Esta novela biográfica o biografía novelada reconstruye la vida de un personaje real que parece surgido de la ficción. Un personaje desmesurado y estrafalario, con una peripecia vital casi inverosímil, que le permite al autor trazar un contundente retrato de la Rusia de los últimos cincuenta años y al mismo tiempo aventurarse en una indagación deslumbrante sobre las paradojas de la condición humana. Esta es la novela que ha hecho famoso a Emmanuel Carrère, quien acaba de ganar el Premio FIL en Lenguas Romances.
Ciudad de México, 16 de septiembre (SinEmbargo).- Poeta y pendenciero en su juventud, Limónov frecuentó los círculos clandestinos de la disidencia en la Unión Soviética, se vio obligado a exiliarse y aterrizó en Nueva York, donde vivió como un vagabundo, fue mayordomo de un millonario y escribió novelas autobiográficas. Siguió haciéndolo cuando se marchó a París y allí alcanzó notoriedad pública con una escandalosa novela sobre sus andanzas neoyorquinas por el lado salvaje. De allí pasó a los Balcanes, donde apoyó hasta las últimas consecuencias la causa serbia, y regresó después a la Rusia poscomunista para fundar un partido nacional bolchevique que fue prohibido. Él acabó en la cárcel, acusado de tentativa de golpe de Estado, y allí escribió más libros, tuvo una experiencia mística y al salir se convirtió en opositor a Putin.
Ambiguo, escurridizo y estrambótico, este personaje fascinante y detestable a partes iguales, mitad héroe romántico y mitad majadero abominable, es tan contradictorio y desconcertante que se convierte por derecho propio en carne de novela y en el protagonista de esta espléndida y sorprendente narración, galardonada con el Premio Renaudot, el Premio de la Lengua Francesa 2011 y, en especial, el Prix des Prix 2011, que se elige entre las obras ganadoras de los ocho premios literarios franceses más importantes (Académie française, Décembre, Femina, Flore, Goncourt, Interallié, Médicis y Renaudot).
Fragmento del libro Limónov, de Emmanuel Carrère. Cortesía otorgada bajo el permiso de Anagrama
Hasta que Anna Politkóvskaia fue abatida en la escalera de su inmueble, el 7 de octubre de 2006, sólo las personas que se interesaban de cerca por las guerras de Chechenia conocían el nombre de esta periodista valiente, adversaria declarada de la política de Vladímir Putin. De la noche a la mañana, su cara triste y resuelta se convirtió en Occidente en un icono de la libertad de expresión. Yo acababa entonces de rodar un documental en una pequeña ciudad rusa, pasaba frecuentes temporadas en Rusia, y por eso, cuando saltó la noticia, una revista me propuso que tomase el primer avión a Moscú. Mi misión no era investigar el asesinato de Politkóvskaia, sino más bien recoger las declaraciones de personas que la habían conocido y amado. Así pues, pasé una semana en las oficinas de Nóvaia Gazeta, el periódico del que ella era la reportera estrella, pero también en las de las asociaciones de defensa de los derechos humanos y de los comités formados por madres de soldados muertos o mutilados en Chechenia. Las oficinas eran minúsculas, pobremente iluminadas y dotadas de ordenadores vetustos. Los activistas que me recibían allí eran también muchas veces personas de edad y su número era patéticamente exiguo. Es un círculo pequeño en el que todo el mundo se conoce y en donde no tardé en conocer a todo el mundo, y ese círculo pequeñísimo constituye prácticamente la única oposición democrática en Rusia.
Además de algunos amigos rusos, conozco en Moscú a otro círculo reducido, compuesto por expatriados franceses, periodistas u hombres de negocios, y cuando por la noche les contaba mis visitas del día sonreían con cierta conmiseración: los demócratas virtuosos de quienes les hablaba, esos militantes de los derechos humanos, eran sin duda personas respetables, pero la verdad era que a todo el mundo le importaba un bledo. Libraban un combate perdido de antemano en un país que se preocupa poco por las libertades formales, con tal de que cada cual tenga derecho a enriquecerse. Por otra parte, nada divertía o irritaba tanto, según el carácter de la persona, a mis amigos expatriados como la tesis extendida en la opinión pública francesa de que el asesinato de Politkóvskaia habría sido encargado por el FSB –la policía política que en tiempos de la Unión Soviética se llamaba KGB– y más o menos por el propio Putin.
–Espera –me dijo Pável, un universitario franco-ruso reciclado en los negocios–, ya no se puede seguir diciendo cualquier cosa. ¿Sabes lo que he leído, creo que en el Nouvel Obs? Que es extraño que a Politkóvskaia se la carguen, como por casualidad, el día del cumpleaños de Putin. ¡Como por casualidad! ¿Te das cuenta del grado de gilipollez al que hay que llegar para escribir con todas las letras eso de como por casualidad? ¿Te imaginas la escena? Reunión de crisis en el FSB. El jefe dice: chicos, habrá que devanarse los sesos. Pronto será el cumpleaños de Vladímir Vladímirovich, hay que encontrar un regalo que le guste. ¿Alguien tiene alguna idea? La gente se exprime el coco, una voz se alza: ¿y si le lleváramos la cabeza de Anna Politkóvskaia, esa mosca cojonera que no hace más que criticarle? Murmullos de aprobación entre los presentes. ¡Eso sí que es una buena idea! Manos a la obra, chicos, tenéis carta blanca. Perdona –dice Pável–, pero yo no me trago esa escena. Como mucho, en una recreación rusa de Gángster a la fuerza. Pero no en la realidad. La realidad es lo que ha dicho Putin y ha escandalizado tanto a las almas bellas de Occidente: el asesinato de Anna Politkóvskaia y el follón que se ha armado al respecto causan muchísimo más daño al Kremlin que los artículos que ella escribía en vida en un periódico que nadie leía.
Yo escuchaba a Pável y a sus amigos, en los hermosos apartamentos que la gente como ellos alquilan por un ojo de la cara en el centro de Moscú, defender al poder diciendo que, en primer lugar, las cosas podrían ir mil veces peor y, en segundo, que los rusos se conforman: ¿en nombre de qué leerles la cartilla? Pero escuchaba también a mujeres tristes y consumidas que a lo largo del día me contaban historias de secuestros perpetrados por la noche con coches sin matrícula, de soldados torturados no por el enemigo sino por sus superiores, y sobre todo de injusticias. Era esto lo que resurgía una y otra vez. Que la policía o el ejército estén corrompidos entra dentro de lo habitual. Que la vida humana tenga poco valor entra dentro de la tradición rusa. Pero lo que no soportaban ni las madres de los soldados ni las de los niños masacrados en la escuela de Beslán, en el Cáucaso, ni los parientes de las víctimas del Teatro Dubrovka, era la arrogancia y la brutalidad de los representantes del poder cuando simples ciudadanos se arriesgaban a pedirles cuentas, la convicción de que actuaban con impunidad.
Recuerden, fue en octubre de 2002. Todas las televisiones del mundo lo mostraron durante tres días. Terroristas chechenos habían tomado como rehenes a todo el público del teatro durante la representación de una comedia musical titulada Nord-Ost. Las fuerzas especiales, descartando toda negociación, resolvieron el problema lanzando gases que afectaron tanto a los rehenes como a sus captores, una firmeza por la que el presidente Putin les felicitó calurosamente. Se cuestiona el número de víctimas civiles, que gira en torno a ciento cincuenta, y a sus parientes les consideran cómplices de los terroristas cuando preguntan si no se podría haber intentado otra manera de solucionar el conflicto y de tratarles, tanto a ellos como a su congoja, con un poco menos de negligencia. Desde entonces se reúnen cada año para una ceremonia conmemorativa que la policía no se atreve a prohibir tajantemente, pero que vigila como si fuese una concentración sediciosa, que es, de hecho, en lo que se ha convertido.
Yo asistí a una de ellas. Diría que había doscientas o trescientas personas en la plaza delante del teatro, y a su alrededor otros tantos OMON, que son el equivalente ruso de nuestros CRS y similarmente equipados con cascos, escudos y pesadas porras. Empezó a llover. Se abrían paraguas por encima de las velas que, con sus pantallas de papel para proteger los dedos de la cera ardiente, me recordaron los oficios ortodoxos a los que me llevaban de niño en Pascua. Sustituían a los iconos unas pancartas con las fotos y los nombres de los muertos. Las personas que portaban las pancartas y las velas eran los huérfanos, los viudos y las viudas, los padres que habían perdido a un hijo, algo para lo cual, al igual que en francés, no existe una palabra en ruso. No había acudido ningún representante del Estado, como señaló con una cólera fría un representante de las familias que pronunció unas palabras: las únicas en toda la ceremonia. Nada de discursos, de consignas ni de cánticos. Se limitaron a permanecer de pie, en silencio, con la vela en la mano, o hablando bajo, en grupitos, entre las murallas de OMON que habían acordonado el perímetro. Al mirar alrededor reconocí varias caras: además de las familias enlutadas, estaba allí el mundillo en pleno de oponentes a los que yo entrevistaba desde hacía una semana, e intercambié con algunos de ellos gestos con la cabeza que indicaban una conveniente aflicción.
En lo alto de los escalones, delante de las puertas cerradas del teatro, una silueta me pareció vagamente conocida, pero no conseguía identificarla. Era un hombre que llevaba un abrigo negro y sostenía una vela, como todos los demás, rodeado de varias personas con las que hablaba a media voz. En el centro de un corro, apartado del gentío, pero dominando y atrayendo las miradas, daba una impresión de importancia, y extrañamente pensé en el jefe de una banda de malhechores que asistiese protegido por su guardia al entierro de uno de sus hombres. Yo sólo veía tres cuartas partes de su perfil, y del cuello levantado de su abrigo asomaba una perilla. Una mujer que estaba a mi lado también se había fijado y le dijo a su vecina: «Ha venido Eduard, menos mal.» Él volvió la cabeza, como si la hubiese oído a pesar de la distancia. La llama de la vela ahondó sus facciones. Reconocí a Limónov.
2
¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en él? Le había conocido al principio de los años ochenta, cuando se afincó en París, con la aureola del éxito de su novela escandalosa, El poeta ruso prefiere a los negrazos. En ella relataba la vida miserable y espléndida que había llevado en Nueva York después de emigrar de la Unión Soviética. Trabajos a salto de mata, supervivencia día tras día en un hotel sórdido y a veces en la calle, polvos heteros y homosexuales, curdas, robos y peleas: podría hacer pensar, por la violencia y la furia, en la deriva urbana de Robert De Niro en Taxi Driver y por el ímpetu vital en las novelas de Henry Miller, cuya piel coriácea y placidez de caníbal poseía Limónov. El libro no era poca cosa, y su autor no decepcionaba cuando le conocías. En aquel tiempo estábamos acostumbrados a que los disidentes soviéticos fuesen barbudos serios y mal vestidos, que vivían en pisitos llenos de libros y de iconos y se pasaban noches enteras hablando de la salvación del mundo a través de la ortodoxia; y te encontrabas delante a un tipo sexy, astuto, divertido, que tenía a la vez el aire de un marino de juerga y de estrella del rock. Estábamos en plena onda punk, el héroe que él reivindicaba era Johnny Rotten, el líder de los Sex Pistols y no tenía empacho en calificar a Solzhenitsyn de viejo gilipollas. Era refrescante, aquella disidencia new wave, y, a su llegada, Limónov había sido el niño mimado del mundillo literario parisino, en el que yo, por mi parte, debutaba tímidamente. Limónov no era un autor de ficción, sólo sabía contar su vida, pero era una vida apasionante y la contaba bien, con un estilo sencillo y concreto, sin afectaciones literarias y con la energía de un Jack London ruso. Después de sus crónicas de la emigración publicó sus recuerdos de infancia en la barriada de Járkov, en Ucrania, luego los de sus días de delincuente juvenil, y después los de poeta de vanguardia en Moscú, bajo Brézhnev. Hablaba de esta época y de la Unión Soviética con una nostalgia socarrona, como de un paraíso para hooligans espabilados, y no era raro que al final de una cena, cuando todo el mundo estaba ebrio menos él, que tenía un aguante prodigioso para el alcohol, hiciera el elogio de Stalin, lo que atribuían a su gusto por la provocación. Te cruzabas con él en el Palace, luciendo una guerrera de oficial del Ejército Rojo. Escribía en L’Idiot international, el periódico de Jean-Édern Hallier, que no era blanquiazul ideológicamente, pero que reunía a personajes anticonformistas y brillantes. Le gustaba la trifulca, tenía un éxito increíble con las chicas. Su desenvoltura y su pasado de aventurero nos impresionaban a los jóvenes burgueses. Limónov era nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos.
Las cosas empezaron a cobrar un cariz extraño cuando se desplomó el comunismo. Todo el mundo se alegró menos él, que no tenía el menor aire de bromear cuando reclamaba el pelotón de ejecución para Gorbachov. Empezó a desaparecer para hacer largos viajes a los Balcanes, donde se descubrió con horror que combatía al lado de las tropas serbias, que era como decir, a nuestro juicio, de los nazis o de los genocidas hutus. En un documental de la BBC le vimos ametrallar Sarajevo asediado bajo la mirada benevolente de Radovan Karadžić, cabecilla de los serbios de Bosnia y criminal de guerra reconocido. Después de estas hazañas, Limónov regresó a Moscú, donde creó un partido político que llevaba el prometedor nombre de Partido Nacional Bolchevique. A veces, algunos reportajes mostraban a jóvenes con el cráneo rapado, vestidos de negro, que desfilaban por las calles moscovitas haciendo un saludo a medias hitleriano (con el brazo en alto) y a medias comunista (con el puño cerrado) y berreaban lemas como «¡Stalin! ¡Beria! ¡Gulag!» (sobrentendido: «¡Que nos los devuelvan!»). Las banderas que ondeaban imitaban las del Tercer Reich, con la hoz y el martillo en lugar de la cruz gamada. Y el energúmeno con una gorra de béisbol que gesticulaba con el megáfono en la mano, a la cabeza de aquellas columnas, era el muchacho divertido y seductor del que todos, algunos años antes, estábamos tan orgullosos de ser sus amigos. Producía un efecto tan extraño como descubrir que un antiguo compañero del liceo se ha convertido en una figura del hampa o ha saltado por los aires durante un atentado terrorista. Vuelves a pensar en él, remueves recuerdos, tratas de imaginar el encadenamiento de circunstancias y los resortes íntimos que arrastraron su vida hasta tan lejos de la nuestra. En 2001 se supo que Limónov había sido detenido, juzgado y encarcelado por causas bastante oscuras en las que se hablaba de tráfico de armas y tentativa de golpe de Estado en Kazajstán. Decir que no nos atropellamos unos a otros en París para firmar la petición que reclamaba su excarcelación sería quedarse corto.
Yo no sabía que había salido de la cárcel, y sobre todo me dejó estupefacto reencontrarle allí. Tenía un aspecto más intelectual, menos rockero que antaño, pero seguía poseyendo la misma aura, imperiosa, enérgica, palpable incluso a cien metros de distancia. Dudé de si ponerme en una cola de gente que, visiblemente emocionada por su presencia, se acercaba a saludarle con respeto. Pero hubo un momento en que mi mirada se cruzó con la suya y, como no pareció reconocerme y como tampoco sabía muy bien qué decirle, desistí.
Turbado por este encuentro, volví al hotel y allí me aguardaba otra sorpresa. Al repasar una serie de artículos de Anna Politkóvskaia, descubrí que dos años antes había seguido el proceso de treinta y nueve militantes del Partido Nacional Bolchevique, acusados de haber invadido y destrozado la sede de la administración presidencial con gritos de «¡Fuera, Putin!». Por este delito les habían sentenciado a largas penas de cárcel y Politkóvskaia les defendía con voz alta y firme: eran jóvenes valientes, íntegros, los únicos o casi los únicos que inspiraban confianza en el futuro moral del país.
Yo no salía de mi asombro. El caso me había parecido zanjado, inapelable: Limónov era un fascista horrible que dirigía a una milicia de skinheads. Ahora bien, resulta que una mujer unánimemente considerada una santa después de su muerte hablaba de él y de ellos como si fueran héroes del combate democrático en Rusia. La misma opinión tenía en Internet Elena Bónner. ¡Elena Bónner! La viuda de Andréi Sájarov, gran sabio, gran disidente, gran conciencia moral, premio Nobel de la Paz. A ella también le parecían muy bien los nasbols, como aprendí entonces que llaman en Rusia a los miembros del Partido Nacional Bolchevique. Ella decía que quizá tuvieran que pensar en cambiar el nombre de su partido, malsonante para algunos oí- dos: por lo demás, eran gente estupenda.
Unos meses más tarde supe que se formaba, con el nombre de Drugaia Rossía, la otra Rusia, una coalición política compuesta por Gary Kaspárov, Mijaíl Kasiánov y Eduard Limónov: es decir, uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos, un ex primer ministro de Putin y un escritor al que no convenía frecuentar, según nuestros criterios: un curioso trío. A todas luces había cambiado algo, quizá no el propio Limónov sino el lugar que ocupaba en su país. Por eso, cuando Patrick de SaintExupéry, al que había conocido como corresponsal del Figaro en Moscú, me habló de una revista de reportajes cuyo lanzamiento preparaba y me preguntó si tendría un tema para el primer número, respondí sin pensarlo: Limónov. Patrick me miró con los ojos como platos: «Limónov es un malhechor.» Dije: «No lo sé, habría que ver.»
–Bien –zanjó Patrick, sin pedir más explicaciones–, pues ve a ver.
Me costó poco tiempo encontrar la pista, obtener su número de móvil a través de Sasha Ivánov, un editor de Moscú. Y en cuanto lo tuve tardé poco en marcarlo. Dudaba sobre el tono que debía adoptar, no sólo con él, sino con respecto a mí mismo: ¿yo era un viejo amigo o un investigador sospechoso? ¿Le hablaría en ruso o en francés? ¿Le tutearía o le trataría de usted? Me acuerdo de estas vacilaciones pero no, curiosamente, de la frase que pronuncié cuando él descolgó, en mi primer intento e incluso antes del segundo tono de llamada. Tuve que decir mi nombre y, sin el menor titubeo, respondió: «Ah, Emmanuel. ¿Qué tal?» Desprevenido, farfullé que bien: nos conocíamos poco, no nos habíamos visto durante quince años, esperaba tener que recordarle quién era yo. Al instante, él prosiguió:
–Estuvo en la ceremonia en el Dubrovka, el año pasado, ¿no?
Me quedé sin habla. Yo le había mirado largamente desde cien metros de distancia, pero nuestras miradas sólo coincidieron un instante y nada por su parte, ni una breve pausa ni un arqueo de cejas, había dado a entender que me había reconocido. Más tarde, una vez recuperado de mi estupefacción, pensé que Sasha Ivánov, nuestro amigo editor, podía haberle anunciado mi llamada, pero yo no le había dicho nada a Ivánov de mi presencia en el Teatro Dubrovka y el misterio, por tanto, subsistía intacto. Comprendí más adelante que no era un misterio, sino simplemente que Limónov tiene una memoria prodigiosa y un control de sí mismo no menos portentoso. Le dije que quería escribir un largo artículo sobre él y aceptó sin más que fuera a pasar dos semanas a su lado, «salvo», añadió, «si me meten en la cárcel».
Dos jóvenes fornidos con el cráneo rapado, vestidos con vaqueros y cazadoras negras y calzados con botas militares, vienen a buscarme para conducirme hasta su jefe. Atravesamos Moscú en un Volga negro con los cristales ahumados y yo casi me esperaba que me vendasen los ojos, pero no, mis ángeles guardianes se contentan con inspeccionar rápidamente el patio del inmueble, luego el hueco de la escalera y por último el rellano que da acceso a un piso pequeño y oscuro, amueblado como una vivienda okupa, donde otros dos cabezas rapadas matan el tiempo fumando cigarrillos. Uno de ellos me informa de que Eduard tiene entre tres o cuatro domicilios en Moscú, los cambia lo más a menudo posible, se prohíbe los horarios regulares y no da nunca un paso sin sus guardaespaldas: militantes de su partido.
Mientras me hacen esperar, me digo que mi reportaje empieza bien: escondites, clandestinidad, todo esto es de lo más novelesco. Sólo que me cuesta elegir entre dos versiones de lo novelesco: el terrorismo y la red de resistencia, Carlos y Jean Moulin; es cierto que ambas se parecen mientras no ha terminado la partida, la versión oficial de la historia decretada. Me pregunto también qué esperará Limónov de mi visita. ¿Desconfía, escaldado por los retratos que han hecho de él los periodistas occidentales, o cuenta conmigo para rehabilitarle? Por mi parte, lo ignoro. Incluso es raro, cuando uno se prepara para una entrevista con alguien y para escribir sobre él, no saber muy bien a qué atenerse.
En el despacho espartano, con las cortinas corridas, donde al final me hacen entrar, Limónov está de pie, en vaqueros y suéter negros. Apretón de manos, nada de sonrisas. Al acecho. En París nos tuteábamos, pero él me ha tratado de «usted» por teléfono y adoptamos esta fórmula. No obstante la falta de práctica, habla francés mejor que yo ruso, así que optamos por el francés. En otro tiempo hacía flexiones y pesas una hora al día, y ha debido de continuar haciéndolo porque a los sesenta y cinco años sigue estando delgado: vientre plano, silueta de adolescente, piel lisa y mate de mongol, pero ahora usa un bigote y una perilla grises que le dan un poco el aire del D’Artagnan envejecido en Veinte años después, mucho el de un comisario bolchevique y en particular el aspecto de Trotski, con la salvedad de que Trotski, que yo sepa, no hacía body building.
En el avión he releído uno de sus mejores libros, Diario de un fracasado, cuyo tenor anuncia la contracubierta: «Si Charles Manson o Lee Harvey Oswald hubieran escrito un diario, se habría parecido a esto.» Copié algunos pasajes en mi libreta. Éste, por ejemplo: «Sueño con una insurrección violenta. Nunca seré Nabokov, no correré nunca detrás de las mariposas por las praderas suizas, con piernas anglófonas y velludas. Que me den un millón y compraré armas y provocaré una sublevación en cualquier país.» Era el guión que se contaba a sí mismo a los treinta años, emigrante sin un centavo lanzado a la calle de Nueva York, y treinta años más tarde la película se realiza. En ella interpreta el papel que soñaba: el revolucionario profesional, el técnico de la guerrilla urbana, Lenin en su vagón blindado.
Se lo dije. Se echa a reír, con una risita seca y nada afable, expulsando el aire por las narinas. «Es cierto», reconoce. «En la vida he llevado a cabo mi programa.» Pero puntualiza: no es el momento de un levantamiento armado. Ya no sueña con una insurrección violenta, sino más bien con una revolución naranja como la que acaba de producirse en Ucrania. Una revolución pacífica, democrática, que según él el Kremlin teme por encima de todo y que está dispuesto a aplastar por todos los medios. Por eso lleva esta vida de hombre acosado. Hace unos años le molieron a palos con unos bates de béisbol. Y muy recientemente escapó por poco a un atentado. Su nombre encabeza las listas de «enemigos de Rusia», es decir, de hombres a los que debe abatirse y a los que instancias cercanas al poder señalan como víctimas de la venganza del pueblo, facilitando su dirección y número de teléfono. Los otros que figuraban en estas listas eran Politkóvskaia, asesinada con una escopeta; el ex oficial del FSB Litvinienko, envenenado con polonio tras haber denunciado la evolución criminal de este organismo; el multimillonario Jodorkovski, actualmente encarcelado en Siberia por haber querido inmiscuirse en política. Y el siguiente es él, Limónov.
Al día siguiente da una conferencia de prensa con Kaspárov. Reconozco en la sala a la mayoría de los militantes que he conocido mientras realizaba mi reportaje sobre Politkóvskaia, pero también hay bastantes periodistas, sobre todo extranjeros. Algunos parecen muy excitados, como este equipo sueco que no hace una filmación corta, sino un documental entero, tres meses de rodaje, sobre lo que esperan que sea la irresistible ascensión del movimiento Drugaia Rossía. Estos suecos tienen aspecto de creerlo a pies juntillas y piensan vender su película muy cara cuando Kaspárov y Limónov hayan llegado al poder.
De constitución fornida, sonrisa cálida, bella cabeza de judío armenio: el antiguo campeón de ajedrez, cuando los dos suben a la tribuna, impone más que Limónov, que con su perilla y sus gafas parece interpretar el papel del estratega de sangre fría, a la sombra del líder natural. Por otra parte, es Kaspárov el que ataca resueltamente y explica por qué las elecciones presidenciales, que deben celebrarse al año siguiente –en 2008– son una ocasión histórica. Putin concluye su segundo mandato, la Constitución le prohíbe presentarse a un tercero y lo ha vitrificado todo de tal manera a su alrededor que no surge ningún candidato desde el bando del poder. Por primera vez en la historia de Rusia, una oposición democrática tiene una oportunidad. Los medios de comunicación están amordazados, no se sabe hasta qué punto los rusos están hartos de los oligarcas, la corrupción, la omnipotencia del FSB, pero Kaspárov sí lo sabe. Es elocuente, habla con una voz de violonchelo, y empiezo a pensar que quizá los suecos tengan razón. Quiero creer que asisto a un suceso extraordinario, algo parecido a los comienzos de Solidarność. En eso mi vecino, un periodista inglés, se ríe con sarcasmo y me sopla, al mismo tiempo que un aliento cargado de ginebra: «Bullshit. Los rusos adoran a Putin y no comprenden que una Constitución gilipollas les prohíba elegir tres veces seguidas a un presidente tan bueno. Pero no olvide una cosa: lo que la Constitución prohíbe son tres mandatos seguidos. No saltarse un turno, con un hombre de paja que caliente la poltrona, y regresar después. Ya verá.»
Este aparte enfría mi exaltación. De golpe, la verdad vuelve al bando de los realistas, de la gente que sabe y no se deja engañar, de mi sutil amigo Pável, según el cual esta historia de oposición democrática en Rusia es como querer enrocarse en el juego de damas: un truco no previsto por las reglas del juego, que no ha funcionado ni funcionará nunca. Kaspárov, a quien un instante antes yo estaba dispuesto a considerar un Wałęsa ruso, se convierte en una especie de François Bayrou. Su discurso me parece ahora enfático, prolijo, y mi vecino y yo empezamos a desarrollar una complicidad de malos estudiantes que intercambian imágenes obscenas en el fondo de la clase. Le enseño un libro de Limónov que acabo de comprar. No traducido en ninguna parte, salvo en Serbia, se titula Anatomía del héroe y contiene un cuadernillo de fotos tremendas donde se ve al héroe en cuestión, Limónov himself, desfilar con uniforme de camuflaje al lado del miliciano serbio Arkan, en compañía de Jean-Marie Le Pen, del populista ruso Zhirinovski, del mercenario Bob Denard y de algunos humanistas más. «Fucking fascist…», comenta el periodista inglés.
Los dos levantamos la vista hacia Limónov. Un poco en segundo plano junto a Kaspárov, escucha sus quejas por las persecuciones del poder sin una expresión de que espere lo que esperan en un mitin todos los hombres políticos: que el orador se calle para tomar la palabra en su lugar. Permanece en su sitio, sentado, atento, tan derecho y tranquilo como un monje zen meditando. La voz cálida de Kaspárov no es ya más que un zumbido periférico: lo que yo escruto ahora es el rostro indescifrable de Limónov, y cuanto más lo escudriño más consciente soy de que no tengo la menor idea de lo que piensa. ¿Cree de verdad en esta revolución naranja? ¿Le divierte, a este outlaw, a este perro rabioso, jugar al demócrata virtuoso en medio de los antiguos disidentes y estos militantes de los derechos humanos a los que ha tachado de ingenuos durante toda su vida? ¿Goza en secreto de saberse el lobo que se ha colado dentro del redil?
Encuentro en mi libreta otro pasaje de Diario de un fracasado: «Tomé el partido del mal: hojas de col, octavillas ciclostiladas, partidos que no tienen ninguna posibilidad. Me gustan los mítines políticos que sólo congregan a un puñado de personas y la disonancia de los músicos incompetentes. Y odio las orquestas sinfónicas. Si algún día tuviese el poder degollaría a todos los violinistas y violonchelistas.» Se lo habría traducido al periodista inglés, pero no hizo falta, debió de pensar lo mismo en el mismo momento porque se inclina hacia mí y me dice, esta vez sin bromear en absoluto: «Sus compañeros deberían desconfiar. Si por casualidad llegase al poder, lo primero que haría sería fusilarlos a todos.»
Aunque no tenga ningún valor estadístico, diré que en el curso de este reportaje hablé de Limónov con más de treinta personas, tanto con los desconocidos en cuyo coche me desplazaba, porque todo el mundo en Moscú hace de taxista ilegal, como con amigos que pertenecían a lo que con muchas precauciones podríamos llamar bobos1 rusos: artistas, periodistas, editores, que compran los muebles en Ikea y leen la edición rusa de Elle. Personas todas ellas nada exaltadas, y sin embargo ninguna me habló mal de él. Ninguna pronunció la palabra fascismo, y cuando yo decía: «De todos modos, esas banderas, esos lemas…», se encogían de hombros y me miraban como a un mojigato. Era como si hubiese ido a entrevistar a la vez a Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit: ¡dos semanas con Limónov, qué suerte tienes! Esto no quiere decir que todas estas personas razonables estuviesen dispuestas a votar por él, como tampoco los franceses, me figuro, si se les presentara la ocasión votarían por Houellebecq. Pero aman a su personaje vitriólico, admiran su talento y su audacia y los periódicos, que sin cesar hablan de él, lo saben. En suma, es una estrella.
Le acompaño a la velada de la radio Eco de Moscú, que es uno de los acontecimientos mundanos de la temporada. Acude con sus gorilas, pero también con su nueva mujer, Ekaterina Vólkova, una joven actriz que se hizo famosa por un folletín televisado. En medio de la flor y nata político-mediática que se aglomera en este acto, la pareja parece conocer a todo el mundo, a nadie fotografían y festejan más que a ellos. Me gustaría mucho que Limónov me propusiera que les acompañara después a cenar, pero no lo hace. Tampoco me invita al piso donde Ekaterina vive con su bebé, porque esta noche me entero de que tienen un hijo de ocho meses. Lástima: me habría gustado ver el lugar donde descansa el guerrero, entre dos escondrijos. Me habría gustado sorprenderle en el papel, inesperado para él, de padre de familia. Me habría gustado sobre todo conocer mejor a Ekaterina, que es encantadora y muestra ese tipo de amabilidad que yo creía herencia de las actrices norteamericanas: se ríen mucho, se maravillan de todo lo que les dices y te dejan plantado cuando pasa alguien más importante. No obstante, tengo tiempo de charlar cinco minutos con ella delante del bufé y bastan para que me cuente con una frescura ingenua que antes de conocer a Eduard no se interesaba por la política, pero que ahora ha comprendido: Rusia es un estado totalitario, hay que luchar por la libertad, participar en las marchas de los disconformes, lo que ella parece hacer con tanta seriedad como sus seminarios de yoga. Al día siguiente leo una entrevista con Ekaterina en una revista femenina en la que da recetas de belleza y posa tiernamente enlazada con el célebre opositor, su marido. Lo que me deja atónito es que, interrogada sobre política, repite exactamente lo que me ha dicho a mí, atacando a Putin con tan pocas precauciones como una actriz de mi país comprometida con los sin papeles puede criticar a Sarkozy. Trato de imaginar lo que habría sucedido bajo Stalin o incluso bajo Brézhnev en la hipótesis de todas formas inverosímil de que hubieran podido publicarse unas declaraciones semejantes, y me digo que el totalitarismo de Putin, sí, vale, pero hay cosas peores.
Me cuesta hacer coincidir estas imágenes: el escritor-gamberro que conocí en otro tiempo, el guerrillero acosado, el hombre político responsable, la estrella a la que las páginas de gente de las revistas consagran artículos embelesados. Me digo que para ver más claro en estas estampas tengo que conocer a militantes de su partido, a nasbols de base. Los cabezas rapadas que todos los días conducen a gente ante su jefe en un Volga negro y que al principio me asustaban un poco son buenos chicos pero no tienen mucha conversación o bien soy yo el que no me apaño. A la salida de la conferencia de prensa con Kaspárov, abordé a una chica, simplemente porque me pareció bonita y le pregunté si era periodista. Me respondió que sí, bueno, que trabajaba para el sitio Internet del Partido Nacional Bolchevique. Muy mona, formal, bien vestida: era nasbol.
A través de esta chica encantadora conozco a un chico igualmente encantador, el responsable –clandestino– de la sección de Moscú. Con el pelo largo recogido en una coleta, la cara franca, amistosa, no tiene realmente pinta de facha, sino más bien de militante altermundialista o de un autónomo como los del grupo de Tarnac. En su pisito de las afueras hay discos de Manu Chao y en las paredes cuadros al estilo de JeanMichel Basquiat pintados por su mujer. Pregunto:
–¿Y tu mujer comparte tu lucha política?
–Oh, sí –responde–. De hecho está en la cárcel. Formaba parte de los treinta y nueve del gran proceso de 2005, el que siguió Politkóvskaia.
Lo dice con una gran sonrisa, muy orgulloso; y en cuanto a él, si no está en la cárcel no es por culpa suya, sólo que «mnié nié poviezló»: en mi caso no fue así. Otra vez, quizá, no hay que desesperar.
Vamos juntos al tribunal de la sección urbana Tagánskaia, donde resulta que juzgan ese día a algunos nasbols. La sala es minúscula, los acusados están esposados dentro de una jaula y en los tres bancos del público hay compañeros suyos, todos miembros del partido. Detrás de los barrotes hay siete acusados: seis chicos de físico bastante diverso, que va desde el estudiante barbudo y musulmán al working class hero en chándal, y una mujer más mayor, con el pelo negro enmarañado, pálida, bastante guapa, del estilo de la profe de historia izquierdista que se lía sus propios cigarrillos. Les acusan de hooliganismo, es decir, de trifulcas con las juventudes putinianas. Heridos leves en un bando y otro. Interrogados, dicen que no juzgan a los de enfrente, que son los que empezaron, que el proceso es puramente político y que si tienen que pagar por sus convicciones pues muy bien, que pagarán. La defensa alega que los detenidos no son hooligans sino estudiantes serios, que sacan buenas notas y que ya han cumplido un año de prisión preventiva, que ya debería ser suficiente. El argumento no convence al juez. Veredicto para todos: dos años. Los guardias se los llevan, ellos salen riéndose, mostrando el puño y diciendo «na smiert»: hasta la muerte. Sus compañeros les miran con envidia: son héroes.
Hay miles, quizá decenas de miles como ellos, sublevados contra el cinismo que se ha convertido en la religión de Rusia y profesan un verdadero culto a Limónov. Este hombre que podría ser su padre y hasta, para los más jóvenes, su abuelo, ha llevado la vida de aventurero con la que todo el mundo sueña a los veinte años, es una leyenda viva y el corazón de esta leyenda, lo que todos quisieran imitar, es el heroísmo cool de que ha dado muestras durante su encarcelamiento. Ha estado en Lefórtovo, la fortaleza del KGB que en la mitología rusa es el equivalente con creces de Alcatraz, ha estado en un campo de trabajo, sometido al régimen más severo, y nunca se ha quejado, nunca se ha doblegado. Se las ha arreglado no sólo para escribir siete u ocho libros, sino para ayudar eficazmente a sus compañeros de celda, que acabaron considerándole a la vez un gran jefe y una especie de santo. El día en que le liberaron los celadores y los presos se peleaban por llevarle la maleta.
Cuando le pregunté al propio Limónov cómo era la cárcel, al principio se contentó con responder: «Normalno», que en ruso quiere decir bien, sin problemas, nada que señalar, y sólo más tarde me contó la pequeña anécdota siguiente.
De Lefórtovo le trasladaron al campo de Engels, a la orilla del Volga. Es un centro modélico, novísimo, fruto de las reflexiones de arquitectos ambiciosos, y que muestran de buena gana a los visitantes extranjeros para que saquen conclusiones halagüeñas sobre los progresos de la situación penitenciaria en Rusia. De hecho, los reclusos de Engels llaman a su campo «Eurogulag» y Limónov asegura que los refinamientos de su arquitectura no hacen la vida allí más agradable que en los barracones clásicos rodeados de alambre de espino: más bien menos. El hecho es que los lavabos de este campo, construidos con una placa de acero cepillado, coronada por un tubo de hierro fundido, de una línea sobria y pura, son exactamente los mismos que los de un hotel concebido por el diseñador Philippe Starck, donde el editor norteamericano de Limónov le alojó durante la última estancia de éste en Nueva York, a finales de los años ochenta.
La coincidencia le dejó pensativo. Ninguno de sus camaradas de cárcel estaba en condiciones de hacer la misma comparación. Tampoco podía hacerla ninguno de los clientes elegantes del elegante hotel neoyorquino. Se preguntó si habría en el mundo muchos otros hombres como él, Eduard Limónov, cuya experiencia incluyese universos tan diversos como el del preso de derecho común en un campo de trabajos forzados a orillas del Volga y el del escritor de moda que se mueve en un decorado de Philippe Starck. Llegó a la conclusión de que no, sin duda, y extrajo de ello un orgullo que yo comprendo, que es incluso el que me ha despertado el deseo de escribir este libro.
Vivo en un país tranquilo y decadente, en donde la movilidad social es reducida. Nacido en una familia burguesa del distrito XVI, me convertí en un bobo del X. Hijo de un ejecutivo y de una historiadora de renombre, escribo libros, guiones, y mi mujer es periodista. Mis padres tienen una casa de veraneo en la isla de Ré, a mí me gustaría comprarme una en el Gard. No pienso que sea algo malo, ni que prejuzgue de la riqueza de una experiencia humana, pero en fin, desde el punto de vista tanto geográfico como sociocultural no se puede decir que la vida me haya llevado muy lejos de mis bases y esta constatación es aplicable a la mayoría de mis amigos. Limónov, en cambio, fue un gamberro en Ucrania; ídolo del underground soviético; mendigo y después ayuda de cámara de un multimillonario de Manhattan; escritor de moda en París; soldado perdido en los Balcanes; y ahora, en el inmenso desmadre del poscomunismo, viejo jefe carismático de un partido de jóvenes desesperados. Él mismo se ve como un héroe y se le puede considerar un canalla: me reservo la opinión sobre este punto. Pero lo que pensé, después de haberme parecido meramente divertida la anécdota de los lavabos de Sarátov, es que su vida novelesca y peligrosa decía algo. No sólo sobre él, Limónov, no sólo sobre Rusia, sino sobre la historia de todos nosotros desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Algo, sí, pero ¿qué? Emprendo este libro para averiguarlo.
Emmanuel Carrère (París, 1957) se ha impuesto internacionalmente como un extraordinario escritor con cinco celebradas novelas de no ficción.