LECTURAS | ¿Y si el poder estuviera en manos de las mujeres?: «The power», de Naomi Alderman

14/10/2017 - 12:04 am

«Mi nueva novela, The Power , es publicada por Penguin el 27 de octubre de 2016. Es una obra de ciencia ficción feminista o ficción especulativa o ficción sobre una cosa ficticia más que una cosa real (concepto curioso). En la novela, muy de repente casi todas las mujeres en el mundo desarrollan el poder de electrocutar a la gente a voluntad. Cualquier cosa, desde un pequeño cosquilleo hasta la electro-muerte completa. Y entonces todo es diferente.»

Ciudad de México, 14 de octubre (SinEmbargo).- Un chico en Nigeria filma a una mujer que está siendo atacada en un supermercado. La hija de un criminal del este de Londres ve cómo su madre es asesinada. Una senadora en Nueva Inglaterra se esfuerza por proteger a su hija. Cuatro personajes que sufren las tensiones construidas a través de siglos de desequilibrio y están dispuestos a llegar lejos para establecer un nuevo orden mundial.

Cuatro chicas descubren su capacidad de electrocutar con un simple movimiento de sus manos y causar un dolor agonizante, incluso la muerte. Su nuevo poder cambiará el rumbo del mundo.

Una Novela Electrificante Foto Especial

Fragmento de The Power, de Naomi Alderman, con autorización de rocaeditorial, Penguim Random House

Roxy

La encierran en el armario mientras lo hacen. Lo que no saben es que Roxy ya ha estado encerrada antes ahí. Cuando se porta mal, su madre la mete unos minutos, hasta que se calma. Poco a poco, a base de horas de estar allí dentro, ha conseguido soltar la cerradura rascando los tornillos con una uña o un clip. Habría podido quitarla cuando quisiera, pero no lo hizo porque entonces su madre habría puesto un pestillo por fuera. Le bastaba con saber, allí sentada a oscuras, que si realmente quisiera podría salir. El conocimiento es tan bueno como la libertad.

Por eso creen que la tienen ahí encerrada, sana y salva. Pero ella sale, y así es como acaba viéndolo.

Los hombres llegan a las nueve y media de la noche. Se suponía que Roxy tenía que haber ido a casa de sus primos esa noche; hacía semanas que habían quedado así, pero había incordiado a su madre por no haberle comprado las medias que quería en Primark, así que su madre dijo: «No irás, te quedarás aquí». Como si a Roxy le importara ir a casa de sus puñeteros primos.

Cuando los tipos dan una patada a la puerta y la ven ahí, enfurruñada en el sofá junto a su madre, uno dice:

—Joder, está la niña.

Son dos hombres, uno más alto con cara de rata, el otro más bajo y con las mandíbulas cuadradas. No los conoce.

El bajo agarra a su madre por la garganta, el alto persigue a Roxy por la cocina. Ya casi ha llegado a la puerta trasera cuando la agarra por el muslo. Ella cae hacia delante y el hombre la toma por la cintura. Roxy no para de patalear y dar gritos, «¡Suéltame, joder!» y cuando le tapa la boca con la mano ella la muerde con tanta fuerza que siente el sabor de la sangre. Él está sudando, pero no la suelta. La arrastra por el salón. El tipo más bajo ha empujado a su madre contra la chimenea. En ese momento Roxy lo nota, siente que empieza a brotar en su interior, pero no sabe qué es. Solo es una sensación en la punta de los dedos, un cosquilleo en los pulgares.

Se pone a gritar. Su madre no para de decir:

—No le hagáis daño a mi Roxy, no le hagáis daño, joder, no sabéis dónde os habéis metido, esto se os volverá en contra como el fuego, vais a desear no haber nacido. Su padre es Bernie Monke, por Dios.

El bajo se echa a reír.

—Resulta que estamos aquí para darle un mensaje a su padre.

El tipo alto mete a Roxy a empujones en el armario de debajo de la escalera, tan rápido que ella no sabe qué está pasando hasta que se impone la oscuridad alrededor y el dulce olor polvoriento de la aspiradora. Su madre grita.

Roxy está sin aliento. Tiene miedo, pero necesita llegar hasta su madre. Gira uno de los tornillos de la cerradura con la uña. Uno, dos, tres giros y está fuera. Salta una chispa entre el metal del tornillo y su mano. Electricidad estática. Se siente extraña; concentrada, como si pudiera ver con los ojos cerrados. Tornillo inferior, uno, dos, tres giros. Su madre dice:

—Por favor, por favor, no. Por favor. ¿Qué es esto? Solo es una niña. Solo es una niña, por Dios. Uno de los hombres se ríe por lo bajo.

—No me ha parecido una niña.

La madre suelta un chillido. Suena como el metal en un motor malo.

Roxy intenta deducir dónde están situados los hombres en la sala. Uno está con su madre. El otro… oye un ruido a su izquierda. Su plan es salir con sigilo, golpear al alto por detrás a la altura de las rodillas, pisarle la cabeza, y así serán dos contra uno. Si llevan armas, no las han enseñado. No es la primera vez que Roxy se pelea. La gente dice cosas sobre ella. Y sobre su madre. Y su padre.

Uno. Dos. Tres. Su madre vuelve a gritar, Roxy saca la cerradura de la puerta y la abre de un golpe con todas sus fuerzas. Tiene suerte, le ha dado al alto por detrás con la puerta.

El hombre da un traspié, pierde el equilibrio, ella lo agarra por el pie derecho y él se desploma sobre la alfombra. Se oye un crujido, le sangra la nariz.

El tipo más bajo presiona una navaja contra la garganta de su madre. La hoja le hace un guiño, plateada y sonriente.

La mujer abre los ojos de par en par.

—Corre, Roxy —dice en un susurro, pero Roxy lo percibe como si estuviera dentro de su cabeza: «Corre. Corre». Roxy no sale corriendo de las peleas del colegio. Si haces eso, nunca pararán de decir: «Tu madre es una zorra y tu padre un delincuente. Ten cuidado, Roxy te robará el libro». Tienes que patearlos hasta que suplican. No sales corriendo.

Algo está pasando. La sangre le palpita en las orejas. Siente un cosquilleo que se expande por la espalda, los hombros, la clavícula. Le dice: puedes hacerlo. Le dice: eres fuerte.

Salta por encima del hombre tumbado, que gruñe y se manosea la cara. Roxy va a agarrar a su madre de la mano y salir de ahí. Solo necesitan estar en la calle. Eso no puede pasar ahí fuera, a plena luz del día. Encontrarán a su padre, él lo solucionará. Son solo unos pasos, pueden hacerlo.

El tipo bajo le da un fuerte golpe a su madre en el estómago. Ella se dobla de dolor y cae sobre las rodillas. El hombre agita la navaja hacia Roxy.

El tipo alto gime.

—Tony, recuerda, la niña no. El tipo bajo le da una patada al otro en la cara. Una, dos. Tres.

—No digas mi puto nombre.

El tipo alto se queda callado. Su cara borbotea sangre. Roxy sabe que ahora está en apuros. Su madre grita: «¡Corre! ¡Corre!». Roxy siente como si tuviera alfileres y agujas clavadas en los brazos. Como pinchazos de agujas de luz que van desde la columna hasta la clavícula, desde la garganta hasta los codos, muñecas y las yemas de los dedos. Brilla por dentro.

El hombre estira una mano hacia ella, en la otra sujeta la navaja. Roxy se dispone a darle una patada o un puñetazo, pero el instinto le dice otra cosa. Le agarra la muñeca. Retuerce algo en lo más profundo de su pecho, como si siempre hubiera sabido cómo hacerlo. Él intenta zafarse, pero es demasiado tarde.

Ella sostuvo el relámpago en la mano. Le ordenó descargar.

Se ve un chisporroteo y un sonido parecido al crujir del papel. Percibe un olor entre tormenta y pelo quemado. El sabor que nota debajo de la lengua es de naranjas amargas. Ahora el hombre bajo está en el suelo, sollozando como si tarareara sin palabras. No para de apretar y abrir la mano. Tiene una larga marca roja que le sube por el brazo desde la muñeca. La ve incluso debajo del vello rubio: es de color escarlata, el dibujo de un helecho, con sus hojas y zarcillos, yemas y ramas.

Su madre está boquiabierta, la mira fijamente, aún le caen las lágrimas.

Roxy tira del brazo de su madre, que está anonadada y lenta, y con la boca aún dice: «Corre, corre». Roxy no sabe qué ha hecho, pero sí que cuando luchas contra alguien más fuerte y está derrotado, te vas. Pero su madre no se mueve lo bastante rápido. Antes de que Roxy pueda levantarla, el tipo bajo empieza a decir: «Ah, no, tú no te vas».

Está alerta, se está poniendo en pie, avanza a duras penas entre ellas y la puerta. Tiene una mano muerta a un lado, pero la otra sujeta la navaja. Roxy recuerda qué ha sentido al hacer lo que fuera que ha hecho. Coloca a su madre tras ella.

—¿Qué tienes ahí, niña? —dice el hombre. Tony. Le recordará el nombre a su padre—. ¿Una batería?

—Apártate —dice Roxy—. ¿Quieres volver a probarlo?

Tony retrocede unos cuantos pasos. Le mira los brazos. Observa para ver si tiene algo en la espalda.

—Lo has tirado, ¿verdad, niña?

Roxy recuerda lo que sintió. El giro, la explosión hacia fuera.

Avanza un paso hacia Tony. Él se mantiene firme. Ella da otro paso. Él se mira la mano inerte. Aún le tiemblan los dedos. Niega con la cabeza.

—No tienes nada. Avanza hacia ella con la navaja. Ella estira el brazo y le toca el dorso de la mano buena. Hace el mismo giro. No pasa nada.

Él rompe a reír. Se coloca la navaja en los dientes. Le agarra las dos muñecas con una mano.

Roxy lo vuelve a intentar. Nada. El hombre la obliga a arrodillarse. Entonces siente un golpe en la nuca y pierde el conocimiento.

Cuando despierta, el mundo está en perpendicular. Ve la chimenea, como siempre. La moldura de madera alrededor de la chimenea. La tiene contra el ojo, le duele la cabeza y tiene la boca aplastada contra la alfombra. Nota el sabor de la sangre en los dientes. Algo gotea. Cierra los ojos. Los vuelve a abrir y sabe que han pasado más de unos minutos. Fuera, la calle está en silencio. La casa está fría. Y torcida. Se siente fuera de su cuerpo. Tiene las piernas apoyadas en una silla, la cabeza cuelga hacia abajo, presionada contra la alfombra y la chimenea. Intenta incorporarse, pero es demasiado esfuerzo, así que se retuerce y deja caer las piernas al suelo. Le duele, pero por lo menos está toda en el mismo nivel.

Los recuerdos regresan en destellos rápidos. El dolor, luego el origen del dolor, luego lo que hizo. Luego su madre. Se incorpora despacio, y al hacerlo se nota las manos pegajosas. Y algo que gotea. La alfombra está empapada, hay una mancha roja formando un ancho círculo alrededor de la chimenea. Ahí está su madre, con la cabeza apoyada en el reposabrazos del sofá. Tiene un papel sobre el pecho, con un dibujo a rotulador de una prímula. Roxy tiene catorce años. Es una de las más jóvenes y una de las primeras.

Tunde

Tunde está haciendo largos en la piscina, chapoteando más de lo necesario para que Enuma se fije en él sin que parezca que quiere que se fije en él. Ella está hojeando la revista Today’s Woman; vuelve a fijar la vista en la revista cada vez que él levanta la cabeza para mirarla, finge estar decidida a leer sobre Toke Makinwa y la retransmisión de su boda sorpresa de invierno en su canal de YouTube. Sabe que Enuma lo está mirando. Y cree que ella sabe que él lo sabe. Es emocionante.

Tunde tiene veintiún años, acaba de salir de ese período de la vida en el que todo parece tener el tamaño equivocado, es demasiado largo o demasiado corto, apunta en la dirección equivocada, es rígido. Enuma tiene cuatro años menos pero es más mujer que él hombre, recatada pero no ignorante. Tampoco demasiado tímida, no en los andares o en la sonrisa fugaz que se le dibuja en la cara cuando entiende una broma un instante antes que los demás. Está de visita en Lagos desde Ibadan; es la prima de un amigo de un chico que Tunde conoce de su clase de fotoperiodismo de la universidad. Durante el verano ha habido unas cuantas como ella rondando por ahí. Tunde la vio el día de su llegada. Su sonrisa discreta y las bromas que al principio él no captaba que eran bromas. Y la curva de las caderas y la manera de rellenar las camisetas, sí. Ha sido todo un tema conseguir estar a solas con Enuma. Si algo es Tunde es obstinado.

Al principio de su visita Enuma dijo que nunca había disfrutado de la playa: demasiada arena y demasiado viento. Las piscinas son mejores. Tunde esperó uno, dos, tres días, luego propuso una excursión: podrían ir todos a la playa de Akodo, comer de picnic, pasar el día. Enuma dijo que prefería no ir. Tunde fingió no darse cuenta. La víspera del viaje, empezó a quejarse de tener el estómago revuelto. Es peligroso nadar quejándose del estómago: el agua fría puede afectar al sistema digestivo. Deberías quedarte en casa, Tunde. Pero me perderé la excursión a la playa. No deberías nadar en el mar. Enuma se queda, llamará a un médico si lo necesitas.

Una de las chicas dijo:

—Pero estaréis solos, en esta casa.

Tunde deseó que enmudeciera en ese preciso instante.

—Mis primos vendrán más tarde —contestó.

Nadie preguntó qué primos. Había sido uno de esos veranos ociosos de calor y gente entrando y saliendo de la gran casa de la esquina del Ikoyi Club.

Enuma consintió. Tunde se percató de que no protestaba. No le dio un golpe en la espalda a su amiga y le pidió que se quedara también en casa y no fuera a la playa. No dijo nada cuando él se levantó media hora después de que partiera el último coche, se estiró y dijo que se encontraba mucho mejor. Lo observó mientras saltaba del trampolín corto a la piscina y vio el destello de su sonrisa rápida.

Él da un giro bajo el agua, limpio, los pies apenas rompen la superficie. Se pregunta si ella le ha visto hacerlo, pero Enuma no está. Mira alrededor, ve sus piernas esbeltas, los pies desnudos saliendo de la cocina. Lleva una lata de Coca-Cola.

—Eh —dice, imitando un tono señorial—. Eh, criada, tráeme esa Coca-Cola.

Ella se vuelve y sonríe con los ojos bien abiertos y límpidos. Mira a un lado, luego al otro  y se señala el pecho como diciendo: «¿Es a mí?».

Dios, cómo la desea. No sabe exactamente qué hacer. Solo ha estado con otras dos chicas antes que ella y ninguna acabó siendo su «novia». En la universidad siempre bromean diciendo que está casado con sus estudios porque siempre está sin pareja. No le hace gracia, pero está esperando a alguien que realmente le guste. Ella tiene algo y él lo quiere.

Planta las palmas sobre las baldosas mojadas y se eleva del agua para sentarse en la piedra con un movimiento grácil que sabe que destaca los músculos de sus hombros, el pecho y la clavícula. Tiene una buena sensación. Esto va a funcionar.

Ella está sentada en una tumbona. Cuando Tunde se le acerca, clava las uñas bajo la lengüeta de la lata, como si estuviera a punto de abrirla.

—Oh, no —dice, aún sonriente—. Ya sabes que estas cosas no son para gente como tú.

—Agarra la Coca-Cola contra el estómago. Debe de notarse fría contra la piel. Dice con recato—: Solo quiero probar.

—Se muerde el labio inferior. Debe de hacerlo a propósito. Seguro. Está excitado. Va a pasar.

Se planta sobre ella.

—Dámela. Enuma sujeta la lata con una mano y se la pasa por el cuello para refrescarse. Niega con la cabeza. Y él se abalanza sobre ella.

Luchan en broma. Él procura no forzarla de verdad. Está convencido de que ella disfruta tanto como él. Levanta un brazo por encima de la cabeza, sujetando la lata, para apartarla de sí. Empuja un poco más el brazo, y ella lanza un gritito y se retuerce hacia atrás. Él intenta agarrar la lata y ella se ríe, en voz baja y con suavidad. Le gusta su risa.

—Vaya, intentando privar a tu amo y señor de esa bebida —dice—. Eres una criada muy perversa.

Ella se ríe de nuevo, se retuerce más. Los pechos se elevan contra el escote de pico de su bañador.

—Nunca será tuya —dice—. ¡La defenderé con mi propia vida!

Y él piensa: «Lista y guapa, que el Señor se apiade de mi alma». Ella se ríe, y él también. Deja caer el peso del cuerpo hacia ella, la nota cálida debajo.

—¿Crees que puedes evitarlo? —Arremete de nuevo, Enuma se retuerce para escapar. La agarra por la cintura.

Ella le toma la mano.

Se nota el aroma a flor de azahar. Sopla una ráfaga de viento que arroja unos puñados de flores a la piscina.

Él nota en la mano como si le hubiera picado algún insecto. Baja la mirada para ahuyentarlo y lo único que ve es la palma cálida de Enuma.

La sensación se intensifica, de forma constante y veloz. Al principio son pinchazos en la mano y el antebrazo, luego un montón de cosquilleos con un zumbido, después dolor. Tiene la respiración demasiado acelerada para poder emitir un sonido. No puede mover el brazo izquierdo. Oye el corazón fuerte en los oídos. Nota el pecho tenso.

Ella aún suelta risitas suaves. Se inclina hacia delante y lo atrae hacia sí. Lo mira a los ojos, tiene en los iris reflejos marrones y dorados y el labio inferior húmedo. Tunde tiene miedo. Está excitado. Sabe que no podría pararla, fuera lo que fuese lo que quisiera hacer ahora. La idea es aterradora. Es electrizante. Está duro y dolorido, no sabe cuándo ha ocurrido. No siente nada en absoluto en el brazo izquierdo.

Ella se inclina, con aliento a chicle, y le da un beso tierno en los labios. Luego se aparta, sale corriendo a la piscina y se lanza al agua en un movimiento suave y estudiado.

Tunde espera a recuperar la sensibilidad en el brazo. Ella hace piscinas en silencio, sin llamarlo ni salpicarle. Él sigue excitado. Se siente avergonzado. Quiere hablarle, pero tiene miedo. A lo mejor todo han sido imaginaciones suyas. Quizá le diría de todo si le preguntara qué ha pasado.

Va andando al puesto de la esquina de la calle a comprar una naranjada helada para no tener que decirle nada. Cuando los demás vuelven de la playa, se apunta encantado a los planes de visitar a un primo lejano al día siguiente. Quiere estar distraído y no estar solo. No sabe qué ha ocurrido, ni puede comentarlo con nadie. Si se imagina contándoselo a su amigo Charles, se le hace un nudo en la garganta. Si le contara lo que ha pasado pensaría que está loco, o que es un flojo, o que miente. Piensa en la manera en que ella se rió de él.

Se sorprende buscando en el rostro de Enuma señales de lo ocurrido. ¿Qué ha sido? ¿Quería hacerlo? Tenía pensado hacerle daño o asustarle, ¿o fue solo un accidente, un acto involuntario? ¿Sabía siquiera que lo había hecho? ¿No fue ella sino un lujurioso fallo de su propio cuerpo? Todo aquello lo está carcomiendo. Ella no da señal alguna de que haya pasado nada. El último día del viaje va de la mano de otro chico.

La vergüenza se abre paso en su cuerpo como si fuera herrumbre. Recuerda compulsivamente aquella tarde. En la cama, de noche: sus labios, sus pechos contra el tejido suave, el perfil de sus pezones, la absoluta vulnerabilidad de Tunde, la sensación de que podía dominarlo si quisiera. La idea la excita, y se toca. Se dice que la excita el recuerdo de su cuerpo, el olor parecido a las flores de hibisco, pero no lo sabe con certeza. Todo está enmarañado en su cabeza: la lujuria y el poder, el deseo y el miedo.

Tal vez sea porque ha reproducido las imágenes de lo ocurrido aquella tarde tantas veces en su cabeza, porque ansía tener una prueba científica, una fotografía, un vídeo, una grabación de sonido, tal vez por eso piensa en tomar el teléfono ese día en el supermercado. O quizás algunas de las cosas que han intentado enseñarle en la universidad —sobre el periodismo ciudadano, sobre «el olfato por la noticia»— han hecho mella.

Unos meses después de aquel día con Enuma, está en la tienda Goodies con su amigo Isaac. Están en el pasillo de la fruta, inspirando el dulce aroma denso a guayaba madura, atraídos por él desde el otro lado de la tienda como las moscas diminutas que se posan en la superficie de la fruta demasiado madura y abierta. Tunde e Isaac hablan de chicas, de cómo son. Tunde intenta mantener la vergüenza enterrada en lo más profundo de su cuerpo para que su amigo no adivine su secreto. Entonces, una chica que compra sola empieza a discutir con un hombre. Él tendrá unos treinta años, ella tal vez quince o dieciséis.

El hombre ha intentado ligar con ella; al principio Tunde pensó que se conocían. No se da cuenta del error hasta que ella dice: «déjame en paz». El hombre sonríe con soltura y da un paso hacia ella.

—Una chica guapa como tú merece un piropo.

Ella se inclina hacia delante, baja la mirada y respira hondo. Clava los dedos en el borde de un cajón de madera lleno de mangos. Ahí está esa sensación: le pica la piel. Tunde saca el teléfono del bolsillo y lo pone a grabar. Lo que está a punto de pasar es lo mismo que le ocurrió a él. Quiere apropiarse de ello, poder llevárselo a casa y verlo una y otra vez. Lleva pensando en eso desde aquel día con Enuma, con la esperanza de que ocurriera algo así.

El hombre dice:

—Eh, no me des la espalda. Sonríeme.

Ella traga saliva sin dejar de mirar al suelo.

Los olores del supermercado ganan intensidad; Tunde detecta en una sola inhalación las fragancias individuales de las manzanas, los pimientos y naranjas dulces.

Isaac susurra: —Creo que le va a dar con un mango.

¿Se pueden dirigir los rayos de tormenta? ¿O son ellos los que te dicen: «aquí estamos»?

Tunde está grabando cuando ella se da la vuelta. La pantalla del teléfono se funde un momento cuando ataca. Él, en cambio, lo ve todo con mucha claridad. Ahí está ella, moviendo la mano hacia el brazo del hombre mientras él sonríe y piensa que la chica finge ser una furia para divertirle. Si uno detiene el vídeo un instante en ese punto, se ve el arranque de la carga. Hay un rastro de figura de Lichtenberg que se arremolina y se ramifica como un río por la piel del hombre desde la muñeca al codo cuando los capilares revientan.

Tunde lo sigue con la cámara cuando se desploma en el suelo, entre convulsiones y asfixiado. Gira la cámara para mantener a la chica en la imagen cuando sale corriendo del supermercado. Se oye un ruido de fondo de gente pidiendo ayuda, dicen que una chica ha envenenado a un hombre. Le ha pegado y le ha envenenado. Le ha clavado una aguja llena de veneno. O no, hay una serpiente entre la fruta, una víbora o una monarub escondida entre las pilas de fruta. Alguien grita:

—Aje ni girl yen, sha. ¡Esa chica era una bruja! Así es como una bruja mata a un hombre.

La cámara de Tunde vuelve a la silueta en el suelo. Los talones del hombre dan golpes contra las baldosas de linóleo. Tiene una espuma rosa en los labios y los ojos en blanco. Da cabezazos de lado a lado. Tunde pensó que si podía captarlo en la pantalla clara del teléfono, no tendría miedo. Pero al ver al hombre tosiendo moco rojo y llorando, siente el pánico recorriéndole la espalda como un cable ardiendo. Entonces sabe qué sintió en la piscina: que Enuma podría haberlo matado si hubiera querido. Mantiene la cámara enfocada en el hombre hasta que llega la ambulancia.

Ese es el vídeo que, cuando lo cuelga en internet, empieza la historia del Día de las Chicas.

Ambién Es La Cocreadora Y Escritora Del Videojuego Zombies Run Foto Especial

Naomi Alderman ha sido amadrinada por Margaret Atwood dentro del Programa Rolex Mentor and Protégé Arts Initiative. Su primera novela, Disobedience, ha sido traducida a diez idiomas y ganó el Premio Orange en 2006. En el año 2007, Alderman fue destacada por el Sunday Times como la mejor escritora joven del año y una de las 25 escritoras del futuro de la librería Waterstones y escogida en 2013 como una de las mejores novelistas jóvenes por Granta. The Times ha destacado «su capacidad para el pensamiento original y la brillantez de su escritura». Actualmente, presenta Science Stories en la BBC Radio 4 y es profesora de escritura creativa en la Universidad de Bath. Es columnista en The Guardian, donde escribe sobre tecnología y juegos. También es la cocreadora y escritora del videojuego Zombies, Run! Vive en Londres.

 

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