LECTURAS | En carne viva: Mi viaje con el Wu-Tang Clan, de «U-God» Hawkins

16/02/2019 - 12:04 am

Desde su fundación en 1991, el Wu-Tang Clan ha lanzado siete álbu­mes y ha vendido más de cuarenta millones de copias en todo el mundo. Lamont «U-God» Hawkins, uno de los integrantes, el letrista del grupo, cuenta la historia de siete muchachos mugrientos que tomaron su vida cotidiano y la convirtieron en algo mucho más grande de lo que hubieran imaginado.

Ciudad de México, 16 de febrero (SinEmbargo).- El Wu-Tang Clan es uno de los grupos de hip-hop más importantes de todos los tiempos y su impacto ha trascendido el ámbito meramente musical, pues la banda se ha convertido en una referencia cultural e incluso política, que representa una actitud de desafío racial contra el orden es­tablecido por una sociedad aún estructurada para favorecer a la población blanca. Desde su fundación en 1991, el Wu-Tang Clan ha lanzado siete álbu­mes y ha vendido más de cuarenta millones de copias en todo el mundo.

Sin embargo, ningún miembro del grupo había contado su historia hasta la aparición de En carne viva. Mi viaje con el Wu-Tang Clan, escrito por Lamont «U-God» Hawkins, quien en los años setenta y ochenta aprendió a sobrevivir en las calles de los distritos más desamparados de la ciudad de Nueva York, donde la violencia era omnipresente y el futuro para un niño negro como él se cifraba, casi sin remedio, en clave de crack, armas y tragedia. Miembro fundador del Wu-Tang –si bien sólo pudo participar brevemente en el primer álbum del grupo por estar en ese momento cumpliendo condena por posesión de drogas–, ha compuesto varias de las canciones más emblemáticas de la banda.

En palabras del propio U-God: «Ha llegado el momento de que ponga por escrito no sólo mi legado, sino la historia de nueve chicos mugrientos que tomamos nuestra vida cotidiana –repartir madrazos y bisnear e intentar sobrevivir en la jungla urbana de la ciudad de Nueva York– y la convertimos en algo mucho más grande de lo que hubiéramos podido imaginar, algo que nos permitió escapar para siempre de los edificos de viviendas sociales, que era lo único que deseábamos desde un principio».

PRÓLOGO

El tiempo es cabrón. El tiempo saca a la luz toda la mierda. Hace que las cosas se desgasten. Las rompe. Las aplasta. Las mata. Pone al descubierto la verdad. No hay nada más grande que el Padre Tiempo.

Si tienes paciencia, el tiempo estará de tu parte. Y, si reconoces lo valioso que puede llegar a ser e identificas el momento adecuado para actuar, te convertirás en un cabrón de primera.

Así es como me siento ahora mismo, mientras escribo este libro. Ya es hora de que escriba sobre toda esta mierda. Ha llegado el momento de que ponga por escrito no sólo mi legado, sino la historia de nueve chicos mugrientos que tomamos nuestra vida cotidiana –repartir madrazos y bisnear e intentar sobrevivir a la jungla urbana de la ciudad de Nueva York– y la convertimos en algo mucho más grande de lo que hubiéramos podido imaginar, algo que nos permitió escapar para siempre de los edificios de viviendas sociales, que era lo único que deseábamos hacer desde un principio.

Antes, no obstante, tuvimos que remontar todo el camino desde el infierno. Criarse en Nueva York era de locos, sobre todo durante los años setenta, ochenta y noventa. Por aquel entonces había muchísima energía en las calles y en los clubs. Esa mierda se introdujo muy pronto en mi cuerpo y ha permanecido ahí hasta la fecha. No me refiero sólo a la escena de clubs, sino a toda esa época, a la del alcalde Koch, a la del puñetazo en la cara para largarse con tu cartera. El Clan al completo procede de esa época y la hemos expresado con nuestra música porque esa época nos moldeó, y todavía permanece en nuestro interior. Evolucionamos y cambiamos constantemente, pero ése es el núcleo del que extraigo mi inspiración. Y no se trata sólo de lo que vimos, sino de todo lo que tuvimos que soportar.

Cuando construyeron los edificios de viviendas sociales, aquel lugar era una jungla urbana. Era peligroso, pero si conocías las reglas podías arreglártelas, e incluso pasártela bien de vez en cuando. Había peleas, generalmente a puñetazos, quizá algún boxer, quizá alguna navaja. Y había drogas a nuestro alrededor, claro, pero no tantas como hubo más tarde.

Cuando el crack golpeó Park Hill, mi barrio de Staten Island, la jungla se convirtió en una puta zona de guerra. Los boxers y las navajas se transformaron en pistolas y metralletas. La gente llevaba chalecos antibalas debajo de las camisetas de equipos deportivos. Las calles se cubrieron de cuerpos y casquillos, y a menudo resultaba imposible saber en quién podías confiar en el día a día. Personas a las que considerabas amigas se convertían a menudo en raterillos o atracadores, arrastrados por la adicción o atraídos por el dinero fácil.

Ese miedo, esa rabia y ese terror que había en las calles hicieron que los amigos en los que podías confiar se convirtieran en algo mucho más valioso. Y, a principios de los noventa, nueve amigos, todos ellos auténticos maestros en sus respectivas disciplinas, cada uno de ellos con un papel propio que desempeñar, se juntaron para formar el grupo legendario que conoces con el nombre del Wu-Tang Clan.

Un Testimonio Valioso Y Duro Foto Sexto Piso

RZA, la Mente Maestra. En cuanto creador de la idea misma del Wu-Tang y encargado de reunir a los miembros que debían ejecutar su plan para dar forma a los coros, conceptos y temas de nuestros primeros discos, RZA fue el general cuyas órdenes todos seguíamos. Tenía una mente brillante, era muy, pero muy inteligente para su edad. No era un bisnero de quinta, sino que, para alimentar a su familia, utilizaba la cabeza y se le ocurrían cosas que le permitían llevar comida a la mesa. El Wu-Tang fue una de esas cosas que nos elevaron a todos.

GZA, el Genio. A menudo junto a su primo RZA, GZA hizo que sus versos ascendieran desde aquellas calles llenas de mugre y de crimen hacia planos más elevados de pensamiento, de consciencia y de expresión. Cuando lanzó su primer disco, Words from the Genius, con Warner Bros., todos pudimos ver de repente la realidad de una música que nos permitía escapar del barrio de viviendas sociales. Aún nos recuerdo a Method Man y a mí escuchando esa cinta y vibrando con ella.

Method Man y Ol’ Dirty Bastard, los Intérpretes. Todos éramos intérpretes, pero Meth y ODB fueron la pareja que siempre llevó nuestras actuaciones a un nivel superior. Meth poseía un entusiasmo contagioso y un encanto natural que le venían de muy lejos, de cuando armaba los bailes de los New Edition en el centro de actividades extraescolares de la Escuela Pública 49. ODB era simplemente impredecible, un salvaje dotado de un carisma demencial sobre el escenario. Comparado con el resto de nosotros, vino con ese talento artístico de fábrica, lo tuvo desde el principio. A veces yo lo observaba y tenía la sensación de que estaba jodidamente loco, pero siempre supo lo que se hacía, en cada momento.

Inspectah Deck, el Artista. De pequeño, Deck se pasaba las horas mirando por la ventana de su apartamento del número 160, observando todo cuanto sucedía en la calle, a sus pies. Absorbió toda esa mierda y la convirtió en unas rimas llenas de vida. Su detallismo visual, además del uso de palabras que uno sólo les había escuchado a los periodistas, te transmitían la sensación de que con sus versos informaba en vivo y en directo sobre lo que ocurría en las calles.

Ghostface Killah, el Narrador. Ghost, que se pateaba las calles desde que era un crío, fue siempre un peleonero. Sus historias cobraban vida porque, al rapearlas, te sentías como si las estuvieras viviendo en ese momento a su lado.

Masta Killa, el Don Innato. Masta fue discípulo de GZA y el único de nosotros que actuó por primera vez con unos Wu ya completamente formados, pero su habilidad para valerse por sí solo fue innegable desde un principio. Conozco las raíces de todos los miembros del Wu-Tang; de todos menos las de Masta Killa. Siempre ha sido así de reservado y no hay nada que hacerle.

Raekwon, el Embaucador. El creador del subgénero del «rap mafioso» pisó la calle a edad muy temprana. Vendía crack en la puerta del edificio que había al lado de aquel en el que vivíamos Meth y yo. En una de mis primeras historias relacionadas con la droga, Rae y yo intentamos mover una hierba de mierda que nos había pasado su primo Rico. Es posible que el tráfico de drogas no sea la mejor de las vocaciones, pero sin duda le dio un montón de material para sus rimas.

Y luego estoy yo, U-God, el Embajador. Yo no era más que un chico complicado con la capacidad mental para crear un montón de mierda, para hacer las cosas por mi cuenta y para vender porros para ganarme el pan. Estuve ahí desde el principio, haciendo beatbox en los pasillos del 160 con Rae y ODB, vendiendo en las calles con Meth, preparando los primeros temas en la choza de RZA… Estuve metido en todo ello. Seguí mi propio camino, en el que hubo un desvío o dos, sin duda, pero que me condujo de manera inexorable hasta el Wu-Tang Clan. De algún modo, supe desde el principio que así sería.

Ésta es mi historia.

Ésta es nuestra historia.

1. TODO COMENZÓ EN LA ISLA

Cuando uno crece siendo tan fuerte, duro, salvaje y loco como es el caso de los miembros del Wu-Tang, la muerte siempre formará parte de su vida.

Recuerdo la primera vez que vi morir a alguien. Yo tendría cuatro o cinco años. Mi madre y yo estábamos solos en el apartamento. «Lovin’ You», de Minnie Riperton, sonaba en una radio desde la calle. Parecía que, cada vez que pasaba alguna mierda, había algo de música para acompañarla.

Y en los edificios de viviendas sociales de Park Hill pasaban cosas constantemente. Recuerdo un alboroto al otro lado de mi ventana –yo apenas llegaba hasta el alféizar para mirar hacia la calle–. Se estaba formando una multitud y ésta provocaba el escándalo que llevó a que mi madre y yo saliéramos a ver lo que pasaba. Cuando llegamos la muchedumbre era mayor, así que ella me aupó sobre sus hombros. Paseé la mirada por el patio y calle arriba. Todos mis vecinos, y también la mitad de los del número 260 de Park Hill Terrace, estaban ahí fuera.

La policía, los bomberos y una ambulancia no tardaron en llegar. Una mujer se había subido al techo del edificio de al lado –Park Hill 280– y amenazaba con saltar. Era bastante joven, hablaba sola y no paraba de gritarle a todo el mundo mientras los agentes intentaban convencerla para que se bajara de la cornisa.

Recuerdo que la estuve mirando hasta que me entró tortícolis. No entendía lo que pasaba ni lo que estaba a punto de suceder. Al principio parecía que todo iba a salir bien. No daba la impresión de que quisiera suicidarse de verdad, pero había algo que le impedía abandonar aquella cornisa. Aún hoy veo su rostro atormentado, retorcido por la desesperación, los ojos como platos, observando la multitud que había siete pisos por debajo.

Entonces, sin pronunciar palabra o advertencia alguna que indicara que se había cansado de ofrecer aquel espectáculo, la mujer saltó; o resbaló y se cayó, nunca lo supe.

Agitó los brazos durante un instante y, a continuación, cayó a tanta velocidad que prácticamente la perdí de vista. Se golpeó primero contra la valla y aterrizó sobre la escalera de la entrada lateral del edificio. Todo se llenó de sangre, la gente gritó y los policías y paramédicos se acercaron corriendo a aquel cuerpo ensangrentado que estaba a punto de convertirse en cadáver. Todos los presentes, mi madre y yo incluidos, nos quedamos ahí parados, conmocionados e incrédulos, observando el cuerpo mientras lo preparaban para llevárselo en camilla.

Yo era un crío y ya había visto la muerte de cerca. El sonido que hizo aquella mujer al golpear contra los escalones de cemento resonará para siempre en mi interior. En ese momento no entendí lo que podía llevar a una persona a acabar con su propia vida. A los cinco años no siempre reconoces lo que ves, pero siempre he sentido que ése fue el momento que me llevó a ser consciente de mí mismo, que me hizo pensar por primera vez en la vida y en la muerte. Yo era terriblemente joven, pero me impactó.

Provengo de una estirpe de niños de vivienda social. Parece que la gente pobre siempre comienza desde abajo del todo. O logras salir de las viviendas sociales o te quedas allí, a veces durante varias generaciones. Aún conozco a gente que se ha pasado toda la vida en ellas. Que nunca ha progresado, que nunca ha ido a ningún otro lugar, que nunca ha explorado el mundo que hay más allá del barrio. Supongo que se sienten satisfechos con ese tipo de vida, pero desde muy pronto yo supe que eso no era para mí.

Sólo abandonan el gueto aquellos que son puros de corazón. Para mí, eso significa que, cuando de veras crees en lo que eres o en quién eres, te mantienes centrado en ti mismo y no le haces daño a nadie intentando salir. No te metes en confabulaciones, no intentas ganar terreno con zafiedades y no apuñalas a nadie por la espalda para escapar.

Sales de allí con determinación, con fuerza de voluntad y perseverando en la búsqueda de aquello en lo que crees. Si consideras que de verdad puedes convertirte en un médico, y estudias para ello, eso es pureza de corazón.

Bien, yo me convertí en compositor por más que en mi mundo hubiera drogas y ese tipo de cosas; a pesar de los muertos. Y es posible que vendiera veneno y tal, pero, más allá de todo el drama, seguía siendo puro de corazón. Nunca vendí nada a mujeres que estuvieran embarazadas. Ayudaba a las ancianas a bajar las escaleras. Me las arreglé para mantener una moral personal en un escenario perverso. Aunque hacía cosas que estaban mal para sobrevivir, siempre hubo líneas que me negué a cruzar.

Conozco gente que pasó por ese mismo tipo de mierda, que fueron ladrones o asesinos, y que le dieron la vuelta a su vida, consiguieron un trabajo, formaron una familia y se centraron. Bueno, porque hayas matado a alguien quizá pienses que estás acabado, que estás jodido de por vida. Pero no necesariamente es así. Incluso cuando una persona le hace daño a alguien de manera accidental, o ha hecho algo malo, siempre puede corregir sus acciones si escoge actuar desde la pureza de su corazón. En otras palabras, uno escoge el camino correcto. Uno escoge la virtud sobre la negatividad.

Eso es lo que hice yo.

Mi madre es de Brownsville, en Brooklyn. Se crió en Howard Houses, el mismo edificio de viviendas sociales donde vivía la madre de Raekwon, en el número 1543 de la avenida East New York.

Los edificios de viviendas sociales de Brownsville eran los más salvajes de todos, punto. Pregúntenle a cualquier persona de Nueva York qué parte de Brooklyn es la más dura y les dirá que Brownsville.

Podías pasear por delante de algunos de aquellos edificios. Por delante de otros, no. En sus peores momentos no podías pasear por ninguna parte de Brownsville. Tampoco podías ir a Fort Greene o a Pink Houses. Allí, la tensión y la violencia siempre estaban en el aire. Tenías la garantía de que habría peleas con algunos cortes y puñaladas para ponerle la cereza al pastel, e incluso en aquella época podía haber un tiroteo o dos. Al final de la gresca, lo más probable es que alguien acabara muerto. Es por eso que hoy en día no me gusta regresar a esos lugares: siento como si los espíritus de mis viejos camaradas me llamaran. Sus fantasmas siguen rondando por los edificios en los que hacían bisne y en los que fueron asesinados.

Cuando yo era pequeño siempre había alguien intentando robarte los tenis, el abrigo, cualquier cosa a la que pudieran echarle la mano encima. Te robaban los putos tenis mientras los llevabas puestos. Por aquel entonces, si te ponías cadenas de oro y ese tipo de cosas, más te valía saber disparar o pelear. Y la policía no hacía una mierda para prevenir el crimen o para investigarlo después de que sucediera. Simplemente no les importaba.

Pero, cuando sí se involucraban, muchas veces acababa siendo peor para nosotros. A principios de los años setenta, la ley no sentía el menor aprecio por la vida. Mi abuela me contó en más de una ocasión que los policías de la comisaría 73 de Brownsville se dedicaban a matar a gente del barrio. Ella y muchos de sus amigos y familiares aseguraban que los escoltaban al interior de la comisaría, esposados y ensangrentados, y que no se volvía a saber de ellos. Supongo que los policías los emparedaban, literalmente. Así de traicioneras eran las cosas en Brownsville.

El mero hecho de entrar y salir del vecindario ya suponía una aventura. A mi madre le robaron la bolsa cuatro o cinco veces en mi presencia. En varias ocasiones tuvo que llamar a la policía para que nos escoltaran entre la estación de tren y el edificio de mi abuela porque había un grupo de chavos esperando en la esquina para arrebatarle los pocos dólares que llevaba.

Cada edificio o calle tenía al menos una banda o pandilla. No podías ir de un edificio al siguiente si no conocías a la gente correcta. Los gandallas de la escalera de entrada venían directamente a ti y te soltaban a la cara:

–¿A quién has venido a ver? ¿Qué te hace pensar que puedes pasearte por delante de mi edificio si no te conozco?

Los miembros de la banda local, vestidos con pants de marca Kangol, Puma o Adidas, siempre rondaban por la parada de autobús que había cerca del restaurante chino de la avenida Pitkin. En aquel momento, la avenida Pitkin era la zona comercial de Brownsville. Estaba llena de tiendas de ropa, había una casa de apuestas hípicas y tipos que hacían bisne por las esquinas. También había un matadero donde sacrificaban gallinas. Mi abuela solía llevarme. Había gallinas encerradas en jaulas y ella se llevaba pollo fresco recién cortado por el matarife.

Siempre recelamos de aquellos tipos, igual que recelábamos cada vez que teníamos que ir a algún punto del barrio. Recuerdo que una vez me los encontré por ahí, divirtiéndose y vi a un tipo subido a una bicicleta de carreras que se dirigía hacia ellos. Uno de los pandilleros salió de la nada y le arreó en la cabeza con un tubo, recogió la bicicleta y fue a sentarse al banco. Nosotros seguimos caminando como si no lo hubiéramos visto. Nadie reaccionó ni hizo nada y eso que el tipo al que habían golpeado se quedó tirado en la calle, sangrando entre contorsiones.

Mi recuerdo más delirante de Brownsville, no obstante, tiene que ver con Mike Tyson, que procedía de ahí. Esto sucedió en los años setenta, antes de que fuera campeón del mundo o hubiera comenzado a boxear siquiera. Yo tendría unos ocho años e iba caminando por la avenida Pitkin de la mano de mi madre. Cuando pasábamos por delante de la casa de apuestas hípicas, un tipo se nos acercó y le arrancó a mi madre los aretes de las orejas. La dejó ahí, con los lóbulos sangrando y se largó.

Yo era demasiado pequeño para recordar exactamente su aspecto en aquel momento, pero años después, cuando Tyson comenzó a hacerse famoso, mi madre lo vio por televisión y juró:

–¡Ése es el tipo que me arrancó los aretes!

Parece una locura y desde luego que no tengo ninguna prueba, pero eso no me impidió fantasear de pequeño con la posibilidad de que un montón de vecinos de Brooklyn y quizá algunos de Manhattan pudieran decir lo mismo acerca del campeón mundial.

Ignoro la identidad de mi padre y su procedencia. Ojalá pudiera averiguar más cosas sobre él. El motivo principal por el que no sé mucho de él se debe a las circunstancias en las que fui concebido.

Es probable que a mi madre no le guste que saque este tema, porque odia que hable de ello, pero yo fui el resultado de una violación. Fui un «rape baby». Ella me contó que mi padre le hizo creer que era fotógrafo y que quería que posara para él. Le dijo que la suya era una belleza natural y toda esa mierda. La atrajo hasta algún lugar donde se aprovechó de ella. Mi madre nunca presentó cargos y ni siquiera lo denunció.

La única persona que podría haberme hablado más de él fue Carol, una amiga de mi madre. Cuando vivía en Brooklyn, Carol era bastante atractiva. Le gustaba salir de fiesta y solía quedar con mi padre y con los tipos de su grupo de amigos. Tomaba drogas y acabó contrayendo el VIH. Sufrió un aneurisma cerebral y actualmente se encuentra en una institución psiquiátrica de Brooklyn. Ya no recuerda una mierda. No hace falta que les diga que no me ha sido de demasiada ayuda a la hora de averiguar cosas sobre mi padre.

Recuerdo que, cuando tenía diez años o así, solía preguntar cosas sobre mi padre, pero mamá no me contaba nada. No me habló de él hasta que no fui un adulto. Yo había seguido preguntando de manera intermitente a lo largo de los años. Mi padre era la pieza que le faltaba al rompecabezas de mi vida.

–¿Quién fue mi papá, Ma? ¿Quién es mi papá?

–¡Tu padre es Dios! –me contestaba ella siempre.

Finalmente, cuando cumplí los veintiuno, me dio algunos detalles. También me explicó por qué me había tenido. Me contó que, una noche, Dios se le apareció en sueños y le dijo que no abortara, que aquel niño sería algún día un gran hombre, así que me tuvo. Ese sueño consolidó su espiritualidad, su conexión con Dios. Mi madre es realmente espiritual, quiero decir superespiritual, así que siempre está comentando lo divertido que es que mi nombre haya acabado siendo U-God.

–Y mira en lo que te has convertido –me dijo una vez, como confirmando que el sueño estaba en lo cierto.

Ella siempre hacía hincapié en el hecho de que no se arrepentía de haberme tenido, ni siquiera durante las épocas difíciles que tuvimos que superar. Tal y como yo lo veo, tienes que ser una persona muy compasiva para querer a un niño concebido de la manera en que yo lo fui.

Cuando me lo contó, me quedé conmocionado. La mayoría de las personas, aunque hayan nacido por accidente, suelen ser el resultado de un acto de amor y descubrir que vine al mundo de esa manera realmente me golpeó. Toda la situación me parecía un accidente fruto del azar –después de todo, en aquel momento mi madre no estaba intentando quedarse embarazada, y mucho menos de un fotógrafo/violador de dudosa reputación–. Pero tuve que aceptar que había nacido de ese modo y que aquello no iba a impedir que alcanzara la grandeza.

No se equivoquen: soy producto de mis dos progenitores. Tengo una parte que procede de mi madre, como su buen corazón, pero también tengo el espíritu chanchullero de mi padre. De mi lado paterno debo de haber heredado –porque mi madre no lo tiene– mi empuje emocional. Nadie más en mi familia lo tiene, así que debe de provenir de mi padre.

Hasta la fecha sigo sin saber dónde está mi padre. Aunque deseara dar con él, no tengo le menor idea de por dónde debería comenzar a buscar. Esos detalles que mi madre me contó cuando me hice mayor son todo lo que sé. Quiero descubrir quién es, qué más tenemos en común. Aunque engañara a mi madre, yo sigo siendo su hijo. ¿Qué rasgos heredé de él? ¿Qué costumbres? ¿Qué trastornos? Son un montón de preguntas cuyas respuestas jamás llegaré a conocer.

Durante los primeros doce años de mi vida, mi mamá y yo estuvimos solos. Siempre estábamos cerca el uno del otro. Me crio desde el niño que fui hasta el hombre respetable que soy ahora, y lo hizo ella sola durante la época de Ed Koch, uno de los períodos más salvajes que Nueva York haya conocido nunca.

Las décadas de los setenta, ochenta y noventa fueron probablemente las más violentas de la ciudad. Incluso antes de que apareciera el crack, Nueva York se hallaba al borde de la bancarrota; se recortaron un montón de programas sociales, cuando no desaparecieron directamente del presupuesto municipal.

Cada uno de los cinco distritos tenía sus barrios violentos. Los atracos callejeros, los robos, las violaciones, los asaltos y los asesinatos eran el pan de cada día. No podías ir en tren cuando se hacía tarde. Antes del crack, lo que circulaba era la heroína, la cocaína. Padrotes, prostitutas, policías corruptos…, todos los clichés de Nueva York estaban presentes y medraban.

Durante mi infancia, en todo momento debías ser consciente de lo que te rodeaba. En el gueto, en las viviendas sociales, en todas esas partes de la ciudad que eran de alto riesgo y tenían un elevado índice de violencia, tenías que estar muy pendiente, porque las cosas podían salirse de control en cualquier momento. Por ejemplo, si voy al barrio estaré rodeado de locos culeros. Eso no quiere decir necesariamente que vaya a actuar en connivencia con esos locos culeros, pero sí significa que debo ser consciente de lo que hacen, porque si se ponen locos y da la casualidad de que yo ando por allí, el siguiente paso podría ser que me vuelen la puta cabeza porque un pendejo ha intentado chingarse a alguien con quien mantenía una disputa.

Así que creciste viendo esa mierda. Siempre tenías que estar al quite. Tenías que cuidarte de los acosadores. Siempre tenías que estar alerta. Y hasta el día de hoy las cosas siguen siendo así para los hombres negros que viven en zonas pobres. La historia no es que andes metido en alguna mierda –porque a menudo no estás haciendo nada–, sino que te encuentras tan confinado y enclaustrado por ese recinto urbano que tienes que estar alerta todo el tiempo, vigilar cuanto te rodea.

Lo que mucha gente no entiende es el modo en que crecer así puede cambiar a una persona para el resto de su vida. Ahora mismo yo soy el resultado de esos cambios. Aquello me jodió, y nunca volveré a ser el mismo. No tengo amigos íntimos. Ya no tengo amigos en Park Hill. No puedo lidiar con esos tipos. No puedo lidiar con cierta mierda que sucede en la calle. No puedo estar con cierta gente. ¿Por qué? Pues porque estoy quemado. En mi cabeza soy consciente en todo momento de ciertas situaciones en las que antes no reparaba. Así que tuve que eliminar de mi vida un montón de esas cosas.

Al final nos trasladamos de Brooklyn a Staten Island, y acabamos en Park Hill.

A finales de los años setenta, la vivienda social en la Isla estaba a buen precio. Fue una buena oportunidad para que mi madre y la madre de Raekwon se largaran de Brownsville y al principio Park Hill estaba bien. Cuando llegamos era un barrio de clase trabajadora y seguía comportándose como una comunidad. Había timbres en las puertas de entrada a los edificios.

Había césped en sus zonas traseras. La escuela estaba justo a una manzana.

Quiero decir que sí, me crié en las infames viviendas sociales de Park Hill. Pero, nada más llegar nosotros, Park Hill y la mayor parte de Clifton e incluso la cercana Stapleton habían sido objeto de una reordenación urbana. Sus habitantes eran predominantemente negros y el barrio seguía viéndose nuevo, así que las cosas no parecían tan duras.

Park Hill es de propiedad privada, pero recibe subsidios federales. Ésta es una mala combinación, porque el Gobierno federal garantiza a los propietarios que cobrarán el alquiler de los residentes. Lo cual suena bien hasta que el alquiler se sigue cobrando sin que importe que se hagan las debidas reparaciones o se cumpla con el mantenimiento del edificio.

Aun así, al principio no estaba demasiado mal. Seguía siendo un complejo de viviendas y era duro, pero tenías un cincuenta por ciento de posibilidades de cruzar por ahí o pasear por los alrededores sin que la gente del lugar quisiera chingarte. Entonces, cuando las cosas comenzaron a romperse, tardaban meses en repararlas, y en ocasiones ya no las reparaban nunca. Por culpa de la negligencia de sus dueños, Park Hill no hizo más que empeorar.

Pero en aquel momento yo no me di cuenta de ello. En muchos sentidos viví las mismas experiencias que tantos niños americanos. Y también un montón de cosas diferentes.

Desde los seis o siete años fui un hijo de madre trabajadora, lo cual quería decir que cada día me quedaba solo en casa, sin supervisión paterna. Mamá me dio la llave para que pudiera entrar en el apartamento al volver de la escuela y me soltó el clásico «¡NO SE TE OCURRA ABRIRLE LA PUERTA A NADIE NI CONTESTAR EL TELÉFONO!».

Cuando mi madre podía permitírselo venía alguien a cuidarme. Pero en el apartado de buenas niñeras había poco donde elegir, y tuve un montón.

Recuerdo a una de mis niñeras. Era una buena persona que mantenía la casa en orden y se preocupaba por mí. Me daba la comida y se aseguraba de que hiciera la tarea. Tenía dos hijas y las tres me cuidaban en su apartamento. Pero además era completamente adicta a la heroína.

Un día entré en la sala de su casa y la vi inyectándose heroína ahí mismo, en el sofá. Tenía las manos completamente hinchadas por los pinchazos de las agujas, pero en aquel momento yo ignoraba a qué se debía. Aún hoy sigo viéndolas. Su novio y un par de tipos a los que no conocía de antes también estaban allí, metiéndose esa mierda.

Mi madre no tenía la menor idea acerca de todo aquello. Estaba ocupada trabajando duro y yendo a clase, intentando mejorar nuestra situación. Así que ese tipo de mierdas me las guardaba para mí mismo.

Y, aunque esa niñera fuera una drogadicta funcional, se portaba bien conmigo. De pequeño nunca la miré por encima del hombro. Además, en aquel momento ni siquiera sabía lo que se metían en el brazo. Muchos años después me di cuenta de que eran auténticos yonquis. Y no exagero.

Tuve otra niñera que era un poco rarita. Cuando me cuidaba se ponía a jugar con mi verga. Nunca se lo conté a nadie. Era demasiado pequeño para saber lo que pasaba, pero instintivamente sabía que ella no debía estar haciendo eso. En cualquier caso, me gustaba, fue el despertar de mi sexualidad. Y ella también me gustaba, así que nunca revelaré su nombre.

Habiendo crecido del modo en que lo hicimos, cabría pensar que todo fueron momentos duros. Éramos demasiado jóvenes para saber que formábamos parte de «los desfavorecidos». Tienes la sensación de que algo no va bien, pero como eres un crío te adaptas y aprendes a divertirte de cualquier manera. Y hubo un montón de buenos momentos y de recuerdos divertidos para compensar las situaciones difíciles.

Como Big Titty Rose. El de Big Titty Rose fue el primer par de tetas que vi.

Habíamos ido a casa de mi amigo a tomarnos un Kool-Aid y allí estaba ella, tirada en el sofá, completamente en pelotas. Debía de pesar unos 140 kilos. Era verano y hacía calor, así que supongo que no se vestía por eso. Me sentí de lo más intimidado por aquellas tetas enormes. Ella no intentó cubrirse ni nada. Se quedó ahí tumbada, cambiando de canal, con esas cosas inmensas colgando. Yo era pequeño, tendría unos seis o siete años, así que me parecieron incluso más grandes. Recuerdo que me quedé sobrecogido. No la llamaban Big Titty Rose por nada.

Quizá fuera un crío, pero ya había algunas chicas que me ponían. De pequeño veía mucho la televisión y estaba completamente atrapado por Tootie, el personaje de Kim Field en The Facts of Life. Vi que en los créditos se mencionaba una Tandem Production Company. Así que un día llamé a información para pedir el número de la productora y así poder hablar directamente con ella. Aunque no logré que me pasaran con Tootie, me gané una foto autografiada de Kim en patines. Llevaba puestas unas rodilleras. Me enamoré de esa chica en ese mismo momento. Cuando les enseñé la foto a mis amiguitos, ellos me contestaron:

–¡No mames! ¿De dónde sacaste eso?

Queda claro que fui un chico lleno de decisión desde una edad muy temprana. Cuando quería algo, hacía todo cuanto hiciera falta para conseguirlo.

Cuando no estábamos viendo la tele o corriendo calle arriba y calle abajo, mis amigos y yo pasábamos el rato en la parte trasera de los edificios. Detrás del nuestro había unos pocos acres de terreno sin urbanizar, con hierba y árboles y un par de estanques. Uno de ellos era de tamaño medio, mientras que el otro era realmente grande. A un lado del estanque de mayor tamaño estaban los blancos y al otro lado los negros. Si intentabas cruzar al otro lado, te hacían salir por patas. Aquella panda de chicos blancos tenía motocicletas, y nos perseguían con ellas de vuelta al lado negro. Solían hacer pintadas en las piedras que decían «KKK» y toda esa mierda para intentar asustarnos.

Generalmente nos manteníamos en nuestro lado del estanque. Nos quedábamos allí jugando a Huckleberry Finn y ese tipo de mierdas. Solíamos pescar siluros. Construíamos pistas para bicicletas, escarbábamos en busca de gusanos y salamandras. Colgábamos una soga de algún árbol y nos columpiábamos con ella. En aquella época contábamos con nuestra imaginación e improvisábamos. No había Playstations ni internet. Algunos de mis amigos ni siquiera tenían televisor o teléfono en sus casas. Como en verano no había aire acondicionado, por el mismo precio te quedabas fuera de casa.

Construíamos embarcaciones con neumáticos y colchones viejos y nos metíamos en medio del lago con ellas. Solíamos jugar en un inmenso contenedor de basura que había en la parte trasera del edificio. Estaba mugriento, pero nos pertenecía. Y dentro había un montón de cosas. Zambullirse en el contenedor era una mina de oro para los críos de aquel entonces. Había palos. Había gises. Había rampas para bicicleta. Todo tipo de porquerías.

Con las piezas que íbamos encontrando construíamos bicicletas: dabas con una rueda por aquí, un pedal por allá, el manubrio en alguna otra parte… Cuando las tenías todas sólo te faltaba conseguir la cadena. Solíamos abrir la cadena y quitarle los eslabones pequeños con una llave inglesa para que funcionara con la bicicleta que estábamos construyendo, fuera la que fuera. A veces tirábamos de la rueda posterior tanto como ésta nos permitía sin que llegara a salirse para poder encajar así la cadena. El asiento no hacía juego, el manubrio no hacía juego, ¡pero tú salías a jugar!

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