ADELANTO | ¿Qué tan fiable es la memoria? Helene Flood lo reflexiona en el thriller La psicóloga

15/08/2020 - 12:00 am

Una mañana, tras dejar un mensaje en el contestador, el marido de Sara desaparece sin dejar rastro y nadie parece saber su paradero. Para Sara, él miente; para la policía, ella es sospechosa. Pero cuando los detectives investigan más su vida, se dan cuenta de que la verdad no es tan obvia.

¿Engaña la memoria en momentos críticos? Con esa premisa, la autora y terapeuta noruega Helene Flood desarrolla un thriller psicológico absorbente que provoca una sensación de constante incertidumbre. Uno de los fenómenos editoriales actuales.

Ciudad de México, 15 de agosto (SinEmbargo).- Una mañana, después de dejarle un mensaje en el contestador, el marido de Sara desaparece sin dejar rastro. Ella creía que Sigurd había quedado con unos amigos, pero ellos tampoco saben dónde está. Para Sara, Sigurd miente; para la policía, la experiencia de Sara como psicóloga la convierte en sospechosa.

Pero, cuando los detectives descubren que la vida de Sara está siendo vigilada mediante cámaras y micrófonos ocultos, se dan cuenta de que la verdad no es tan obvia. Un thriller psicológico absorbente que provoca en el lector una sensación de incertidumbre y constante reflexión.

¿Que hay de real en nuestros recuerdos? ¿Nos engaña la memoria cuando estamos ante situaciones críticas? Con esa premisa, la protagonista va narrando sus inquietudes y dudas tras la desaparición de su marido.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de La psicóloga, primera novela de la escritora y terapeuta noruega Helene Flood, que se ha convertido en uno de los fenómenos editoriales del momento, con derechos vendidos en 28 países. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

***

Viernes, 6 de marzo: el mensaje
Fuera todavía estaba oscuro cuando se marchó. Me desperté cuando se inclinó sobre mí para besarme en la frente.

—Me voy ya —susurró.
Me di la vuelta, aún adormilada. Él llevaba el abrigo puesto, la bolsa colgando del hombro.
—¿Te vas? —murmuré.
—Sigue durmiendo —dijo.
Oí sus pasos en la escalera, pero me quedé dormida antes de que cerrase la puerta tras de sí.

Cuando me despierto, estoy sola en la cama. Por la ranura que queda entre la persiana y el marco de la ventana se filtra un tenue rayo de sol que me da en los ojos y me arranca del sueño. Son las siete y media. No es mala hora para levantarse.

Me dirijo descalza hacia el cuarto de baño, sorteando las virutas de madera aglomerada que hay sobre la alfombra del pasillo y los húmedos palés de madera que cubren el suelo de adobe del lavabo. No tenemos lámpara de techo ahí dentro, pero Sigurd colocó un foco de trabajo cuando retiró los azulejos y ahí sigue, como una presencia inquietante. Por suerte, a esta hora hay luz natural suficiente como para no tener que encenderlo. Es práctico, como todos los focos, pero su luz es despiadadamente blanca y hace que me sienta como si me estuviera bañando en un vestuario de escuela. Abro el grifo para que el agua se vaya templando mientras me desnudo. Hay que cambiar el calentador, pero Sigurd suele bañarse rápido y yo hoy no voy a lavarme el pelo, por lo que habrá agua caliente para los dos.

La mampara de la ducha es de plástico. También se suponía que iba a ser temporal. Sigurd ha diseñado una ducha para nosotros, una cabina de ladrillo con puerta de vidrio y pequeños azulejos blancos salpicados de azul. De todas las habitaciones a medio hacer que hay en la casa, es en el cuarto de baño donde esa situación resulta más evidente. Los azulejos viejos han desaparecido y los nuevos no han sido colocados aún. No tenemos iluminación, ni cortinas en condiciones.

Caminamos por encima de palés para no estropear el suelo, hay un agujero en la pared del que sale el agua, y tenemos esta mampara provisional, un vestigio del abuelo materno de Sigurd. Durante un tiempo conseguí imaginarme cómo llegaría a ser la casa cuando deambulaba por ella en obras: los azulejos salpicados de azul, las paredes lisas, los focos empotrados; notaba las cálidas baldosas bajo las plantas de los pies, el agua caliente perfectamente regulada por una regadera moderna con varias funciones. Ahora, en cambio, lo único que veo es todo el tiempo que esto nos va a llevar. Mientras pongo la mano bajo el chorro de agua y noto que la temperatura va subiendo, me doy cuenta de que, de alguna manera, he dejado de creer que vayamos a terminar la casa algún día.

El agua caliente me despeja. Aquí dentro hace frío. En el dormitorio se está bien, pero el cuarto de baño está congelado. El invierno ha sido largo, y me he pasado todas las mañanas dando saltitos desnuda con una mano debajo del chorro de agua. Ahora, al menos, se va acercando la primavera. El baño me sienta bien, martillea mi fría piel; acumulo agua con las manos y me mojo la cara, sintiendo que por fin dejo la noche atrás y el día se aferra a mí.

Viernes. Tres pacientes, la pandilla habitual de los viernes. Primero Vera, luego Christoffer y, finalmente, Trygve. Es mala idea poner a Trygve el último un viernes, pero resulta muy tentador cada semana cuando acabo la consulta. Acumulo agua con las manos de nuevo, me la echo en el rostro y me froto las mejillas. Sigurd se quedará en Norefjell con sus amigos hasta el domingo. Estaré sola todo el fin de semana.

Regreso a la habitación para vestirme, no quiero estar en el baño ni un segundo más de lo necesario. Me siento en la cama. Noto un denso olor a sueño, mío seguro, y quizá también suyo. No he mirado el reloj cuando se ha ido, tal vez hayan pasado ya varias horas. No tenemos ningún armario, pero Sigurd ha montado una barra de metal entre el conducto de la chimenea y la pared en la que hemos colgado vestidos, camisas y chamarras. Su ropa está colocada de cualquier manera; la mía está dispuesta por colores en una fila ordenada.

Miro la suya: no parece que falte nada, pero también es cierto que se iba directo a la montaña. La bolsa que había en el suelo no está, y recuerdo que la llevaba colgada del hombro cuando se ha ido. Me pongo unos pantalones, me visto de forma sencilla y elegante para el día y, mientras elijo una fina blusa de color azul, pienso que en tan sólo cuestión de horas puedo volver a venir aquí y agarrar algo de ropa deportiva si decido ir al gimnasio, o ponerme un pantalón de pijama y una camiseta amplia si prefiero no salir. Únicamente tengo tres pacientes.

Tres pacientes es en realidad muy poco. Debería atender a cuatro todos los días, y lo óptimo sería tener cinco uno o dos días a la semana. Ésos fueron los cálculos que hice cuando empecé a trabajar por mi cuenta.

—En un consultorio privado hay menos papeleo —le dije a Sigurd mientras lo planificábamos sentados en la cocina de nuestro viejo departamento en el parque de Torshov, elaborando el presupuesto en una hoja de Excel—; podría atender a cuatro pacientes todos los días sin problemas, quizá cinco. Cinco la mayoría de los días. Al menos una vez por semana, pero, vamos, no nos vendría mal algo más de dinero.
Nos reímos.
—No vayas a matarte de trabajo… —contestó Sigurd.
—Mira quién habla —repliqué.

Él empezó a trabajar por su cuenta en esa misma época, había hecho sus propios cálculos, que introdujo en la misma hoja de Excel. Mínimo ocho clientes a la vez, aunque si pudieran ser diez, mejor. Ayudaría a los otros socios cuando lo necesitasen; todas las horas contaban.
—Habrá que hacer algunas horas extras —nos dijimos—, pero eso significa más ingresos, es dinero para el bote común.

Ahora casi todos los días tengo tres pacientes y es excepcional que reciba a cinco en una misma jornada. ¿Por qué ha acabado siendo así? Encontrar pacientes resulta más difícil de lo que había esperado, y los adolescentes cancelan sus citas a menudo, pero eso es sólo parte del motivo. Me abrocho los últimos botones de la blusa, que queda cerrada de forma decorosa. Se me olvidó calcular un factor importante aquel día en la cocina de Torshov, con la vieja lámpara de escritorio de Sigurd iluminando la computadora y los papeles sobre los que garabateábamos: el factor humano. Incluso yo, que disfruto de la soledad, necesito de los demás. Descarté a mis compañeros de un plumazo, y jamás habría imaginado que me sentiría sola. Que eso me convertiría en una persona pasiva. Si alguien me hubiese dicho hace un año lo duro que iba a ser promocionarme para conseguir más pacientes, las reticencias con las que iba a encontrarme, no lo habría creído.

Para mí, el desayuno es la mejor comida del día. Me siento frente a la isla de la cocina con el periódico, una rebanada de pan y una taza de café. Prefiero comer sola. Sigurd siempre se va temprano, tras beberse de un trago el café de pie junto a la barra. A mí me gusta tomarme mi tiempo. Leer los artículos de opinión del Aftenposten, las reseñas de cine. Contemplar el día.

Ha dejado su taza sin recoger. Está ahí, en la barra, junto a la pila. Las superficies de la cocina son una de las pocas cosas de la casa que están bastante terminadas, y la barra es tan brillante que, desde donde estoy sentada, puedo ver el semicírculo de café que hay debajo de su taza. Cómo no. Es posible que la capacidad de observar una mancha de café debajo de una taza, migajas de pan bajo la tostadora o gotas de agua sobre la superficie de la barra sea una diferencia biológica entre hombres y mujeres.

Sigurd quiere tener una casa bonita, lo planifica todo al milímetro, dibuja planos minuciosos e imponentes presentaciones con gráficos, pero falla en lo que a los detalles se refiere. Meter la taza en el lavavajillas. Limpiar la barra. Recoger la computadora por la noche. Son pequeñas cosas sin importancia, así que, ¿por qué me quejo?, ¿por qué dejo que me irriten? Sin embargo, por otro lado me pregunto: ¿por qué no puede sacrificar los tres segundos exactos que tardaría en hacerlas?

Estoy pensando en eso cuando miro el perchero de la pared donde suele estar el portaplanos de Sigurd. Lo usa para transportar los planos que trae y lleva de vuelta al trabajo, es un tubo gris de plástico duro con una correa negra sujeta a cada extremo, y siempre lo cuelga en la misma percha cuando lo trae a casa. Arrugo la frente mientras contemplo el colgador vacío. ¿No iba a conducir directamente hasta casa de Thomas para recogerlo? ¿No lo dijo de forma explícita? Y ¿no estaba el portaplanos colgado en el gancho anoche?

Siempre me ha parecido muy difícil pasar por alto las incoherencias: veo a la gente hacerlo y la envidio por ello. Sigurd no iba a ir a la oficina, aunque quizá yo lo malinterpreté. Iba a ir directamente a casa de Thomas, dijo, o tal vez yo lo oí mal; es posible que tuviera que resolver algo rápido en el trabajo primero. Puede que dejara el portaplanos en el trabajo, y cuando recuerdo que estaba aquí ayer, en realidad estoy pensando en el día anterior. Las cosas deben de ser mucho más fáciles de ese modo. Los que tienen mala memoria parecen menos desconfiados a ojos de los demás, menos obstinados.

Pongamos por caso este ejemplo: recuerdo, sin ninguna duda, que ayer estuvimos hablando de sus planes para hoy, que me levanté del sofá (en nuestro rincón provisional para el sofá) y me acerqué a la cocina para vaciar las últimas gotitas del té en el fregadero, tirar la bolsita de té a la basura y meter la taza en el lavavajillas; recuerdo que me volteé, quizá a un metro de la isla de cocina donde ahora estoy sentada, y le dije a Sigurd: «Entonces ¿a qué hora se van mañana?».

Y recuerdo verlo a él con la misma claridad que si estuviese viendo una imagen suya, de esas que tienen una resolución fantástica, mil millones de megapíxeles, de modo que cada impureza de la piel queda plasmada en detalle. Recuerdo su suéter desgastado y los pantalones agujereados que a menudo lleva por las noches, recuerdo que se pasó una mano por los rizos alborotados, que me miró con los ojos entornados, cansados, como si lo despertase, y dijo:

—Eeh… Me voy temprano. Intentaré estar en casa de Thomas a las seis y media.
Y yo repuse:
—¿A las seis y media?
Y él dijo:
—Sí. Así llegamos por la mañana y podemos pasar todo el día en la pista.
Luego tal vez lo olvidó y se llevó el portaplanos. Quizá pensó en trabajar un poco desde la cabaña. Después a lo mejor cambió de idea y decidió pasarse por la oficina.

Mi memoria es demasiado precisa. Recuerdo con excesiva nitidez su aspecto cuando hablamos del tema: llevaba puesto ese espantoso suéter beige con el cuello negro, el que parece comprado por su madre, y de hecho así es, fue ella quien se lo compró, antes de que él me conociera; me lo aseguró la primera vez que osé comentar lo horripilante que era. Es un detalle totalmente insignificante, no algo que necesite recordar. Como tampoco es importante, por ejemplo, recordar que respondí «de acuerdo» y di media vuelta, y que cuando hube dejado la taza de té y eché un vistazo al sofá, él ya estaba sentado con la computadora sobre el regazo y los ojos clavados en la pantalla, el ceño fruncido, la boca entreabierta, y que yo reprimí el impulso de pedirle que encendiese más luces: «Vas a estropearte la vista, y quítate la computadora del regazo: reduce la calidad del esperma, y es posible que necesitemos que, en algún momento, la calidad sea óptima. Y no te quedes en el sofá con el cuello inclinado: vas a acabar con dolor de espalda».

En vez de ello, lo único que dije fue:
—Subo a acostarme. Buenas noches.
Todo esto carece de importancia. Hay que saber distinguir lo que tiene importancia de todo lo demás. Si uno lo recuerda todo, es más difícil discernir lo verdaderamente significativo, lo que es preciso recordar.

Desde la ventana del cuarto de baño puedo ver cómo el primer paciente del día sube por el sendero en dirección a mi consultorio, situado encima del garaje. Vera inclina un poco la cabeza hacia delante cuando camina, lo que le confiere unos andares muy característicos, la manera de moverse de una adolescente que todavía no se ha acostumbrado a su cuerpo adulto. Si le preguntases a ella, diría que se siente bastante adulta. Inspiro hondo y la sigo con la mirada hasta que entra en la oficina. Sólo tres pacientes y, luego, fin de semana. Me siento cansada, y eso que acabo de levantarme.

Me lavo los dientes mientras hago equilibrios sobre uno de los palés que Sigurd trajo de una de sus visitas de obra y que luego colocó en el suelo del baño. El lavabo pertenecía al viejo abuelo Torp, igual que la mampara de la ducha, lo que significa que fue instalado antes de 1970 y que jamás se ha renovado, a menos que el viejo Torp lo hiciera por su cuenta. El grifo tiene una llave para el agua fría y otra para el agua caliente, y, cuando las miro, hasta puedo ver sus retorcidas manos castigadas por la artritis girándolas.

El abuelo de Sigurd no creía en los bienes terrenales. Según él, era inevitable que los comunistas acabaran gobernando Noruega. Debió de sentirse decepcionado por el hecho de que tardasen tanto, llevaba esperándolo desde los años cincuenta. Hasta su último suspiro, en la oficina del desván, siguió manteniéndose firme como una roca en sus convicciones, pese a la caída de la Unión Soviética y el ascenso de China como superpotencia económica mundial.

El viejo zorro debió de sentirse abatido, no obstante, cuando su salud empeoró al mismo tiempo que los estados comunistas del mundo iban rindiéndose a las ideas capitalistas. Vivió sus años dorados durante la guerra fría, y su orgullo era evidente cuando contaba a todos sus invitados, por lo general la madre de Sigurd, Sigurd o yo misma, que los servicios de inteligencia de la policía habían abierto un expediente sobre él en los setenta.

Sin embargo, tras su muerte el año pasado lo único que queda de él son los recuerdos de esta casa: sus viejas estufas y sus grifos, y la oficina del desván, que de momento sigue intacta, con sus estanterías de varios metros repletas de libros, pilas de revistas del partido comunista noruego, mapas con pequeñas chinchetas que señalan lugares que el abuelo Torp consideraba objetivos de importancia estratégica y el viejo revólver oxidado —cuyo dueño, por lo visto, había luchado en la Revolución rusa— que había adquirido en la década de los setenta para protegerse o para darles motivos a los servicios de inteligencia para vigilarlo de cerca.

La muerte del viejo Torp nos brindó a Sigurd y a mí la posibilidad de cumplir el sueño de tener una casa propia. En los años cincuenta, Nordberg había sido una zona de la ciudad como otra cualquiera, pero con el tiempo su prestigio se ha ido incrementando y, en 2014, resultaba imposible del todo para parejas jóvenes como nosotros hacerse con el suficiente capital como para asentarse en esta zona. De camino al metro tras visitar el viejo caserón podríamos haber exclamado entre suspiros: «pero mira la vista», «está en pleno entorno natural, muy cerca de los bosques», «a pocos minutos de la ciudad», y «desde aquí se puede contemplar el fiordo». Pero para qué hacerlo. Una casa adosada en un suburbio alejado y sin vistas a ningún sitio era lo único que podíamos permitirnos.

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