Una biblioteca es una obra creativa que nos devuelve nuestra imagen detenida en el tiempo
Ciudad de México, 16 de julio (SinEmbargo).- En 1931, Walter Benjamin escribió Desempacando mi biblioteca, un ensayo breve en el que recuerda cómo adquirió sus libros más queridos. Una biblioteca es una colección, apunta, y coleccionar es renovar un viejo mundo. Renovarse: construir sobre las ruinas de lo perdido.
En los últimos años he tenido que empacar y desempacar mi biblioteca tantas veces que mis libros se han vuelto ancla entre mudanzas, el lugar al que vuelvo para recordar mi geografía personal. Al repasarlos –tocar sus páginas, leer los párrafos subrayados y las notas que he dejado en sus márgenes, revisar los papelitos con los que separé en su momento el punto en el que estaba en mi lectura– noto mis propias transformaciones más claramente que con cualquier diario o álbum de fotos.
Además, los actos de leer y escribir están tan íntimamente vinculados que subrayar y anotar libros puede funcionar como sustituto de la escritura misma. En La vanidad de subrayar, Fabio Morábito menciona a un amigo suyo que no publicaba porque no habría soportado ser subrayado por otros. Temía que el criterio errado del lector —en su faceta minúscula, la marginalia es la forma más democrática y extendida de crítica literaria— dejara fuera partes de su libro que le parecían fundamentales.
En este sentido, una biblioteca es una obra creativa que nos devuelve nuestra imagen detenida en el tiempo.
Estos son diez de los libros que forman mi espejo más íntimo.
Podría decir que recuerdo mi edición infantil de La historia interminable, pero por suerte no es necesario recurrir a la memoria porque todavía conservo el ejemplar en mi librero. El paso del tiempo ha sido amable con él, como lo es a veces con aquello que más amamos: su portada está más o menos entera y los colores de sus páginas, con letra e ilustraciones a doble tinta, se conservan vivos (la historia que sucede en el mundo real está escrita en verde y la historia fantástica, la del guerrero Atreyu, el dragón volador y la niña emperatriz que vive en una torre de marfil, en morado).
La historia interminable fue el primer libro que leí hasta aprender varios párrafos de memoria, lo cual tenía la ventaja de impresionar a los adultos (pero yo más bien lo hacía para poder llevar el libro conmigo aunque tuviera que dejarlo en casa).
Cuando América enloqueció con la fiebre del oro del Yukón, Jack London eligió los hielos de Alaska para contar la vida de Buck, mitad san bernardo y mitad pastor escocés. La historia es inolvidable: tras años de vivir mimado en la casa del juez Miller, Buck es secuestrado por un jardinero que lo vende como perro de trineo para pagar sus deudas. En un principio, el animal confía en sus captores, pero el tiempo le va revelando la terrible naturaleza de los hombres. Entonces comienza a escuchar el llamado de la selva.
Al describirlo como un ser capaz de imaginar, London colocó a Buck por encima de casi todos los protagonistas humanos de su relato. Esto conmovió a la niña que fui, una criatura despeinada y medio huraña que andaba con su perra para todos lados. Se llamaba Negra y a veces aparecía en mis sueños convertida en un animal salvaje, recorriendo la montaña en solitario. Así como Buck asesinó a los indios que atacaron bestialmente el campamento de John Thornton, yo me sentía a salvo porque mi perra me salvaría de cualquier peligro al que pudiera enfrentarme. Así de grande fue el regalo que me hizo London.
Acá la memoria no está de mi lado: olvidé de qué edición de la Historia general de las cosas de Nueva España me leía mi madre por las noches la descripción que Sahagún hizo del mundo que se abría ante sus ojos. Sin embargo, hay detalles que guardo intactos: el cóyotl, parecido al zorro, es un animal agradecido, el toznene, con su piquito amarillo y su lengua áspera, aprende cualquier lengua que le enseñes, los perros comen mazorcas de maíz verde. Si un xoloitzcuintli te mueve la cola, puedes acercarte (son tan mansos que se usan como mantas en las noches frías). También el tláquatl es bueno, lleva siempre a sus hijos cargando y su cola larga y pelona es muy medicinal. Las culebras mejor de lejos, especialmente la maquizcóatl con sus dos cabezas.
(En 2005, el FCE publicó Fauna de la Nueva España, un volumen de Colección Cenzontle que reúne los capítulos de la Historia general de las cosas de Nueva España dedicados a la consignación y descripción de las bestiecillas que poblaban nuestro continente. Es un libro pequeño, rojo, hermosísimo. Como para ponerlo en la cabecera.)
Si los animales son otras naciones, como escribió Henry Beston, entonces las ballenas son países inabarcables. Y así es también Moby Dick, un libro en el que cabe toda, o casi toda la experiencia humana: la ira del capitán Ahab, obsesionado con vengarse de la ballena blanca que le arrancó la pierna, las ganas que tiene Ismael de irse lejos, su excepcional amistad con el arponero Queequeg, la emocionante vida marinera.
Dominando el vasto universo que se extiende debajo del barco, las ballenas. Lo que me cautivó la primera vez que tuve Moby Dick entre mis manos fue sentir que el mundo estaba contenido en él, con sus mares, sus cielos y todas sus criaturas. ¿Qué libro me llevaría a una isla desierta? Ya tienen su respuesta.
Puedo decir sin titubear que el primer verso que leí de Viel Temperley me transformó: Pabellón Rosetto, larga esquina de verano, armadura de mariposas: mi madre vino del cielo a visitarme.
Yo no sabía dónde estaba el Pabellón Rosetto ni conocía nada de este poeta argentino de nombre extraño, pero mi madre había muerto poco antes y de pronto, desde esa total ignorancia, la idea cayó como un rayo sobre mí: los milagros existen. Mi madre puede venir del cielo a visitarme.
Así como Josefina Vicens usó pseudónimos masculinos en su vida profesional (se presentaba, por ejemplo, como el cronista taurino Pepe Faroles o el analista político Diógenes García), para escribir El libro vacío, se puso también la máscara de un hombre: un aburrido empleado de nombre José García.
En constante preparación para escribir un libro que le dé sentido a su existencia, José García llena varios cuadernos de las notas que Vicens presenta en El libro vacío. A pesar de que la escritura es por lo pronto fuente de frustración, el personaje siente que esas páginas pueden salvarlo. Pero, ¿cómo se debe escribir, para quién? Hay ahí una idea, casi un mandato, que llevo conmigo a todos lados: Yo pretendo escribir algo que interese a todos. ¿Cómo diría? No usar la voz íntima, sino el gran rumor.
Los ensayos de Montaigne son una especie de instructivo para la vida: ¿qué es la amistad?, ¿cuál es la mejor hora para coger?, ¿hay que tenerle miedo a morir?, ¿cómo lograr que alguien a quien hemos ofendido nos perdone?, ¿cuál es la fruta más sabrosa?, ¿por qué es importante la tolerancia?, cuando juego con mi gato, ¿cómo sé que no es él el que está jugando conmigo?
Cuando me siento confundida, basta con abrir una página al azar de los ensayos de Montaigne. No es que tenga las respuestas, es que me acompaña en la ignorancia.
Todo lo que sé del amor (casi nada) lo aprendí en las páginas de este libro. Abelardo y Eloísa vivieron en el siglo XII en París y su historia de amor desdichado contiene a todas las demás: seducida por su tutor, una muchacha adolescente se deja llevar por los impulsos de la carne. Él, un destacado profesor cegado por la pasión y atormentado por naturaleza (a su autobiografía la tituló “Historia de mis calamidades”), no alcanza a ver la desgracia que se aproxima. Se avientan al vacío. Ya podrán imaginarse cómo termina eso.
Aunque el nombre de esposa es visto como sano y distinguido, le dice Eloísa a su amante en un momento de máxima desesperación, el nombre de amiga siempre me pareció más dulce o, si no te indignas, concubina o puta. A la fecha no conozco mejor declaración de amor.
Me voy a tomar la libertad, este caso, de no poner el título de un libro junto al nombre de Szymborska. Primero, porque su poesía en español está compilada de modo algo caótico: cada cierto tiempo sale una nueva antología.
Yo misma no sé a qué libro pertenecen originalmente algunos de mis poemas favoritos, pero no he leído una sola página suya que no haya amado. Lo suyo es poesía escrita en una cristalina espiral. Esto, confieso, me lo enseñó ella: todo principio es una continuación.
Este libro es mi más reciente obsesión. Dio conmigo hace tres o cuatro años, en una librería de Saint Marks, en Nueva York, que ha dejado de existir. Digo que dio conmigo porque fue uno de esos libros que llegan sin anunciarse: yo no había escuchado absolutamente nada de él cuando lo vi en uno de los estantes, imponente en la simpleza de su portada azul con un cuadro blanco al centro y la palabra: Bluets.
Para enamorarme bastó la primera línea: Supongamos que empiezo diciendo que me he enamorado de un color.
¿Quién es Isabel Zapata? Estudió Ciencias Políticas en el ITAM y la maestría en Filosofía en la New School for Social Research. Es autora del libro de poemas Ventanas adentro y una de las fundadoras de Ediciones Antílope.