Editorial Océano publica el famoso -y hasta ahora inédito en español- libro de cuentos del autor francés J. M. G. Le Clézio, La ronda y otras notas rojas. Narrativas breves en las que explora de manera aguda, sutil y con gran vigor, las diversas aristas de la miseria humana. Son once cuentos que llevarán al lector a recorrer distintas historias de seres humanos acorralados por la soledad, la injusticia y el sufrimiento y del que publicamos, para los lectores de Puntos y Comas, el relato que da título al libro
Ciudad de México, 16 de julio (SinEmbargo).- Las dos muchachas decidieron encontrarse ahí, en el sitio donde la calle de la Libertad se ensancha y forma una plazuelita. Decidieron darse cita a la una porque la escuela de taquimecanografía empieza a las dos y así tendrían todo el tiempo que necesitaban. ¿Y qué si llegaban tarde? ¿Qué más daba si no las dejaban entrar a la escuela? Eso fue lo que dijo Titi, la mayor, de cabello rojo, y Martine alzó los hombros como hace siempre que está de acuerdo y no tiene ganas de decirlo.
Martine tiene dos años menos que Titi, es decir, tendrá diecisiete en un mes aunque aparentan la misma edad. Como suele decirse, lo que le falta es carácter e intenta disimular su timidez detrás de su aire ceñudo; y lo hace, por ejemplo, cuando encoge los hombros para decir sí o no. En todo caso, aquello no fue idea de Martine. Tampoco de Titi, pero ella fue la primera en hablar al respecto. Martine no pareció muy sorprendida, no se escandalizó, sólo encogió los hombros. Y fue así como las dos chicas se pusieron de acuerdo. Eso sí, discutieron un poco sobre el lugar. Martine quería hacerlo fuera de la ciudad, como en los Molinos donde no había casi nadie; pero Titi, al contrario, dijo que era mejor en plena ciudad donde pasaba la gente; tanto insistió que al final Martine encogió los hombros. En el fondo, le daba lo mismo si era en plena ciudad o en los Molinos, era una cuestión de suerte, nada más. Eso pensaba Martine, pero no consideró adecuado decírselo a su amiga.
Durante todo el rato que duró la comida con su madre, Martine casi no pensó en la cita. Cuando lo hacía le asombraba darse cuenta de que le daba igual. De seguro no era lo mismo para Titi. Ella tenía días y días dándole vueltas al asunto, de seguro lo comentó mientras se comía un sándwich sentada en una banca con su novio. De hecho, quien primero habló de prestarle el velomotor a Martine fue él, pues ella no tenía uno. Pero no es posible saber lo que él piensa al respecto. Incluso cuando está furioso o aburrido, no se puede leer nada en sus ojos pequeños y entornados. Sin embargo, cuando Martine llega a la calle de la Libertad, cerca de la plaza, siente de golpe que su corazón se llena de pánico.
Es muy curioso cuando nuestro corazón tiene miedo: hace «bum bum bum» muy fuerte en el centro del cuerpo y al instante se nos aguadan las piernas como si nos fuéramos a caer. ¿Por qué tiene miedo Martine? No sabe muy bien, su cabeza está fría y sus pensamientos son indiferentes, incluso algo aburridos, como si dentro de su cuerpo hubiese alguien más, lleno de inquietud. En todo caso, aprieta los labios y respira con suavidad para que los otros no vean lo que sucede en su interior. Titi y su amigo están ahí, sentados a caballo sobre los velomotores. A Martine no le cae bien el novio de Titi: no se le acerca para evitar besarlo. Pero con Titi la cosa es distinta. Martine y ella son amigas de verdad, sobre todo desde hace un año y para Martine todo ha cambiado desde que tiene una amiga. Ahora le teme menos a los chicos y también tiene la impresión de que ya nada puede afectarla porque cuenta con una amiga.
Aunque no es bonita, Titi sabe reírse y posee un par de hermosos ojos gris verde; por supuesto, su cabello rojo es un poco excéntrico, pero el aire que le da le queda bien. Ella siempre protege a Martine de los chicos. Como es una chica linda suele tener problemas con ellos; cuando eso sucede, Titi la ayuda. A veces tiene que repartir patadas y puñetazos.
Quizás a quien se le ocurrió primero la idea fue al novio de Titi. Es difícil decirlo porque hace mucho que casi todo el mundo tiene ganas de intentarlo, aunque los chicos siempre hablan mucho y no hacen gran cosa. Entonces Titi dijo que les iban a enseñar, que no se iban a echar para atrás y que los hombres y las mujeres de la banda se podían ir muy pero muy lejos; después de eso Martine ya no tendría nada que temer.
Ésa es la razón por la que Martine siente latir su corazón con tanta fuerza en su caja torácica, porque es un examen, una prueba. Hasta ahora lo piensa, pero al ver a Titi y al muchacho sentados en los velomotores en la esquina de la calle mientras fuman al sol, entiende de golpe que el mundo espera algo, que algo suceda. Sin embargo, la calle de la Libertad está tranquila, no hay mucha gente. Las palomas caminan al sol en la orilla de la banqueta y en el agua que corre y mueven mecánicamente sus cabezas. Es como si de todas partes, en los oídos de Martine hubiese surgido un vacío intenso, angustioso y estridente, un vacío que suspende una amenaza en lo alto de los edificios de siete pisos, en los balcones, detrás de cada ventana o en el interior de cada auto estacionado.
Martine se inmoviliza, siente el frío del vacío dentro de sí, hasta en su corazón, mientras un poco de sudor le humedece las palmas de las manos. Titi y el muchacho la observan con los ojos entornados por la luz del sol. Le hablan, aunque ella no los escucha. Debe de estar muy pálida; sus ojos permanecen fijos, sus labios tiemblan. Luego, de pronto, todo eso desaparece y se pone a hablar sin saber muy bien lo que dice, su voz suena un poco ronca.
«Bueno. Entonces qué, ¿vamos? ¿Nos vamos ya?» El muchacho se baja del velomotor. Besa a Titi en la boca y luego se acerca a Martine, quien lo rechaza con violencia. «Anda, déjala.» Titi enciende su velomotor y se pone al lado de Martine. Entonces las dos avanzan dando acelerones. Ruedan un momento por la banqueta y luego bajan juntas por la calzada en el carril del autobús, una al lado de la otra.
Ahora, mientras va rodando, Martine ha dejado de sentir el temor en el cuerpo. Quizá las vibraciones del velomotor, el olor y el calor de la gasolina han llenado todo el vacío que había en ella. A Martine le gusta andar en velomotor, sobre todo cuando hay mucho sol y el aire está frío, como hoy. ¡Cuánto le gusta colarse entre los autos con la cabeza un poco de lado para que el aire no le entre a la nariz e ir rápido! Titi tuvo suerte, su hermano le dejó su velomotor –bueno, decir dejó es demasiado: el hermano espera que Titi le pague algo de dinero. El hermano de Titi no es como la mayoría de los muchachos. Es un buen chico que sabe lo que quiere, no se la pasa inventando cualquier cosa, como los otros, para hacerse respetar.
A decir verdad Martine no piensa en él, sólo unos cuantos segundos, como si estuvieran juntos en su gran moto Guzzi y a toda velocidad por la calle vacía. Ella no sólo siente el viento en el rostro cuando se pega al cuerpo de él con ambas manos, sino también el vértigo de las curvas, ahí donde la tierra gira sobre sí misma, como en un avión.
Las jóvenes bordean la banqueta, hacia el oeste. En el cenit, el sol quema y el aire no logra disipar esa especie de sueño que pesa sobre el asfalto de la calle y el cemento de las banquetas. Las tiendas están cerradas y las cortinas de hierro están abajo, lo que acentúa aún más la impresión de torpeza. Al pasar, con todo y el ruido de los velomotores, Martine escucha el gorgoteo de los televisores que hablan completamente solos en el primer piso de los edificios.
Se escucha una voz de hombre y una música que suena extraña en el sueño de la calle, como si estuvieran dentro de una gruta. Ahora Titi va adelante, toda erguida sobre el asiento del velomotor. Sus cabellos rojos flotan al viento y su chamarra de aviador se hincha en la espalda. Martine va tras ella siguiendo la misma línea y cuando pasan frente a los vidrios de los talleres mecánicos distingue con el rabillo del ojo sus siluetas que se deslizan como las siluetas de los jinetes en las películas de vaqueros.
Luego, de pronto, el miedo regresa al interior de Martine y le seca la garganta. Acaba de darse cuenta de que la calle no está del todo vacía, que todo eso está como arreglado de antemano, que las dos se acercan a lo que va a suceder y no pueden desviarse. La angustia es tan fuerte que todo se mueve frente a los ojos de Martine como cuando uno está a punto de desmayarse. Quisiera detenerse y recostarse en cualquier sitio, en el suelo o contra un rincón del muro, con las rodillas pegadas al pecho para contener los latidos del corazón que emiten ondas por todo su cuerpo.
Su velomotor baja la velocidad, zigzaguea en la calzada. Frente a ella, a lo lejos, Titi continúa sin voltear, toda erguida sobre el asiento de su velomotor mientras la luz del sol brilla en su cabello rojo. Lo que resulta especialmente terrible es la gente que espera. Martine ignora dónde están y quiénes son, aunque sabe que están ahí, por todas partes, a lo largo de la calle, mientras sus ojos despiadados siguen la carrera de los dos velomotores.
¿Qué están esperando? ¿Qué es lo que quieren? ¿Aguardarán en lo alto de los edificios blancos, tal vez ocultos detrás de las cortinas? ¿Y si están muy lejos, dentro de un auto estacionado, observando con binoculares?
Mientras su vehículo baja la velocidad en la calzada, cerca del cruce, Martine ve aquello en el espacio de unos segundos. Sin embargo, un instante después Titi va a mirar hacia atrás, a desandar el camino y a decir: «¿Y entonces? ¿Y entonces? ¿Qué te pasa? ¿Por qué te detienes?». Martine cierra los ojos y saborea aquellos segundos de noche roja en medio de la jornada cruel. Cuando vuelve a abrirlos la calle está aún más desierta y blanca; bajo los rayos del sol se derrite el gran río de asfalto negro. Al igual que momentos atrás, Martine aprieta los labios con fuerza para no dejar que se le escape el miedo. A los demás, a esos que observan, a los agazapados detrás de sus postigos o de sus autos, a todos esos los odia con tanta fuerza que sus labios empiezan a temblar de nuevo y siente que el corazón se le quiere salir del pecho. Tan rápido van y vienen todas estas emociones que Martine siente cómo la invade una especie de embriaguez, como si hubiese bebido y fumado en exceso.
Aún ve, con el rabillo del ojo, los rostros de aquellos que esperan y observan, los cochinos agazapados detrás de sus cortinas y sus autos. Hombres de rostros gruesos y ojos hundidos, hombres hinchados que sonríen apenas y en cuya mirada brilla un fulgor de deseo, un chispa de maldad. Mujeres, mujeres de rasgos duros que la observan con envidia y desprecio y también con temor. Luego están las caras de las chicas de la escuela de taquimecanografía, rostros de chicos que se dan la vuelta y se acercan gesticulando. Ahí están todos, Martine adivina su presencia detrás de los vidrios de los bares, en los rincones de la calle que el sol vacía.
Cuando echa a rodar de nuevo ve a Titi detenida en el cruce siguiente, en la parada del autobús. Titi, volteada a medias sobre el asiento de su velomotor, tiene el cabello rojo contra el rostro. Ella también está muy pálida pues el miedo afecta el interior de su cuerpo y le forma un nudo en la garganta. De seguro lo que da miedo es el sol, el cielo desnudo y sin nubes sobre los siete pisos de los edificios nuevos. Martine detiene el velomotor al lado de Titi y ambas se quedan inmóviles, con la mano en el acelerador y sin decir nada. No se hablan, no se miran. Saben, ahora, que la ronda va a empezar y por ello sus corazones laten con fuerza, pero ya no de inquietud sino de impaciencia. La calle de la Libertad está vacía y blanca con aquel sol en el cenit que aplasta las sombras, las banquetas desiertas, los edificios que parecen ojos cerrados, los autos que ruedan en silencio. ¿Cómo puede estar todo tan tranquilo, tan lejano? Martine piensa en los motores de las motocicletas que pueden estallar como el ruido de los truenos y por un instante ve que la calle se abre y se precipita bajo las llantas que la devoran mientras las ventanas explotan en mil migajas que cubren el asfalto con minúsculos triángulos de vidrio.
Todo aquello es su culpa, sólo de ella: la señora de saco azul espera el autobús sin observar a las muchachas, un poco como si estuviese durmiendo. Tiene la cara enrojecida porque caminó bajo el sol y la camisola blanca se le pega a la piel debajo del saco de su conjunto azul. Sus ojos pequeños están hundidos en las órbitas y no ven nada o ven apenas furtivamente hacia la parte de la calle de donde debe venir el autobús. En su muñeca derecha mece un bolso negro de piel, herrado con un cierre de metal dorado que lanza chispas de luz. Sus zapatos son negros también, un poco arqueados debido al peso de su cuerpo y gastados de la parte interna.
Martine observa a la señora de saco con tanta insistencia que ésta se voltea. Sin embargo, sus ojos pequeños están tan escondidos por la sombra de las cejas que Martine no puede encontrar su mirada. ¿Por qué intentar cruzar miradas? Martine no sabe qué tiene aquella mujer, qué es lo que la altera y la inquieta y la irrita al mismo tiempo. ¿Acaso se debe a que en ese lugar hay demasiada luz, una luz cruel y dura que vuelve pesado el rostro de la mujer, haciendo que su piel transpire y que unos rayos puntiagudos brillen en el cierre dorado de su bolso de mano? De golpe Martine acelera y el velomotor salta en la calzada. Siente enseguida el aire en el rostro y su estupor desaparece. Rueda rápido, seguida de Titi. Los dos velomotores avanzan con estruendo por la calzada desierta, se alejan.
La señora de azul las sigue con la mirada un momento, observa los velomotores dar vuelta dos calles más adelante hacia la derecha. El ruido agudo de los motores se apaga de pronto. A unas cuantas cuadras, no muy lejos de la estación, el camión azul de mudanzas comienza a rodar cargado con muebles y cajas.
Es un camión viejo, de ruedas altas, pintado con un azul infecto y brutalizado desde hace varios millones de kilómetros por sucesivos choferes a fuerza de frenar bruscamente y de golpear contra la palanca de velocidades. Frente al camión azul la calle estrecha está repleta de coches estacionados.
Al pasar cerca de los bares el chofer se asoma, pero lo único que ve es la sombra al fondo de las salas. Resiente el cansancio y el hambre aunque tal vez se trate de la luz, demasiado dura, que se refleja en el asfalto de la calzada. Entrecierra los ojos, gesticula. El camión azul va con rapidez por toda la calle estrecha y el rugido de su motor se amplifica en las puertas de los garajes. En la plataforma trasera los muebles rechinan, los objetos chocan entre sí dentro de las cajas embaladas. El olor pesado del gasóleo llena la cabina, se extiende afuera dejando su rastro en una humareda azul a lo largo de la calle. El viejo camión se tambalea y rueda sobre los baches, va derecho y a toda velocidad, como un animal enojado.
Las palomas se echan a volar frente al vehículo que atraviesa la calle, una más, casi sin reducir la velocidad. Acaso el millón de kilómetros que ha circulado por las calles de la ciudad le otorguen el derecho de pasar por ahí. Segunda, tercera, segunda. Las velocidades rechinan, se oyen los golpes, el estruendo del motor. En los escaparates de las tiendas la silueta azul pasa con rapidez como un animal furioso.
Allá, al borde de la banqueta, la señora con saco azul sigue esperando el autobús. Acaba de consultar su reloj por tercera vez aunque las manecillas parecen haberse bloqueado en aquella insignificancia: una con veinticinco. ¿En qué está pensando? Su cara enrojecida permanece impasible, la luz del sol marca apenas las sombras de sus órbitas, la nariz, el mentón. Bien iluminada de frente parece una estatua de yeso, inmóvil a la orilla de la banqueta. Sólo la piel negra de su bolso de mano y sus zapatos parece estar viva, lanzando reflejos de luz. Su sombra está amontonada a sus pies como un despojo, un poco echada hacia atrás. Acaso ya no piensa en nada, ni siquiera en el autobús número siete que debe de irse acercando y que en alguna parte recorre las banquetas vacías, deteniéndose para recoger primero a dos niños que van al liceo y luego, aún más lejos, a un viejo de traje gris.
Aunque sus pensamientos se han detenido, éstos también esperan en silencio. Lo único que hace la mujer es mirar; a veces ve un velomotor que pasa con el sonido de la fricción de su cadena, otras veces un auto que se desliza sobre el asfalto con un ruido caliente de calle mojada. Todo es tan lento y, sin embargo, hay una especie de relámpagos que golpean el mundo, signos que relucen a lo largo de la ciudad, destellos dementes de luz. Todo está tan tranquilo, se diría que al borde del sueño, y no obstante hay cierto rumor y gritos contenidos, una cierta violencia. Martine rueda frente a Titi, se pierde a toda velocidad en las calles vacías. Al dar la vuelta inclina tanto el velomotor que el pedal raspa el suelo y suelta manojos de chispas. El aire caliente provoca que le lloren los ojos, le aplasta la boca y la nariz, obligándola a voltear un poco la cara para poder respirar.
Titi va unos cuantos metros detrás con el cabello rojo ondeando al viento, embriagada ella también por la velocidad y el olor a gasolina. La ronda las conduce lejos, por el centro de la ciudad, antes de traerlas de vuelta poco a poco, calle por calle, hacia la parada de autobús en donde sigue esperando la señora del bolso negro.
También las embriaga el movimiento circular, el movimiento contra el vacío de las calles, contra el silencio de los edificios blancos, contra la luz cruel que las encandila. La ronda de los velomotores hace un surco indiferente sobre el suelo y lanza un llamado: para colmar aquel vértigo, el camión azul y el autobús verde también ruedan por las calles, cerrando así el círculo.
En los edificios nuevos, al otro lado de las ventanas parecidas a ojos apagados, las personas desconocidas viven apenas escondidas por las membranas de sus cortinas, enceguecidas por la pantalla perlada de sus televisores. No ven la luz cruel ni tampoco el cielo; no oyen la llamada estridente de los velomotores que forman una especie de grito. Incluso quizás ignoren que sus hijos son quienes dan vueltas a la ronda, que son sus hijas con el mismo rostro delicado de la infancia y los cabellos enredados por el viento.
En las celdas de sus departamentos cerrados, los adultos no saben qué sucede allá afuera, ya no quieren saber quién anda dando vueltas por las calles vacías sobre un velomotor demente. ¿Cómo podrían saberlo? Viven prisioneros del yeso y la piedra. El cemento invadió sus carnes, obstruyéndoles las arterias. En la pantalla gris de la televisión hay caras, paisajes, personajes. Las imágenes se encienden, se apagan, hacen vacilar el fulgor azul en los rostros inmóviles. Afuera, a la luz del sol, sólo hay lugar para los sueños. Entonces la ronda de los velomotores se cierra aquí, en la gran calle de la Libertad.
Ahora los velomotores van todo derecho, dejando tras de sí aquellos edificios, árboles y cruceros. La mujer de saco azul está sola, a la orilla de la banqueta, como si estuviese durmiendo. Los velomotores ruedan a unos centímetros de la banqueta. El corazón ha dejado de latir a cien por hora. Ahora late más tranquilo y las piernas han cobrado confianza, las manos ya no están húmedas. Los velomotores ruedan a la misma velocidad, uno al lado del otro, y su ruido está tan sincronizado que podrían tumbar los puentes y las paredes de las casas.
Hay hombres en la calle, agazapados en sus autos estacionados, escondidos tras las cortinas de sus cuartos. Pueden espiar con sus ojos entrecerrados, pero ¿y eso qué?
Casi sin disminuir la velocidad, el primer velomotor se sube a la banqueta y se acerca a la señora vestida de azul que, justo antes de caer, ve a Martine seguir su camino a unos centímetros de la banqueta. La mujer observa al fin a la chica con sus grandes ojos abiertos, haciendo visible el color de su iris, el cual ilumina su mirada. Pero aquello sólo dura una centésima de segundo y al instante siguiente se oye el grito de la señora que resuena en la calle, un grito de sufrimiento y sorpresa mientras los dos velomotores huyen hacia el cruce.
El viento cálido sopla de nuevo. El corazón de Martine se agita en su caja torácica; en su mano, que aprieta el bolso negro, hay algo de sudor. Y en su interior un vacío, sobre todo, pues la ronda ha llegado a su fin. Ya no puede haber más embriaguez. Lejos, más adelante, Titi va a toda.velocidad con el cabello rojo flotando al viento. Su velomotor es más rápido, llega al cruce y se va. Pero en el momento en que el segundo velomotor rebasa el cruce, el camión de mudanzas azul emerge de la calle, idéntico a un animal, y con la parte delantera atrapa y aplasta al velomotor de Martine contra el suelo provocando un terrible estruendo de vidrio y metal.
Las llantas frenan con un aullido. El silencio regresa a la calle, al centro del cruce. En la calzada, a espaldas del camión azul, el cuerpo de Martine está acostado, doblado sobre sí mismo, como una sábana. En ella no hay dolor, no todavía, mientras observa el cielo con los ojos muy abiertos y la boca le tiembla un poco.
Sin embargo, poco a poco la invade un vacío intenso e insoportable conforme la sangre escurre en meandros negros de sus piernas fraccionadas. El bolso de piel negra que quedó en la calzada, no muy lejos de su brazo, como si lo hubiese olvidado sin darse cuenta, lanza a los ojos unos destellos asesinos con su cierre de metal dorado.
¿Quién es J. M. G. Le Clézio? Nació en Niza en 1940 y en 1948 se trasladó con su familia a Nigeria. Mauricio, Albuquerque, México, Bristol, Perpiñán y Austin se cuentan también entre sus lugares de residencia. Su prolífica obra incluye más de treinta libros: novelas, libros de viajes, libros para niños y ensayos, además de una célebre traducción al francés del Chilam Balam. Ha sido galardonado con los premios Larbaud, Grand Prix Paul Morand, Jean Giono, Príncipe de Mónaco y Stig Dagermanpriset, además del Premio Nobel de Literatura, que le fue otorgado en 2008.