Hau Dinh iba a pasar un fin de semana en Vung Tau, Vietnam, para visitar a su pareja y lleva nueve semanas confinado.
Por Hau Dinh
VUNG TAU, Vietnam, 16 septiembre (AP) — Me despierto a las siete de la mañana, cuando el altoparlante cerca de mi ventana comienza a transmitir un boletín diario. Trato de acordarme de la fecha. El confinamiento por la pandemia dura tanto que perdí el sentido del tiempo. Ahora sólo mido las semanas.
Es mi novena semana varado en Vung Tau, un balneario a más de mil 500 kilómetros (900 millas) de mi casa en Hanoi.
Me levanto de la cama y hago mi rutina diaria de yoga antes del desayuno. Mientras extiendo la colchoneta, escucho la mezcla de noticias y propaganda que emite el altoparlante. Cosas tipo: “Ciudadanos, unamos nuestras fuerzas en esta pelea para que desaparezca la COVID”.
Llegué a Vung Tau con la idea de quedarme un fin de semana y ver a mi pareja a mediados de julio.
En tiempos normales, está lleno de gente que le escapa a las ciudades en busca de aire fresco, sol y una deliciosa comida de mar.
Al iniciar mis viajes, surgió un nuevo brote del virus en Vietnam, pero confiaba —y creo que el país entero confiaba— en que sería controlado rápidamente, como en brotes previos. Hasta entonces, Vietnam había reportado sólo ocho mil contagios y 35 muertes por el virus, y había sido muy elogiado en todo el mundo por su manejo de la pandemia.
La variante Delta lo cambió todo.
La cepa se propagó con inusitada velocidad por las fábricas de las zonas industriales. En la Ciudad Ho Chi Minh, la más grande del país, con 10 millones de habitantes, las autoridades ordenaron una cuarentena generalizada. Al poco tiempo la cuarentena se extendió al sur del país, donde vive más de un tercio de los 98 millones de habitantes del país.
Se interrumpió el transporte entre las provincias y el tráfico aéreo, incluido mi vuelo de regreso a Ho Chi Minh. Quedé varado en Vung Tau justo cuando la ciudad anunciaba su primer contagio de la COVID-19.
Al principio, no pareció nada alarmante.
Estaba seguro de que situación se controlaría en poco tiempo, que sólo debería estar confinado un par de semanas y que las cosas volverían a la normalidad. Parecía una buena oportunidad de desconectarme un poco y disfrutar de la compañía de mi pareja.
Durante el almuerzo, tomé un carozo de aguacate, lo envolví en una toalla de papel mojada y lo puse en una bolsa a ver si brotaba antes de que terminase el confinamiento.
Más de la mitad de la población de Vietnam está ahora bajo órdenes de confinamiento.
Se habla de más de 10 mil contagios diarios y de cientos de muertos. Más del 99 por ciento de las 16 mil muertes registradas hasta ahora se produjeron durante este último brote.
El Gobierno aumentó sus restricciones este mes, diciéndole a la gente que “se quede donde sea que está” y se vacune.
Se instalaron barricadas y puestos de control para asegurarse de que la gente no sale a la calle sin autorización. En algunas comunidades las autoridades cerraron las puertas de las casas con candado.
La gente debe permanecer en su casa, salvo los que trabajan en un puñado de sectores considerados vitales. En las zonas de alto riesgo, el ejército está repartiendo comida y otros insumos básicos en cada vivienda. En los sectores de bajo riesgo, como el barrio donde me encuentro, cada familia puede salir a comprar comida y medicinas una vez a la semana, sin aventurarse afuera del barrio.
El Gobierno dijo esta semana que estaba acelerando el programa de vacunaciones. En el fin de semana se aplicaron más de un millón de vacunas tan solo en Hanoi y las autoridades se proponían aplicar al menos la primera dosis a todas las personas para el fin de semana.
De todos modos, la tasa de vacunaciones sigue siendo baja y solo el cuatro por ciento de la población ha recibido las dos dosis.
Los días se hacen más largos y pesados cuando hay confinamientos.
Cuando me siento frustrado, salgo al balcón y me consuelo pensando la suerte que tengo al no verme obligado a estar encerrado en condiciones mucho peores, igual que millones de personas confinadas en departamentos pequeños, sin acondicionadores de aire, en medio del calor del verano.
Para no deprimirme, trato de hacer otras cosas además de trabajar. Me doy panzadas de Netflix con mi pareja, con quien nunca pasé tanto tiempo bajo un mismo techo en los siete años que llevamos juntos. Paso más tiempo tratando de aprender francés, la lengua natal de mi pareja. Hago ejercicios viendo YouTube por la mañana, para compensar la interrupción de mi entrenamiento en el maratón.
Antes de este nuevo brote, pensaba que la pandemia era algo distante. No sabía de nadie que se hubiese contagiado en Vietnam.
Pero las malas noticias empezaron a apilarse. Un amigo se contagió, lo mismo que cuatro familiares. Tres de ellos terminaron en tres hospitales distintos y dos permanecieron en la casa porque tenían síntomas moderados. Vi en Facebook que algunos amigos informaban que había muerto algún ser querido. La pandemia pasó a ser algo real para mí.
Mantengo conversaciones con video con mis padres, ambos setentones, todos los días.
Me preocupa el que el virus se acerca a la calle de Hanoi donde viven. Sus vecinos se contagiaron y su calle fue acordonada y catalogada como una “zona de pandemia”. Respiré aliviado cuando finalmente recibieron la primera dosis de la vacuna hace dos semanas.
Tengo un chat con mi familia, incluidas mis tres hermanas y cinco sobrinas y sobrinos. Somos todos muy allegados y nos veíamos seguido. No nos encontramos desde que empezó la cuarentena.
En los maratones hay una meta, un objetivo que me ayuda a seguir. Al extenderse una y otra vez el confinamiento, cuesta ver la luz al final del túnel.
Por ahora, trato de disfrutar de las pequeñas cosas.
Mi aguacate está brotando y ganando altura, más rápidamente que otros que tuve en el pasado.
Tengo muchas plantas en Hanoi, que probablemente hayan muerto a esta altura.
No pensaba estar afuera tanto tiempo.