Ciudad de México, 14 de octubre (SinEmbargo).– Nunca pongo música a bordo de un avión. Tampoco leo ni escribo. Converso si estoy acompañado; contemplo el letargo de pasajeros y tripulación cuando viajo solo. Sin embargo, en el vuelo con destino al Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas escuché una y otra vez el Concierto para Mandolina en Do Mayor de Vivaldi. Sin proponérmelo, durante las últimas semanas había memorizado cada compás de dicha obra y aquel día estuvo en mi cabeza mientras esperaba ser entrevistado en la aduana, mientras esperaba mi equipaje junto a la banda número cuatro y mientras esperaba a Paul en el área de llegadas. Cuando Paul apareció lo reconocí gracias a las fotografías que Cecilia me había mostrado.
En Cactus Avenue, Paul comenzó a preguntarme por Cecilia. Más tarde, ya en su casa de Badger Ravine Street y con varias cervezas Kona Longboard encima, confesó su miedo a ser abandonado. Me contó que ella viajó a México justo después de que él fue despedido del hotel y casino Luxor, donde era croupier. Desde hacía casi un mes Cecilia respondía lo mismo: “Quiero estar más tiempo con mi familia.” Comenté que ella jamás dejó entrever ninguna intención de no regresar a Las Vegas. Enfrentando una mirada incisiva aseguré: “Sólo hablamos de hospedaje. Me ofreció quedarme contigo durante sus vacaciones en la Ciudad de México”. Esta frase dio pie a un prolongado silencio que finalmente rompí agregando algo que él ya sabía: “Cecilia y yo somos vecinos desde la infancia”.
El tema era incómodo y preferí cambiar la conversación. No sé por qué mentí diciendo que ya me sabía de pies a cabeza The Strip, Fremont Street y todo lo que generalmente se visita en Las Vegas y alrededores. Entusiasmado Paul respondió: “Ahora conocerás el lado oscuro de la ciudad. Todavía no estoy trabajando y puedo ser tu guía”. Dudé unos segundos, pero terminé admitiendo que sonaba como un plan atractivo para los cinco días siguientes y acepté la oferta.
Al principio fue decepcionante. El supuesto lado oscuro no tenía la sordidez que yo esperaba. Comprar productos mexicanos en El Gordito, tienda ubicada en West Tropicana Avenue, y preparar chilaquiles para desayunar no era precisamente lo que había imaginado. Después todo cobró lógica. Y es que necesariamente algunas cosas aparecen invertidas en una urbe bautizada como “La Ciudad del Pecado” y donde el aeropuerto lleva el nombre de quien inspiró la caracterización de Pat Geary, aquel senador corrupto de la película El Padrino. El lado oscuro de una metrópolis usualmente involucra alcohol, drogas, juego, mafia y prostitución, pero en Las Vegas todo esto se encuentra iluminado por los aparatosos hoteles y casinos. De ahí que Paul identificara como “el lado oscuro” simplemente a los lugares donde transcurría su vida. Y si bien podía recriminarle que me llevara a correr dos horas al Exploration Peak Park, lo cierto es que se tornó sumamente interesante observar las actividades cotidianas de un veguense común y corriente.
Es así que mientras en el hotel Bellagio se presentaba el espectáculo “O” del Cirque du Soleil, yo me encontraba en el estadio Cashman gozando la victoria de los 51 de Las Vegas sobre los Grizzlies de Fresno. (No está de más mencionar aquí dos curiosidades: 1) El nombre del equipo local y su mascota —un extraterrestre— se deben a la cercanía de la ciudad con el Área 51, la famosa base militar; 2) Paul festejaba cada hit con una euforia que yo solamente conocería si la selección mexicana de futbol ganara un mundial.) De igual manera, si antes del viaje había fantaseado con las hamburguesas de BurGR, el restaurante del afamado chef Gordon Ramsay, en la realidad terminé enamorándome de Fukuburger, un food-truck aparcado en una explanada donde los empleados del estudio de tatuajes contiguo organizaban competencias de Go-Karts.
Fue sorpresivo lo rápido que hallé el encanto en esa dinámica. La verdad es que me fascinaba deambular en calles donde el tráfico es prácticamente nulo y los peatones inexistentes, donde los vecindarios y las noches tienen la misma monotonía que la arena del desierto en el que está enclavada la ciudad. Para mí todo estaba rodeado por un aura extrañamente conmovedora, tanto aquella pareja comiendo hamburguesas con tintes de cocina japonesa en Bachi Burger (la mirada de ambos revelaba desconsuelo, como si sospecharan que esa cena sería la última que compartirían después de casi siete años de relación), como los apostadores amateur que especulaban sobre el próximo ganador del Super Bowl en el nada glamouroso casino South Point, e inclusive los profesionales que comían tranquilamente en Musashi Japanese Steakhouse antes de volver a The Strip y a la tensión de las partidas millonarias de blackjack.
El tiempo avanzó con agilidad. En el anochecer previo a nuestra despedida, Paul y yo devoramos un paquete de donas en Winchell’s y entramos al Guitar Center situado en el acogedor centro comercial Town Square. Allí, mientras yo me agasajaba tocando un bajo Rickenbacker, él consultaba los precios de las mandolinas. Al salir del establecimiento dijo que pronto compraría una nueva para Cecilia. “La que actualmente usa fue construida en el siglo XVIII. El instrumento está en mi casa pero desde hace dos semanas ella ansía regresarlo a México pues sus padres han decidido donarlo a un museo.” Tragó saliva y agregó: “De ninguna manera quiere que la envíe por paquetería, prefiere que te la dé a ti para que llegué sana y salva. Espero que eso no te cause muchas molestias.” Respondí que lo haría con gusto. Tembloroso, Paul comenzó a sollozar inmediatamente y reiteró su temor a que Cecilia lo abandonara. “Es la única persona cercana a mí, hace años que no hablo con nadie de mi familia”, susurró.
A la mañana siguiente Paul me dejó en la terminal de autobuses Greyhound. Afuera de ésta nos despedimos con un cálido abrazo. Adentro una mujer con la ropa hecha pedazos dormía en el piso, un hombre vestido de Robin Hood buscaba comida en la basura y otro sin pantalones caminaba con los zapatos volteados de manera que las suelas miraban hacia arriba. Seguramente mi aspecto —con una backpack y un estuche de mandolina— también era de viajero extravagante. Quizá por eso una joven se acercó a mí únicamente para decirme que siempre debo fijarme en los niños, pues en ellos está la verdadera esencia de una comunidad. No estuve de acuerdo pero me entretuvo su forma de hablar, una mezcla de hippie con profeta del antiguo testamento. A continuación de esta brevísima charla abordé un autobús con destino a Los Ángeles. Ahí permanecí dos días antes de regresar a México.
Cuando puse la mandolina en manos de Cecilia, ella ya le había dicho a Paul que jamás regresaría a Las Vegas. En adelante no buscamos ni recibimos más noticias hasta que, casi un año y medio después, Cecilia contestó una llamada proveniente de Sacramento, California. Tartamudeando Paul narró lo sucedido en los meses anteriores: no había conseguido empleo e hipotecó la casa con el fin de saldar sus deudas; perdió todo cuando no logró pagar el préstamo; fue internado en el hospital psiquiátrico Rawson-Neil de Las Vegas tras varias semanas de dormir en la calle; cuatro meses más tarde los médicos le entregaron un boleto de autobús Greyhound con dirección a Sacramento. Recibió instrucciones de dirigirse al hospital psiquiátrico de la capital californiana para continuar su tratamiento. No obstante, al llegar fue informado de que no existía ningún registro que lo identificara como paciente transferido y, por lo tanto, no podía ser aceptado. Entonces marcó el número de Cecilia usando un teléfono público.
Cierta madrugada posterior a esta llamada Cecilia y yo vimos el reportaje “One Way Ticket To Nowhere”, realizado por Dan Rather para la cadena AXS TV. Dicho periodista denuncia la práctica llevada a cabo por el hospital psiquiátrico Rawson-Neil que, a causa del sobrecupo, en 2008 empezó a deshacerse de algunos pacientes subiéndolos en autobuses Greyhound. A todos les prometían que su terapia se reanudaría en otros estados. Esto siempre resultaba falso. El verdadero futuro de aquellos hombres y mujeres era idéntico a lo narrado por Paul. Al final la mayoría se resignaba a vivir otra vez en las calles.
Víctima de traiciones, Paul padeció el verdadero lado oscuro de Las Vegas. No menos sombrío es el hecho de que la estrategia para recuperar la antiquísima mandolina funcionara a la perfección. Cecilia y yo consumamos una jugada maestra. Lo que no presupuestamos son las pesadillas que ahora tengo cada noche que ensaya el Concierto para Mandolina en Do Mayor de Vivaldi. En ellas Paul nos persigue en Sacramento. Cuando nos aseguramos de haber escapado de él también caemos en cuenta de que estamos extraviados en oscuras calles laberínticas de las que nunca salimos. Sudoroso despierto y observo a Cecilia, quien respira agitadamente acostada a mi lado. Procurando tranquilizarla acaricio su mejilla y simultáneamente pienso que no todo lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.