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Alma Delia Murillo

16/01/2016 - 12:00 am

Esa voz

Se desea el infinito cuando no se está lleno, cuando se va por la vida con una oquedad inmensa en el pecho. Y así se ama, inconmensurablemente.

Se desea el infinito cuando no se está lleno, cuando se va por la vida con una oquedad inmensa en el pecho. Y así se ama, inconmensurablemente.
Y así esperamos que nos amen.

Llevo toda la tarde escuchando una playlist que armé con canciones de Nina Simone, Janis Joplin y Amy Winehouse. Le llamé Rotas.
Y, durante algunos segundos, traté de imaginar qué se dirían en una conversación.
Están los naturales del amor y los que nacimos fuera del amor y luego hemos llegado a él así, bastardos, con la cruz del abandono o del rechazo en la frente.

Pronto me di cuenta de que no podía pensar en lo que ellas dirían de sí mismas, sino en lo que su existencia –o la existencia de personajes similares– dice de nosotros, los “normales”.
Y es que la historia de sus vidas habla de ellas, desde luego, pero también habla de nosotros, la colectividad que contempla y demanda de esos seres extraordinariamente vivos y extraordinariamente talentosos, que nos acerquen al fuego, que nos permitan presenciar la combustión de la que nosotros nunca seremos capaces.

Debe ser imposible respirar llevando a cuestas la tragedia de no pertenecer a nada y al mismo tiempo tener algo que todos quieren de ti. La insostenible tragedia de que los demás quieran viajar a través de tu herida para llegar a su propia emocionalidad.
Porque nosotros, los espectadores que tenemos un comportamiento normal y una vida normal, necesitamos –más que espectáculo– esencia, carne, vértigo; necesitamos asomarnos a la ventana del abismo de los que están dispuestos a abismarse.

Una angustia legionaria, una herida bien alojada y talento. Qué difícil ha de ser bancársela si esas son las cartas que te tocaron en el juego, pienso.
Escuchando sus voces fascinantes siento algo diferente cada vez: ternura, inquietud, furia, amor. Pero mirándolas en la pantalla dan ganas de levantarse, saltar y bailar –o retorcerse como ellas al ritmo de su canto casi tribal.

Las he visto montones de veces en videos y no hace mucho me di un atracón con sus respectivos documentales biográficos: What happened, Miss Simone? (Liz Garbus, 2015); Amy, the girl behind the name (Asif Kapadia, 2015) y Janis Joplin, Little Blue Girl (Amy Berg, 2015).
Y si la resonancia de una aguda vitalidad acribillando su interior me llega a través de un artefacto, no puedo evitar preguntarme ¿cómo habrá sido escuchar a Janis Joplin en un concierto? ¿cómo sería estar a cinco mesas del piano de Nina Simone en algún bar?, ¿recibir la voz reptante de Amy cuando todavía podía cantar en vivo?

¿Cómo sería vivir a su lado?
Pienso en sus cercanos, en toda la gente que peleaba por un pedazo de ellas; debe ser desquiciante sentir que hay multitudes pidiendo algo de ti pero que no haya quien duerma contigo.
Las tres murieron en su cama, solas, mientras ¿dormían? ¿soñaban? ¿qué soñaría Janis Joplin en su último sueño? ¿soñaría Amy con una palabra que iba a convertir en la primera línea de su próxima canción?
Ansiolíticos, antidepresivos, heroína, vodka, ataques de ira: esa era su lista de pendientes infernales por resolver.
Lo sé, sin dudarlo, preferimos una lista que diga: súper, alquiler, verificación del coche, escuela de los niños. Ni cómo juzgar la funcional elección que la mayoría hacemos. Y así está bien, así estamos medianamente bien.
Pero es que esa voz que nace de una herida, de una carencia, posibilita una completitud que tal vez nosotros, en la medianía de nuestro bienestar, nunca conoceremos.

Dicen que Nina Simone dijo que de no haber tenido un piano que la salvara, se habría convertido en asesina.
Qué triste ironía, me digo, ellas nos salvan a nosotros de esta cordura estándar, de este índice de emocionalidad normal y aún así tuvieron que cumplir su condena. Y de qué manera.

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