Yo sé que algún dios debe estar llorando; que algún alma piadosa prepara misericordia…
A cada hora es más difícil dar créditos a esa escena repetida millones de veces cada día en casi todo el planeta de un adolescente frente al material educativo; es insustentable, ¿no se dan cuenta? Porque ya sabemos que de inmediato comienza a dolerle la cabeza, a picarle el codo, le da sed, mira el Face, estira el cuello, se frota los ojos, hace el esfuerzo de subrayar alguna cosa a ver si vuelve, graba un whapp, se vuelve a rascar, mira una foto, pregunta por alguna red algo, alonga de nuevo, quiere huir, bosteza, se para y se prepara un café. Constatamos a cada rato que cada párrafo de cada página les es un suplicio y que una buena parte del vocabulario y los giros verbales que reciben los enfrentan por primera vez en su vida y no los entienden. En el fondo, todos sabemos que todo aquello contrasta hasta lo impensable con sus cosas y con él mismo; nos damos cuenta de que así no es; asistimos al choque e insistimos en mirar para otro lado. Pero esa escena está definitivamente rota, aunque no lo queramos ver.
Aquella adolescente en el tren –o en la cama- tratando de concentrarse frente al mazacote de papel se me parece cada vez más a un perro sirviendo la mesa, a un surfista en la cola del banco, a un fax, a un oxímoron popular, un cubano triste, una revolución tranquila, un obsecuencia que no se note y que no moleste, un helado derretido, otro penal errado por Messi, un avión cómodo, un débil con poder, una virginidad justificada. No hay ni cómo imaginársela, quiero decir; es desopilante. Ella se enfrenta a esas tramas de palabras encadenadas sin espacios, con muchos paréntesis, guiones, citas, notas al pie y hasta con dobles columnas, cargadas de fotos que jamás suben a Instagram y de gráficos que no son grafitis, con un gesto que le desconocemos –y por el que la desconocemos- y con menos tesón que un operario de fábrica recién jubilado. Necesita de las dos manos para que la quijada no se le caiga al suelo y de cuatro cafés para que no acabe con ella el sopor. Si rebelarse no le resultara tanto esfuerzo, a esa hora tal vez se lo pensaría sin importarle los costos. Pero está vacía ante aquel material excesivamente lleno. Siente que se está rompiendo. No puede.
Mi tono es subido porque en todo esto hay dolor; hay violencia sorda y sufrimientos contenidos. Es mucho más que neutro e inútil; es lascivo y va lastimando.
… Ella no puede y yo no puedo entender cómo seguimos confiando en ese performance absurdo; cómo no nos damos cuenta. ¿Quién nos taró de esta manera?; ¿cuándo fue, que no lo recuerdo? No puedo creer que no percibamos que es absurdo, ridículo, inútil, perjudicial, artificial, falso, inconveniente, tóxico… Juro que no sé qué nos pasa.
Porque incluso lo seguimos alimentando como si no fuera suficiente, con más páginas cada vez, cada vez más densas y más impenetrables, cada rato más ásperas –porque asociamos esa aspereza con alguna seriedad-, cada año más desactualizadas y cada evaluación más obligatorias.
El corazón de nuestro modelo escolar es un ridículo imposible y una tortura sistemática. Como un parque de diversiones levantado encima de un cementerio clandestino, nuestro modelo escolar es tenso y obsceno; está construido encima de un entramado perverso de desencuentros, fracasos, postergaciones, frustraciones, rutinas plomizas, ceremoniales vacíos, voluntarismos desprovistos de toda esperanza; está erguido sobre lo siniestro y hace como si no lo supiera. Es un escándalo no desatado que no logro descifrar por qué no se ha desatado. Es una tortura que parece oriental, por aquello de que son lentas y de horadación progresiva. Es una lobotomía higiénica, sin sangramiento ni bisturís. Es una humillación vestida de asistencia. Es un símbolo tácito de la bienvenida a la postración social. Algún día nuestros sucesores harán de estos rituales escolares un museo de la frustración y el fracaso, y será muy visitado. En todo este teatro ya hay vestigios de un dolor sordo que va socavándonos.
Por eso le insisto a mis hijos que dejen eso y vayan a donde quieran ir, que van a aprender más; que se olviden de hacer las tareas, porque ese olvido es más instructivo que mil ejercicios resueltos a contrapelo y a desgano. Eso les digo, pero ellos desconfían de mi; ¡hasta ahí hemos llegado! Mis hijos no se animan a olvidarse la tarea o a dudar de lo que dice cualquier libro. Ni ellos, que tienen la licencia del padre –y a veces hasta la de la madre-, se animan a contradecir al símbolo escolar. Y entonces cada noche se vuelven a sentar en blanco ante el blanco del papel bond y tratan e insisten y vuelven a tratar hasta que al cabo a ellos también acaba doliéndoles la cabeza, picándoles el codo, les da sed, miran el Face, estiran el cuello, se frotan los ojos y hacen el esfuerzo de subrayar alguna cosa a ver si vuelve…