LECTURAS | «Casquillos negros», de Diego Petersen Farah

15/04/2017 - 12:04 am

La novela que revela la verdad sobre uno de los crímenes más sonados del Salinato. Según la versión oficial, el religioso habría sido ejecutado por sicarios de los Arellano Félix que lo confundieron con el Chapo Guzmán en el aeropuerto de Guadalajara. Zaragoza irá descubriendo que esa versión no es la única… y tampoco la verdadera.

Ciudad de México, 15 de abril (SinEmbargo).-Beto Zaragoza vive de relatar la muerte. Pero sus días como reportero de nota roja dan un vuelco cuando recibe unas reveladoras fotografías, ocultas hasta entonces, sobre los implicados en el asesinato del cardenal Posadas, y de investigar los anodinos crímenes pasionales de costumbre pasa a involucrarse en una intriga de complicidades donde están envueltas las más altas autoridades militares y de gobierno, los cárteles del narcotráfico y hasta los grandes jerarcas de la Iglesia católica.

Según la versión oficial, el religioso habría sido ejecutado por sicarios de los Arellano Félix que lo confundieron con el Chapo Guzmán en el aeropuerto de Guadalajara. Con la ayuda del Tripa Fernández, viejo amigo y ex policía político, de varios informantes y de un sinfín de pistas de sucesos aparentemente inconexos, Zaragoza irá descubriendo que esa versión no es la única… y tampoco la verdadera.

Extracto del libro “Casquillos negros”, de Diego Petersen Farah, publicado en el sello Tusquets, 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

La Segunda Novela De Diego Petersen Farah Foto Especial

La puerta reventó a la segunda patada y el olor putrefacto golpeó de lleno los sentidos de Adalberto Zaragoza. A pesar de estar tan acostumbrado al humor de los cadáveres, el reflejo del vómito le ganó: las arcadas le vinieron una tras otra. Sacó de su mochila un pañuelo, lo mojó con agua de colonia, lo ató a su cara tapando nariz y boca, preparó la cámara y entró delante del co- mandante Peláez, que aún tenía el estómago revuelto. Los dos policías que los acompañaban vomitaron en un rincón.

Eran las cuatro de la tarde. La pequeña sala del departamen- to estaba en penumbras a pesar de la intensa luz que brillaba afuera. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, Beto distinguió unas piernas que flotaban a un metro del suelo. Eran piernas de mujer, enfundadas en unas arrugadas medias de nailon corriente. Un par de zapatos blancos de punta chata y tacón bajo en el suelo, a un lado de la silla de palo seco tirada de canto. La falda verde y larga, una cuarta por debajo de la rodilla, y la blusa blanca con holanes, cerrada hasta el cuello, de donde colgaba un crucifijo de madera, acusaban un estilo anti- cuado y monjil. La mujer se había ahorcado usando una soga de ixtle atada a una alcayata que en otros tiempos debió de sostener un candil. Tenía los ojos abiertos, espantosamente abiertos y saltados. Un pedazo de lengua ya negra salía levemen- te de la boca. Beto encendió el flash de su cámara y la enfocó manualmente para evitar los engaños de la luz que entraba por la puerta. Una mosca grande y verde salió de la nariz del cuerpo colgante, caminó por el labio superior hasta posarse en la punta de la lengua. Con el flashazo la mosca voló y Beto pudo ver por un instante con claridad la cara hinchada, ya llagada y en proceso de putrefacción, de una mujer que debía de rondar los sesenta años.

—Qué huevos —susurró Beto.

—Cuáles huevos, ¿que no estás viendo que es mujer? —es- cuchó la voz de Peláez parado justo detrás, observando también el cadáver.

—Digo que se necesitan huevos para colgarse a esa edad. No es una maniobra sencilla hacer un buen nudo que no se desha- ga con el peso, patear la silla, dejarse caer…

—Te aseguro que lo practicó más de una vez, hasta que le salió como quería.

—Nunca había visto a una mujer de esa edad que se colga- ra. Las pastillas suelen ser más elegantes.

—Eres un romántico, pinche reportero. ¿Qué más te da cómo se haya suicidado? La señora, o quizá señorita a juzgar por el atuendo, se quería dar de baja del inventario y lo logró. ¿Qué más te da?

Peláez se encaminó a la ventana para abrir las cortinas y Beto comenzó a tomar fotos, primero de cuerpo entero y luego de detalles. Tomó más fotos del rostro, unas cuantas de los pies que evidenciaran la distancia con el suelo, un acercamiento del nudo, impecablemente hecho, y otras más de las manos hincha- das a cada lado del cuerpo, pegadas a la cadera bajo el cinturón. Al llegar de golpe la luz natural el espectáculo se reveló aún más espeluznante. El cuerpo hinchado tenía un color morado oscuro y por la parte interna de las piernas chorreaban líquidos nauseabundos.

—Llamen al forense para que vengan por el cuerpo —orde- nó Peláez a los policías, que se habían quedado en la puerta para evitar que entraran vecinos curiosos.

Adalberto sabía que tenía poco más de media hora para hus- mear en el departamento, pues en cuanto llegaran los forenses lo sacarían a empujones para que no contaminara la escena.

Nunca haría eso, pues si algo había aprendido a lo largo de tantos años de reportero de nota roja era que se podía ver, oler, foto- grafiar, pero jamás tocar. Dio un rápido vistazo a la sala y la cocina. Ambas transpiraban soledad: sillones sin usar; una vaji- lla para cuatro sin desportillar, como recién desempacada; una cafetera minúscula; ollas y sartenes que parecían de juguete. Un refrigerador casi vacío: dos huevos, un pedazo de queso panela y un bote de leche a medias. El cuarto era casi monástico: una cama que a Beto le pareció más angosta de lo normal, un buró de madera de pino corriente laqueado a juego con una pequeña cómoda de tres cajones, muy probablemente de Michoacán. Un espejo diminuto y opaco, un calendario de paisajes y un cuadro de una virgen eran los únicos adornos en las paredes blancas del minúsculo departamento.

—Ya tienes portada para tu pasquín, Zaragoza.
—Ya veremos —contestó cortante.
—¡Órale! ¿Qué pedo? ¿Te bajó o qué, Betulia?
—No mames, Peláez, hay algo demasiado tétrico en esta escena.
—¿A poco ya te me pusiste sentimental? No me jodas, he- mos visto centenares de escenas tétricas, tú más que yo, y todas son más o menos iguales.

—¿Mujeres colgadas? Muy pocas. Es más, me acuerdo de una en el Centinela, la primera vez que me llevó mi padre, y esta. Las mujeres no son dadas a colgarse.

—Pinche Beto, no mames, ¿desde cuándo le haces al psicólogo?

—El que debería estar preocupado por saber por qué se colgó eres tú, se supone que eres policía investigador.

—¿Quieres saber los motivos? Ahí te van. Una vieja sola y deprimida que no tiene hijos, los sobrinos no la pelan, perdió el trabajo y las ganas de vivir. No le des vueltas, reporterito: la gente hoy día tiene más razones para matarse que para vivir. Dale gracias a Dios porque por lo menos no dejó un montón de sangre y sesos regados por todos lados. A ti que te gusta catalogar los suicidios, ¿no te parece que ahorcarse es bastante digno, por así decirlo?

—¿Quieres que te diga por qué eres un pendejo, Peláez? Esta vieja vivió sola toda su vida. Si no era monja, te aseguro que era una cucaracha de iglesia; lo más parecido a un hombre que la to- có en su vida fue un cura o un sacristán. Su trabajo le valía madres, ella vivía para rezar. No era monja de encierro, pero vivía como si lo fuera: desayunaba lo mismo, comía lo mismo, cenaba lo mismo. Compraba su comida a diario y se vestía igual de lunes a domingo. ¿Viste el clóset? Cuatro faldas, todas igua- les, sólo cambia el color: azul, gris, negro y café, más la verde que trae puesta. ¿Por qué se cuelga una mujer así? Esa es la pregunta. Pero a ti, como buen burócrata, te gusta lo fácil.

—Y a ti, como buen periodista, te gusta inventar mamadas.

Los levantamuertos del Servicio Médico Forense llegaron haciendo gran alboroto. Pidieron a todos los que no eran policías que salieran, o sea a Adalberto, quien muy obediente se recargó en el marco de la puerta de entrada cuidando que sus pies no tras- pasaran el umbral del departamento. Desde ahí observó el tra- bajo de los investigadores forenses, que básicamente buscaron huellas y tomaron fotos de manera mecánica. Escudriñaron en- tre las pertenencias de la víctima en busca de una nota suicida, pero no la encontraron. Beto esperó un rato hasta que calculó que, efectivamente, no encontrarían nada que él no hubiera vis- to ya, tomó una última foto de los policías trabajando y se fue. Eran cerca de las 5:30 de la tarde, alcanzaría a pasar a la oficina para ver pendientes.

Las instalaciones de Sangre poco o nada tenían que ver con las de El Matutino, el diario del que Adalberto Zaragoza había sido despedido dos años antes por andar metiendo las narices en un funeral de ricos. El Matutino era un diario en decadencia, pero diario al fin. Sangre era un tabloide semanal donde él reporteaba, escribía y tomaba fotos; lo mandaba a la imprenta, lo recogía, lo llevaba a los voceadores en la madrugada y cobraba publicidad esporádicamente cuando caían anuncios, casi todos de table dance o servicios de prostitución disfrazados. En Sangre Beto firmaba como director, aunque en realidad sólo se dirigía a sí mismo y a Moña, la diseñadora, que estaba contratada por horas.

Lo que más disfrutaba del semanario era que podía hacer lo que le viniera en gana, publicar las fotos que él decidiera, sin pedirle permiso a nadie. En contrapartida, había dos cosas que siempre extrañaría de El Matutino: el bullicio de sus compañe- ros, a pesar de que nunca hablaba con nadie, y los días de quincena, cuando a su cuenta de banco llegaba dinero, poco pero seguro, sin que tuviera que preocuparse de dónde había salido ni qué maromas habían tenido que hacer para completar. Adalberto había invertido su liquidación completa en lanzar su pe- riódico; le iba bien, pues vendía cerca de cuatro mil ejemplares por semana, pero la cobranza lo mataba: al menos en dos ocasiones a lo largo de esos años se había quedado literalmente sin un peso, ni siquiera para el desayuno, lo que implicaba que siempre debía aquí o allá y sufría angustias que nunca antes había experimentado. En más de una ocasión, en las noches de insom- nio provocadas por la falta de dinero, había llegado a admirar a su antiguo patrón.

La oficina de Adalberto era en realidad la cochera de una típica casona de Guadalajara sobre la calle Alameda, en un punto equidistante entre la morgue y la Cruz Roja, donde cabían sólo dos escritorios: el suyo, donde estaba la computadora, un escáner de fotos y el retrato de don Eulalio, su padre, y el de Moña, que los viernes era el departamento de diseño y de lunes a jueves el lugar donde Juana, la hija de Beto, hacía sus tareas y jugaba con el celular. Tres tazas y una pequeña mesa con una cafetera de resistencia que sólo servía para calentar agua completaban el mobiliario. El archivo fotográfico, donde estaban las fotos de su padre y las suyas, eran dos cajas de cartón ordenadas por quinquenios.

Beto liberó el candado, recorrió la aldaba metálica, abrió la chapa del centro, quitó el pasador de la parte baja de la puerta y entró a la oficina. Más de alguno se había burlado del exceso de seguridad para una oficina cuyo mobiliario no superaba los diez mil pesos, pero, para él, su archivo valía más que la casa entera: «Gracias a esas cajas rascuaches trago todos los días», repetía.

Cuando se acostumbró a la penumbra vio un sobre blanco tamaño carta que había sido colado por debajo de la puerta. Lo levantó, se sirvió en un vaso la Coca-Cola sin gas que había quedado del día anterior y se sentó en su escritorio. El sobre no tenía remitente y estaba cerrado. Lo puso a contraluz y vio que contenía papeles, pero ninguno del tamaño de un cheque o un billete.

No era extraño que a Beto le llegaran cheques o billetes acompañados de una nota en la que le agradecían no publicar una foto. No era cada semana, pero este tipo de favores, que hacía a personas que no conocía y no conocería nunca, eran uno de los ingresos importantes; ingresos sorpresivos y gratuitos, lo cual los hacía doblemente agradables. Aunque nunca se lo había dicho, Beto sabía que el comandante Peláez era en gran parte responsable de ellos, pues era quien, de manera muy poco sutil, recomendaba a los dueños de algún cadáver mandar una propina a la revista Sangre para evitarse la desagradable sorpresa de encontrar el retrato de un pariente ensangrentado en el kiosco de periódicos.

Le pasó por la cabeza que podría tratarse de una amable solicitud de no publicar la foto de la recién ahorcada, pues los suicidios suelen causar vergüenza a los parientes, pero evidente- mente no era el caso. Con la certeza de que no rompería ningún cheque, abrió el sobre de un tirón. Adentro había dos fotografías en blanco y negro relacionadas con el asesinato del cardenal Posadas en 1993 y una nota. La primera era una vista aérea, tomada probablemente desde el techo del aeropuerto, donde se veía el momento en que el cardenal se disponía a bajar del automóvil y los sicarios comenzaban la balacera. En la segunda estaba el mismísimo Adalberto Zaragoza, con veinte años me- nos, en la escena del crimen. Se veía el auto Grand Marquis blanco del arzobispo de Guadalajara con impactos de bala en el parabrisas y el cofre. La puerta del copiloto estaba abierta y por debajo asomaba el pie del prelado: zapato negro, calcetín negro y pantalón negro. Centrado en el marco de la ventana ya inexistente, Adalberto tomaba fotos del cadáver.

Le dio el último trago a la coca desgasificada; el sabor dulce y la textura pegajosa se le quedaron impregnados en el paladar. No le gustaba lo que veía. Aunque la foto donde aparecía era sin duda buena y le llenaba el ego —las imágenes que Beto había tomado aquella tarde de mayo en el aeropuerto le dieron la vuelta al mundo y una en particular, que le compró la agencia Reuters, fue portada en treinta y dos diarios desde Polonia hasta Ecuador—, tenía la horrible sensación del cazador cazado. Aquellas fotografías sólo las pudo haber tomado, o mandado tomar, quien planeó el asesinato. La diferencia de tiempo entre una y otra toma, calculó, era de aproximadamente treinta y cinco minutos, el tiempo que había pasado entre el asesinato y su llegada al aeropuerto.

Su instinto le decía que se trataba de una amenaza. Desdobló la nota y leyó.

Zaragoza:

Dos fotos para tu merecida egoteca. ¿Quieres saber más? Nos vemos mañana a la 1:30 de la tarde en La Iberia.

Tripa

Diego Petersen Farah Foto Sinembargo

¿Quién es Diego Petersen? Guadalajara, 1964. Ha dedicado su vida al periodismo como reportero, columnista y directivo de medios. Fue fundador y subdirector del diario Siglo 21, además de fundador y director del diario Público de Guadalajara. Participó como directivo en la creación de los diarios Milenio de la Ciudad de México, de Colima y León. Actualmente es coordinador de edición del diario El Informador de Guadalajara. Su columna En Tres Patadas se publica en diversos periódicos y sitios web en todo el país y es autor de la novela Los que habitan el abismo (Planeta, 2014).

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