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Benito Taibo

16/03/2014 - 12:00 am

El rayo verde

Durante muchos años pasamos las vacaciones de verano en un lugar llamado Paraíso. Y por lo menos para nosotros, lo era. En la Costa Grande de Guerrero, perteneciente al municipio de Hacienda de Cabañas, Paraíso era una barra donde habitaban un puñado de pescadores con sus familias en chozas de palma y al que era […]

Durante muchos años pasamos las vacaciones de verano en un lugar llamado Paraíso. Y por lo menos para nosotros, lo era.

En la Costa Grande de Guerrero, perteneciente al municipio de Hacienda de Cabañas, Paraíso era una barra donde habitaban un puñado de pescadores con sus familias en chozas de palma y al que era muy difícil acceder, por lo que la aventura se volvía más apetecible.

Debimos haber llegado por primera vez en el año 1977, huyendo de las escuelas y los padres, pero no estoy seguro; la memoria comienza a hacer agua por todas partes. Éramos muy jóvenes, muy audaces y muy gregarios (esto último lo seguimos siendo), así que desembarcábamos entre veinte y treinta adolescentes (y otros no tanto), para pasar juntos tres o cuatro semanas, en la arena, frente al mar abierto y dispuestos a disfrutar como locos la vida. Lo hicimos no menos de diez años seguidos, sin faltar, como una familia Robinson bien avenida donde nadie quería ser rescatado. Era Paraíso, un sinónimo de libertad. Y «Contreras Tours» (por Carlos Contreras, organizador implacable y eficaz, líder del grupo), como comenzamos a llamarnos, el vehículo para alcanzarla.

Bebíamos, jugábamos todos los juegos, discutíamos, oíamos música, leíamos, nadábamos entre las poderosas y altas olas, y algunos nos íbamos con una de las tres lanchas de la cooperativa a pescar durante la noche. Allí fue donde vi por primera vez en mi vida a un «Tiburón ballena», un inmenso animal que rondaba  parsimoniosamente debajo de la lancha y que hacía que a los citadinos se nos subieran los testículos a la altura de las amígdalas, ante la risita cómplice de los pescadores.

Habrá que decir que nadie, durante todos esos años nadie murió en el intento y ahora, a la distancia lo celebro.

En Paraíso se hicieron y deshicieron algunas parejas, pero sobre todo se afianzaron amistades indestructibles.

En Paraíso escuché por primera vez en mi vida acerca del «Rayo verde». Me lo dijo «El Mocho», moreno y hábil pescador, bebedor insaciable de cervezas, cortés y atento.

Decía «El Mocho» (al que le faltaba la falange del dedo meñique izquierdo, perdido por obra y gracia de una barracuda, de allí el apelativo) que sí mirabas atentamente a la puesta del sol, en el instante final, cuando estaba a punto de desaparecer el astro en el mar, podías ver un destello verde. Y todas las tardes lo intentábamos, mientas sonaba Vivaldi a todo volumen. Decían que era de buena suerte… Abrazados todos, felices todos, llenos de esperanza todos.

Negativo, pareja.

Jamás nadie lo vio. Pero insistíamos, día tras día y año tras año. Y escudriñábamos atentos el horizonte, sin parpadear, para lograrlo.

Hasta que un atardecer, otro de muchos, me acerqué a nuestro amigo y le dije: -¿Neta se ve el rayo verde, Mocho?

 Y me contestó, muy budistamente, con otra pregunta: ¿Importa?

Hoy, casi cuarenta años después tengo por fin la respuesta. Tardé en encontrarla. «El Mocho», un personaje homérico, sin duda, nos estaba diciendo que importa mucho más el viaje que el destino, como lo sabía también Ulises.

En la búsqueda del rayo verde, seguimos todos esos adolescentes que fuimos, empeñados. Y miramos instintivamente hacia dónde el sol se pone (no importa sí estamos en la ciudad, en el campo o en la playa) para mirar el destello. Y en esa búsqueda, están escondidos nuestros mejores sueños.

Miramos  para  ver el rayo, pero también para encontrar a los que fuimos, a los que descubrimos que ante la imposibilidad de cambiar al mundo, por lo menos luchamos todo el tiempo para que el mundo no nos cambie a nosotros.

Recuerdo una frase del maravilloso Eduardo Galeano que me acompaña siempre: La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.

Desde aquí, desde este amanecer en la ciudad de México, abrazo con fuerza a todos aquellos que vivimos una temporada en el Paraíso buscando una y otra vez el rayo verde. Saben que los quiero con toda mi alma.

 Estoy seguro que hoy aparecerá en el horizonte y lo veremos por fin. Se los prometo.

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