En los registros del Programa VIH/Sida de la Secretaría de Salud del Gobierno de Chiapas se encuentra un listado en el que existen dos clasificaciones: el de las mujeres a quienes el virus se les detectó en su trayectoria a México, y quienes conocían su estado de salud previo a salir de sus países. Una organización civil de la Ciudad de México que provee atención integral a migrantes y refugiados, refirió que quienes llegan en esas condiciones a México, es porque en sus países de origen, como Guatemala, Honduras, El Salvador, no sólo se vive una violencia extrema, sino el medicamento no siempre es provisto por el Estado y es muy caro.
Por Guillermo Rivera
Ciudad de México, 15 de octubre (SinEmbargo/ViceNews).– El día que Reyna huyó de El Salvador rumbo a México tenía 46 años y la seguridad de que en su país no contaba con el apoyo de nadie. Tres años antes, los médicos le informaron que era portadora de VIH y la mujer se maldijo por no haber tomado mayores precauciones. En el trabajo sexual siempre usó condón, pero para su mala suerte, en ocasiones los preservativos venían rotos y algunos clientes los rajaban porque preferían sexo sin protección. Cuando se daba cuenta, era tarde.
Nunca tomó el medicamento antirretroviral. El hospital no se lo recetó y Reyna no pudo ocultar a sus hijas los estragos de las enfermedades que padecía. Ante la insistencia sobre qué sucedía, se confesó:
—Me dijeron que tengo Sida— soltó, y esperó a que alguna le dijera que la apoyaría.
—Debe ser una broma, y si no es así, lárgate, porque aquí están nuestros hijos— respondió una de ellas.
Se refugió en casa de su pareja, con quien sostenía una relación de varios años y conocía su estado de salud, pero ese hombre, la única persona que no la juzgó, murió tiempo después. Sola de nuevo, nada la retenía en San Salvador. La única alternativa era escapar, otra vez, como cuando era pequeña, y México era la mejor opción.
Reyna nació en un pueblo rural en Santa Clara, en el departamento San Vicente, y a los 11 años huyó de la miseria. Se fue a trabajar a San Salvador, pues aspirar a estudiar la secundaria no era una opción cuando en casa apenas se servía un plato de comida al día. En plena crisis política y social de los setenta en su país, decidió apoyar a sus padres. Una tía la contrató: ahora su rutina diaria consistía en cocinar, lavar y planchar ropa.
Y eso mismo hizo durante cuatro años, hasta los 15, cuando se fue a vivir con su primera pareja, en 1978. Faltaban dos años para que se desatara la guerra civil en El Salvador. El compañero de Reyna fue asesinado el mismo día de marzo de 1980 en el que mataron al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, cuyo homicidio recrudeció el conflicto.
Viuda a los 18 años, con dos hijos a los cuales alimentar, Reyna buscó trabajo de lo que fuera y contrataba a alguien para que cuidara a los niños. Se relacionó sentimentalmente con otros hombres, pero ellos corrieron la misma suerte: la guerra los mató.
El tiempo se fue y el dinero nunca alcanzaba para los gastos mensuales y estudios de sus seis hijos: cinco mujeres y un varón.
«Estaba sola. Sin apoyo de nadie. Con hijos, no me daban trabajo. Los tenía que sacar adelante y no había cómo. Me tiré a la calle, al trabajo sexual. Mi familia sabía que iba a trabajar, pero nunca les dije a dónde. Puedes estar seguro de que lo hice por ellos, pero me echaron. Ahora son mayores y no se acuerdan de mí», recuerda Reyna, furiosa aún de que le negaran trabajo por ser madre soltera.
En el año 2006, se acercó a los exámenes callejeros que se realizaban en el parque donde ejercía el trabajo sexual. Ochos días después recibió una llamada del centro de salud.
LA MIGRACIÓN INVISIBLE
En los registros del Programa VIH/Sida de la Secretaría de Salud del gobierno de Chiapas podemos encontrar un listado en el que existen dos clasificaciones: el de las mujeres a quienes el virus se les detectó en su trayectoria rumbo a México, y quienes conocían su estado de salud previo a salir de sus países.
Alejandro Rivera, coordinador estatal del programa, informa que en los últimos ocho años han documentado un total de 112 mujeres cuya prueba resultó positiva. «Su edad media era de 35 años y provenían de Honduras, sobre todo, y después de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Poco menos de la mitad sabía que era portadora, pero no dieron detalles. Nos limitamos a darles el tratamiento».
Esta es una realidad de la última década, o antes: de las miles de centroamericanas que llegan a México cada año, existe un grupo oculto que escapa de sus países por discriminación y violencia de género relacionadas con su condición de seropositivas, pero ese tipo de migración, por varias razones, «está invisibilizado», indica Daniel Otero, coordinador de Movilidad Humana de Casa de los Amigos, organización civil de la Ciudad de México que provee atención integral a migrantes y refugiados.
«Una —dice— porque está vinculada con sus prácticas sexuales, y ese es un tema delicado. No quiero estigmatizar, pero son personas que por diversas causas se dedican al trabajo sexual, aunque esto no es representativo. Sufrieron violencia y discriminación, y prefieren no recordarlo. Hay una cultura sumamente machista en estos países que criminaliza a las personas con VIH. Es difícil afirmar que huyen por estigma social, precisamente, por ese estigma: callan».
La situación es compleja, reconoce Otero: «aquí buscan un mejor tratamiento. Vienen de países violentos, sobre todo los que conforman el ‘Triángulo Norte’: Guatemala, Honduras, El Salvador. Ahí, el medicamento no siempre es provisto por el Estado y es caro, de acuerdo con lo que nos han informado las y los migrantes.
«Cuando entran en confianza, con nosotros y toda la red integral para personas refugiadas, solicitantes de refugio y migrantes en la Ciudad de México, hablan más, pues requieren acceso al Seguro Popular y recibir servicio en la Clínica Especializada Condesa, que atiende a estas personas».
—El asunto es multifactorial.
—Su condición de salud, no es lo primero que van a mencionar. Antes dirán que migraron por pobreza, violencia, y no por ser víctimas de rechazo social. Hemos visto que se sorprenden al enterarse de que existe la clínica Condesa. Eso las anima a hablar más, pues ven que no hay rechazo. Aunque con pena, piden que las canalicemos para recibir tratamiento.
El rechazo social por ser seropositivas, concluye, «provoca que huyan, pero como piensan que aquí podría repetirse la violencia, son reservadas. Aunque sepamos que una mujer tiene el virus, pues sólo recibimos personas a través de una canalización de las organizaciones civiles Sin Fronteras o Casa Refugiados, si ellas no lo mencionan, no hablamos del tema. Pasa que, aunque pidan refugio, no refieren su estado de salud a las autoridades. Insisto, la misma población lo invisibiliza, como un mecanismo de autoprotección».
VISA HUMANITARIA PARA TENER MEDICINAS
La Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento para la Mujer Migrante y su Familia (Cafemin) está ubicada en la zona de Vallejo, al norte de la Ciudad de México, y es un enorme albergue que otorga desde hace un lustro apoyo a las centroamericanas que, por diversas razones, arriban al territorio mexicano. Una de sus poblaciones la conforman las mujeres seropositivas.
Pero, de acuerdo con la hermana Soledad, coordinadora del área de vinculación de esta casa, cuyo modelo de atención es referencia para países con alto número de migrantes en búsqueda de refugio, ellas no profundizan en el tema de su salud e informan, incluso, que sus familias desconocen que portan el virus. Una mujer llegó con sus hijos y esposo, también portador, y dijo que en su país, Honduras, no existían medios para atenderse. Sus hijos no conocían la situación pues no querían que sufrieran.
La pareja solicitó estancia legal en México por razones humanitarias para recibir el medicamento, y después migró a Estados Unidos. «Canalizamos a tres mujeres de Centroamérica a la clínica Condesa», cuenta la hermana Soledad, «dos habían estado en Tijuana y una en Estados Unidos. Como regresarían al norte, les recomendaron continuar allá con el tratamiento».
Las mujeres, añade la religiosa, buscan refugio o visa humanitaria en México para acceder al medicamento: «otra mujer con VIH estuvo aquí, pero no habló de su vida. Dijo que tramitaba su documento migratorio, que necesitaba la medicina. Nadie está obligada a hablar, y pocas lo hacen por temor al rechazo o por vergüenza. Su condición es precaria».
LA VIDA CON Y SIN ANTIRRETROVIRALES
A sus 53 años, Reyna recuerda las siete frases que sus hijas le lanzaron una y otra vez: «no te queremos», «eres un asco», «por qué no tuviste cuidado», «por qué elegiste esa vida», «desperdiciaste tu juventud», «lárgate de nuestras vidas», «apestas».
Sentada en una silla en el amplia explanada de Cafemin, donde otras cinco mujeres contemplan las paredes, cubre su rostro y habla con dificultad: «no aguanté más y agarré otros caminos. Ya en México, intenté varias veces llegar a Estados Unidos, porque me dijeron que ahí estaría mejor, pero nunca pude. Sin dinero, nadie me ayudó», cuenta, con su voz aguda.
Reyna se trepaba a La Bestia y, cuando descendía, buscaba refugio en las casas de migrantes, pues temía ser víctima de las violaciones y secuestros de los que tantas veces escuchó en el camino. Pero ella era precavida: «me apartaba, nunca andaba en grupo, siempre sola. Me escondía». Cuando no hallaba albergue, dormía en el monte, al lado de las vías. «Me sentía muy enferma, pero tenía que aguantarme, hacía el esfuerzo. No quedaba de otra, yo había tomado ese camino», susurra la mujer. A donde llegaba, conseguía trabajo en el campo y sembradíos, por uno o dos meses. Después retomaba el camino. Esa fue su vida durante años.
No tomar antirretrovirales perjudicó su salud severamente. Cuando empeoraba, solicitaba ayuda en alguna clínica y le recetaban pastillas. Volvía a la normalidad, pero tarde o temprano recaía y buscaba otro centro de salud para aliviar el dolor de cabeza y huesos, la diarrea y el vómito.
«Me daba pena y miedo contar la verdad. No hablaba de mi problema», confiesa la mujer, y recuerda que después llegó, grave, a un albergue en Huehuetoca, Estado de México. Al otro día, se esforzó para levantarse de la cama, pero fue imposible. Los síntomas del Sida.
Personal de Médicos sin Fronteras le dio atención. A la salvadoreña no le quedó de otra. Avergonzada, contó algunos fragmentos de su historia. A Reyna la trasladaron a la clínica de la Condesa y recibió tratamiento de inmediato. Con el tiempo, mejoró de manera gradual.
Médicos sin Fronteras le informó que podía solicitar en el Instituto Nacional de Migración (INM) estancia legal en México por razones humanitarias, y ella, que desconocía este trámite, aceptó y comenzó el procedimiento. En la dependencia le dijeron que el proceso tardaría y le recomendaron albergarse en Cafemin.
Las hermanas la recibieron y, recién instalada, a Reyna se le terminaron los antirretrovirales. En la clínica le dijeron que era necesario obtener el documento de estancia legal para recibir otra dosis. Como tenía planeado llegar a Tijuana, también le recomendaron continuar allá el tratamiento. Al final de la charla, Reyna murmura: «ahora estoy aquí, esperando respuestas».
EL DERECHO A RECIBIR ASILO POR VIH Y DISCRIMINACIÓN
El número de visas por razones humanitarias que otorga el gobierno mexicano «es mínimo», afirma Paulo Martínez, subcoordinador de Comunicación de Sin Fronteras, organización que lucha a favor de los derechos de los migrantes. Y eso preocupa porque mujeres y hombres con VIH que buscan refugio en México requieren de esa identificación para acceder a los antirretrovirales en los servicios de salud públicos del país.
Alejandro de la Peña, subcoordinador del área psicosocial del mismo organismo, recuerda que el tratamiento en Centroamérica «es adecuado, pero no estable. Cuando se retrasa, hay consecuencias en la salud». En la Ciudad de México, expone, los migrantes sin documentación reciben tratamiento por tres meses. Después necesitan acceder al Seguro Popular para continuarlo. «Es requisito un documento migratorio vigente, con CURP, y si no lo tienen vuelven a la misma situación que en sus países. Por eso se mudan a otro estado a recibir el medicamento otros 90 días».
Pocas personas, añade, obtienen el documento por razones humanitarias con el causal de VIH: «la regla es que no saben que pueden aspirar al papel». Alejandro expone el caso de una mujer centroamericana que vivía en Tapachula, Chiapas: «ahí comenzó su tratamiento, pero le faltaba un documento y tenía que viajar a la ciudad de Oaxaca para recibirlo, lo que implica gastos».
Elizabeth Arroyo, subcoordinadora del área legal de Sin Fronteras, especifica que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) se encarga de estudiar los casos y brindar, por un lado, asilo o refugio, y/o protección complementaria. Ambos documentos físicos los otorga el INM y conceden residencia permanente.
«Si una persona tiene VIH y sufre discriminación en su país», detalla, «tiene derecho a solicitar y recibir asilo. Éste puede pedirlo quien tiene el temor fundado de que su vida, seguridad y libertad están en peligro en su país por pertenecer a un grupo social, religioso, o por sus opiniones políticas».
El artículo 52 de la Ley de Migración dice que, además de las víctimas de un delito en México, menores no acompañados y los solicitantes de asilo, se podrá «autorizar la estancia por razones humanitarias (también llamada visa humanitaria) a extranjeros… cuando exista una causa humanitaria o de interés público que haga necesaria su internación o regularización en el país».
Arroyo dice que como los procedimientos administrativos son largos, «lo ideal es que la persona acceda a la visa humanitaria, cuya vigencia es de un año, pues con ella puede transitar libremente por el país, tiene derecho a una clave CURP y, por lo tanto, recibir salud y educación. La ley también menciona a las persona en situación de vulnerabilidad. Ahí entran los portadores de VIH».
Sin embargo, concluye, «las autoridades no se ponen de acuerdo, pese a que la ley es clara en que todo solicitante de asilo tiene derecho a la visa. El INM es bastante negligente en otorgarlo. En algunos casos, lo hace hasta seis meses después de presentada una solicitud».
VICE News requirió a las áreas de Comunicación Social de INM y Comar el número de centroamericanas a quienes se les ha concedido asilo y/o visa humanitaria por razones de salud, violencia de género o violencia en general en sus países. Ninguna de las dos dependencias de la Secretaría de Gobernación entregó la información.
Por su parte, personal de la clínica Condesa informa que ha recibido, en algunos casos, solicitudes de tratamiento antirretroviral de ciudadanos extranjeros que cuentan con visa humanitaria sin CURP, y denuncia: «esto genera una situación que complica la atención, pues el Seguro Popular, para liberar la póliza definitiva, solicita CURP. Si la visa carece de ésta, después de tres meses, no podemos dar medicamento. ¿Por qué libera el INM visas sin CURP? ¿Qué pasará con las persona que decidan quedarse en México y no tienen la clave? Ahí hay un problema».
LAS CIFRAS DE LAS VISAS HUMANITARIAS
Vía transparencia, VICE News solicitó la información sobre las centroamericanas en busca de asilo en México. Aunque las organizaciones sociales que socorren a estas mujeres afirman que decenas de ellas solicitan cada año al INM una visa humanitaria, la dependencia informa que de enero de 2014 a agosto de 2016 sólo 14 realizaron el trámite: seis salvadoreñas, cuatro guatemaltecas y cuatro hondureñas. El instituto no especificó las razones de la solicitud, pese a que fueron requeridas.
Del total, afirmó, sólo dos hondureñas obtuvieron la visa, una menor de edad y una adulta mayor.
La Comar, por su parte, indicó que, en 2013, 191 hondureñas, 10 guatemaltecas y 113 salvadoreñas pidieron la condición de refugiadas, la mayoría de 18 a 45 años. Sólo 103 fueron reconocidas: 54, una y 48, respectivamente. Nueve de Honduras recibieron protección complementaria.
Al siguiente año, iniciaron el proceso 422 hondureñas, 38 guatemaltecas y 198 salvadoreñas, y el rango de edad fue el mismo. La Comar reconoció a 108, 13 y 59, respectivamente, y brindó protección complementaria a 29, la mayoría, de nuevo, de Honduras.
El año pasado, acudieron al trámite 586 hondureñas, 34 guatemaltecas y 566 salvadoreñas, de edades, sobre todo, entre los cero a los 45 años. Lograron el beneficio 190, 17 y 215, respectivamente, y esa vez abrazaron la protección complementaria 22, 1 y 34. Comar no proporcionó los datos de 2016.
En tres años, de acuerdo con la dependencia de la Secretaría de Gobernación, a 705 mujeres de Honduras, Guatemala y El Salvador se les otorgó la figura de refugio, y a 95 la protección complementaria. Pero la comisión no detalla las razones por las cuales ellas solicitaron el documento. En su respuesta, indica que «no cuenta con datos estadísticos… que colmen los extremos de su solicitud de información», pero «…cuenta con información que permite señalar los principales motivos de huida»:
Enumera los siguientes: «delincuencia común, género, persecución narcotráfico, violencia doméstica/intrafamiliar, grupo delictivo amenazas, persecución de pandillas por extorsión, por ser familiar de pandillero». Las dos principales razones de reconocimiento de la condición de refugiado fueron: «género y pertenencia a determinado grupo social (opositor, testigo, familia)», y en el caso de protección complementaria destacó: «peligro a la vida».
LA HUIDA DE DOLORES
Acompañada por su hijo de cinco años, Dolores escapó de Honduras y varios días y cientos de kilómetros después arribó a la Ciudad de México por dos razones: quería un tratamiento efectivo para controlar el virus del VIH y no quería volver a ver todas las personas que le dieron la espalda y la juzgaron cuando les confesó su estado de salud.
Era 2012. Dolores, nombre ficticio para proteger su identidad, una mujer de 23 años, morena, delgada y guapa, estaba lastimada y se había jurado no volver a hablar del tema con nadie.
Y lo cumplió, al menos al principio. Cuando llegó a Casa Tochan, albergue en el centro de la Ciudad de México que otorga refugio temporal a migrantes, apenas conversaba. Se alejaba de las otras mujeres, pues estaba segura de que no entenderían su problema y tarde o temprano la rechazarían y exigirían que se marchara, como su papá meses antes, allá en su país.
Quizá por su pasado turbulento, Dolores era de trato difícil. La soledad, la necesidad de amigos y la urgencia por tomar medicamento la quebraron días después, cuando confesó a Gabriela Hernández Chalte, coordinadora de Tochan, que temía a los demás. «Mi familia no me quiso, aquí será peor. ¡No quiero hablar de esto!», soltó la mujer. Gabriela la tranquilizó, le dio su palabra de que en esa casa nadie la juzgaría.
El propósito de Dolores era conseguir una visa humanitaria para acceder a antirretrovirales, pues en aquel momento, hace cuatro años, en la clínica Condesa se los negaron. «Ese era su caso, batallaba mucho», recuerda Gabriela.
En Honduras, después de su primer embarazo, Dolores adquirió el virus y se lo confesó a su papá y a su madrasta, quien exigió echarla a la calle, por «puta». El jefe de casa estuvo de acuerdo y gritó que poco le importaba el futuro de una hija con «esa enfermedad tan terrible».
Dolores recibió apoyo de un par de amigos, pero, para protegerse, no les contó la razón por la cual no podía volver a su casa. Al poco tiempo, se fue a vivir con un joven de quien se enamoró y, en un acto de sinceridad, le contó que era portadora. El hombre la rechazó y Dolores ya no podía permanecer en su país: todo mundo se enteraría, la señalaría y ella no lo soportaría, mucho menos cuando su hijo la interrogara. Un día, a escondidas, tomó sus pertenencias y se marchó a México.
¿DÓNDE ESTÁN LOS NÚMEROS QUE PRESUMEN?
Hermanos en el Camino, el famoso albergue liderado por el padre Solalinde en Ixtepec, Oaxaca, otorga acompañamiento integral de salud a mujeres centroamericanas biológicas y trans, y Wilson Stotharts, coordinador del área de salud, sabe que quienes son portadoras de VIH «huyen por rechazo de sus mismas familias».
En Honduras particularmente, dice, los servicios de salud pública «llegaron casi a la quiebra y ellas no pueden acceder a estancias privadas. Además de que la sociedad las discrimina en grado muy fuerte, el Estado no otorga protección». El perfil de las mujeres es el mismo: escasos recursos, el mayor grado escolar es preparatoria trunca, edades de los 16 a los 35 años. «Por el hecho de ser portadoras del virus, se sienten trasgredidas, aunque eso no sea impedimento para desarrollar una vida normal», indica Wilson.
No es nada fácil, dice, que una mujer que huye cuente su caso en un albergue: «como conviven con personas de sus lugares de origen, conocen sus prejuicios. En el trabajo de campo comienzan las charlas privadas. Pero, desafortunadamente, por la complejidad en las atmósferas de los albergues, no exteriorizan su problema a nadie. Se van sin recibir atención, hasta que llegan a un albergue, a lo largo de todo el territorio mexicano, que cuenta con personal orientado a la atención integral de salud de los migrantes mujeres». Algunos ejemplos son El Buen Pastor, en Tapachula, y Cafemin, en la Ciudad de México.
Wilson ha notado, a partir de los relatos, que el país que más las discrimina es Guatemala, y el que menos atención brinda es Honduras. «En el Salvador sí reciben tratamiento, pero como ahí existe un contexto de violencia generalizada y la sociedad es patriarcal y machista, las violentan». Además, «existen algunas concepciones religiosas que ven al virus como una maldición y piensan que Dios se los envío. Terminan resignándose y callan. Son decisiones individuales y se respetan, pero mínimo quisiéramos que vayan informadas, pues necesitarán atención».
—¿Cuál es su aspiración?
—Es una amalgama. Algunas quieren ir por ese sueño americano, piensan que allá será distinto. Otras se quedan en territorio mexicano. Unas no saben a dónde ir, sólo quieren estar lejos de su tierra.
—Tienen la opción de solicitar estancia por razones humanitarias.
—Ellas lo desconocen, hasta que les informamos. Para nosotros es una bofetada que Comar y INM afirmen que aprueban el 50 por ciento de solicitudes de visa o refugio. A una cantidad bastante elevada de las personas se les niega. ¿Dónde están los números que presumen? Los que estamos en campo, sabemos que mienten. A duras penas aprueban dos de cada 200.
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Paisanos informaron a Dolores, huésped en Casa Tochan, que en Ciudad del Carmen había oportunidades de empleo y, como a la mujer le negaron la visa humanitaria, decidió probar suerte.
Gabriela Hernández, coordinadora del albergue, comparte la historia de la hondureña con su autorización, y explica:
«En Centroamérica no existe, en general, la cultura de uso del condón. Muchas mujeres me han dicho que sus parejas, grandes o jóvenes, no aceptan usarlo. Están acostumbradas a las relaciones sin protección. Se embarazan jóvenes y si contraen alguna enfermedad, son estigmatizadas, repudiadas. El virus se asocia con un ‘mal comportamiento’ y promiscuidad. Nosotros tenemos relación con el colectivo Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer, que atiende a trabajadores sexuales con VIH, y a través de éste logramos conseguirle a Dolores una dotación de antirretrovirales, para seis meses de tratamiento».
En Ciudad del Carmen, Dolores permaneció un año. Un día de 2013, recuerda Gabriela, la organización Sin Fronteras se comunicó con Tochan para preguntar si podía recibirla de nuevo. Dolores estaba embarazada y le aterraba la idea de que su bebé naciera con el virus. Aunque el médico le dijo que había posibilidades de que eso no ocurriera con el tratamiento, no quiso correr el riesgo y abortó en la Ciudad de México.
Sin Fronteras ayudó a Dolores con la solicitud de refugio y, por fin, obtuvo el documento. Aunque la centroamericana comenzó a recibir un tratamiento contra el VIH, se sentía frustrada, enojada consigo misma porque en la Ciudad de México no encontraba las oportunidades que anhelaba, de acuerdo con lo que contó a Gabriela hace tres años.
Pocos meses después, se marchó a Estados Unidos cuando llegó el rumor de que allá recibían a mujeres con hijos. «Ella estaba segura de que en aquel país le iría mejor, sobre todo con su estado de salud», cuenta Gabriela.
Además, otra situación influyó para que Dolores decidiera marcharse. Tras regresar de Ciudad del Carmen a la capital, se enamoró de un connacional y el sujeto publicó en Facebook su condición de VIH positiva. La mujer se deprimió varios días y prefirió escapar, otra vez. Tenía miedo de que su hijo se enterara y, como muchos, la rechazara.
Las últimas noticias sobre Dolores llegaron a Tochan por las redes sociales, medio por el cual Gabriela la contactó hace poco, tras la solicitud de VICE News, pero la hondureña no quiso brindar detalles sobre su vida actual. Se sabe, gracias a Facebook, que en Los Ángeles volvió a tener pareja, se embarazó y decidió tener al bebé, segura de que no habría consecuencias.
«Ahora se desconectó», indica Gabriela, «posiblemente por esa vida que está emprendiendo. Está estable, lo que no había logrado antes».