé… a veces pienso que… estamos mejor aquí en el hotel. Aunque tengamos mucho miedo y tristeza, al menos estamos vivos»

— Vivir con miedo y tristeza no es vida, comisario.

— No… esto no es vida… pero es la que nos tocó vivir.

De repente, el viento sopla con fuerza. Una rama pega en la ventana del restaurante y el comisario salta. Entonces lo veo: tiene la boca seca. Es el miedo que le reseca los labios. Así que agradece el tiempo, da un brinco fuera de la silla y se despide con un fuerte apretón de manos.

El comisario Eduardo Macedo avanza a la entrada del hotel, saluda al hombre armado que vigila El Diplomático y atraviesa la puerta. A lo lejos, se pierde la figura de un hombre con miedo y con la responsabilidad de sacar a su pueblo de una embajada del infierno en la tierra.

Y regresarlos a su paraíso particular.

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