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Benito Taibo

16/02/2014 - 12:00 am

Cursi…

El viernes pasado, mientras esperaba que se pusiera el verde del semáforo, vi en el coche de junto, a un inmenso oso de peluche que parecía manejar (mal). Tardé unos cuantos segundos en darme cuenta de lo que estaba sucediendo. 14 de febrero. Día consagrado a San Valentín, un sacerdote que aparentemente fue martirizado y […]

El viernes pasado, mientras esperaba que se pusiera el verde del semáforo, vi en el coche de junto, a un inmenso oso de peluche que parecía manejar (mal).

Tardé unos cuantos segundos en darme cuenta de lo que estaba sucediendo.

14 de febrero.

Día consagrado a San Valentín, un sacerdote que aparentemente fue martirizado y ejecutado en Roma ese mismo día del año 270 de nuestra era, por órdenes del emperador Claudio II,  por casar soldados a escondidas (cosa que no estaba permitida aparentemente); de allí que sea el patrono no oficial de los enamorados.

“Día del amor y la amistad” según la radio y la televisión que llevan varias semanas ofreciendo una inmensa cantidad de productos innecesarios a mansalva, y derramando melcocha.

“Día del intenso tráfico y la barbaridad vial” según yo mismo, que lo viví en carne propia, y que por desgracia cayó en viernes y en quincena.

Colas larguísimas de personas esperando a entrar a restaurantes, vendedores de rosas rojas por todos lados, embobadas sonrisas de adolescentes (que fue lo mejor, confieso). Y por supuesto, autos estrambóticos. Uno de ellos lleno hasta el tope de flores blancas, otro rebosando de globos en forma de corazón saliendo por las ventanillas, y uno más tapizado de pequeños cuadros de papeles de colores con mensajes que no me atreví ni siquiera a leer pero que fácilmente imagino.

Creo firmemente en el amor, en las diversas y curiosas maneras en que puede ser expresado, las cuales difícilmente me atrevería a cuestionar, y sin embargo…

El monumental oso de peluche del coche de junto me puso los nervios de punta, me sacó, literalmente de mis casillas.

Me pareció en ese instante el ser más ofensivo, ridículo, cursi hasta la saciedad, desproporcionado e inútil que había visto en toda mi vida. Y era blanco. Níveo, inmaculado, con una sonrisa pendeja en la boca donde los osos deben llevar fauces.

Y mi ira se centró en él, aunque no tuviera la culpa de nada.

¿Nunca te ha pasado? Sí la respuesta es negativa lo celebro, sí por el contrario padeciste alguna vez con un malestar similar, lo entiendo perfectamente.

Llevaba dos horas metido en mi propio auto, acalorado, llegando tarde a una cita, harto de claxonazos y mentadas, se me habían acabado los cigarros, quería mear, todos vendían rosas y nadie vendía agua. En fin, lo más parecido al pre-apocalipsis (para no sonar tan dramático) y el pinche oso, sonreía como si nada.

Recordé entonces el famoso texto de Ramón Gómez de la Serna, polifacético autor español, titulado “Ensayo sobre lo cursi”, donde despotricaba amargamente sobre esos objetos recargados que son afectados, pretenciosos, remilgados, recargados, falsamente elegantes y, por lo tanto ridículos.

Cuando dictaba alguna conferencia, Gómez de la Serna, llevaba un objeto cursi y lo rompía de un martillazo. Era una suerte de sacrificio moral, que debía librarlo de caer, como a otros muchos, en la afectación pretendiendo la elegancia.

Y recordaba el azoro de los que lo miraban destrozar el objeto:

“Con mi ejemplo mostraba a los niños la enseñanza de lo que hay que romper, lección que nadie les da nunca y por eso rompen los tibores importantes, en vez de esos centros de mesa que son un cisne paseando flores como un borrico de jardinero, o esos barómetros inmensos que abruman de miedo al mal tiempo toda la casa. Llegué a proponer un premio anual para el niño que rompiese el objeto más vituperable de su hogar”.

Y justo cuando abría la puerta del coche para bajarme y en honor a Gómez de la Serna, destripar al oso, sentí un pinchazo en la espalda.

No demasiado fuerte, lo confieso.

Pero que me sosegó instantáneamente, con el efecto que supongo tienen los dardos tranquilizantes que les disparan a los elefantes cuando les quieren curar una muela infectada.

Y como por un ensalmo, caí plácidamente en el asiento del coche, que me pareció entonces el más mullido y cómodo del mundo. Y así, esperé tranquilamente el cambio de luz del semáforo. Mientras le sonreía al mundo entero.

En casa, mi mujer, me ayudó a quitarme la minúscula flecha que tenía clavada junto al omóplato derecho.

La punta era en forma de corazón (tuve que usar una lupa para verlo) y decía clara y diminutamente en su centro: “Cupido”.

No sé cuánto durará su efecto, pero espero que pase pronto.

Me comienza a estorbar el inmenso, enorme oso blanco de peluche, que desde el viernes duerme entre nosotros.

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