Alma Delia Murillo
14/05/2016 - 12:03 am
La red de la desilusión
Carolita se acercaba a los ochenta años cuando nos conocimos. Yo tendría veinticinco, tal vez veintiséis.
Carolita se acercaba a los ochenta años cuando nos conocimos. Yo tendría veinticinco, tal vez veintiséis.
Qué piel tan suave y cálida, ese fue mi primer pensamiento sobre ella, que apenas conocernos, tomó mi mano para sostenerla entre las suyas con una ternura que me hizo quererla desde ese minuto. No exagero, sentí que la quería. Y esa fue la segunda cosa que pensé: la quiero.
El tercer dato que tuve sobre Carolita fue que sobrevivió a la Guerra Civil Española y a un campo de concentración en Francia, pero eso me lo contaron sus hijos y sus nietos. Porque ella nunca se concentró demasiado en el relato, no le interesaba adornarlo para engrandecerse ni minimizarlo para demostrar que lo había superado. No hacía de esa experiencia la marca de su vida. Sólo escuchaba lo que narraban los demás sobre su propia historia y sonreía, y luego de un rato, como si se cansara de ver la misma película, se levantaba a la cocina y regresaba con un plato repleto de galletas y café para todos.
En su familia todos gritaban, no se trataba de intervenciones agresivas, era sólo que para sostener tres o cuatro conversaciones sobre temas diferentes al mismo tiempo, había que gritar hasta hacerse oír.
Entonces yo la buscaba con la mirada y la encontraba sentada en una esquina, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón como si marcara el ritmo de una marcha inolvidable. Me sonreía y esa era la señal que me invitaba a sentarme junto a ella.
No hablábamos, me extendía la palma de su mano para que yo depositara la mía y nos quedábamos así, en una sutil pero profunda cercanía.
Echarme a la sombra de Carolita y guardar silencio. Extraño eso.
Porque aquello siempre me devolvía la calma, me hacía mirar a los otros y llenarme de ternura, ignorar sus gritos, los míos, entender que defender las ideas tampoco era la empresa más importante de la existencia. Que lo único que todos queríamos era pertenecer.
Estar ahí con ella era un remanso. Sintiendo su piel suave, disfrutando el regusto del café en la boca, raspando con la lengua para despegar la masa de alguna galleta escondida entre los dientes.
Carolita me regalaba con la consistencia de su presencia, nada menos que la posibilidad de salirme de un espejismo.
Ilusión quiere decir espejismo. Desilusionarse implica dejar de proyectar ese espejismo.
Hace meses que el juego de proyecciones digitales de Facebook me desilusiona para empezar, y sobre todo, de mí misma.
Ayer por la tarde di un paseo en esa red en la que tengo amigos, parientes y conocidos. No hubo un muro que no estuviera en batiente pelea contra algo: la que adopta perros contra la que los vende, el que opina que los adolescentes que se escondieron 72 horas de sus padres hicieron bien contra el que opina que no, el que reclama el maltrato a las trabajadoras del hogar contra el que piensa que es una exageración, los que odian el festejo del diez de mayo contra los que subieron la foto de sus madres para festejar, los cristianos contra los herejes, los homosexuales contra los intolerantes, los veganos contra los salvajes carnívoros y viceversa, los que intrigan veladamente contra “gente de esta red social que tiene prácticas vergonzosas pero que aquí se hace pasar por muy incluyente”. Y en todos los casos me vi tomando partido, queriendo opinar, queriendo encontrar algo diferente que decir, respondiendo desde mi irracional pulsión egocéntrica que no ha hecho sino acentuarse con mis intervenciones en esa red. Y volverme más banal y estúpida, más corta de ideas y más larga de prejuicios.
Entonces extrañé a Carolita, deseé con toda mi alma verla ahí, sentadita en el sillón, extendiéndome la mano, invitándome al silencio.
Y es que en Facebook todos recelamos de todos, todos queremos corregirle la plana al otro, todos nos “indignamos” pero actuamos poco, todos somos especiales, todos tenemos un álbum de fotos que chorrea una felicidad feroz y envidiable. Todos lamentamos la muerte de algún ser querido esperando condolencias, frases, emoticones tristes, pésames y abrazos virtuales.
Pero no somos Facebook, no podemos entregarle nuestros cultos a la vida y a la muerte a ese espejismo digital que lejos de darnos pertenencia, nos pulveriza. No podemos entregarle la fuerza de nuestros vínculos y la ira de nuestras batallas. No.
Esta es la cuarta certeza que tengo de Carolita: me enseñó que la guerra de los gritos sólo se gana renunciando a ella.
Así que anoche cancelé mi cuenta por todas esas razones pero, sobre todo, porque quiero recuperar para mí aunque sea una pequeña parcela de silencio.
Twitter: @AlmaDeliaMC
más leídas
más leídas
entrevistas
entrevistas
destacadas
destacadas
sofá
sofá