Lucia escribe de la sordidez hasta con cariño. De forma cálida e íntima, pero nunca autocompasiva, la autora relata su alcoholismo; las charlas con otras mujeres de la limpieza sobre los hurtos a los patrones; cuando acompañó a su prima, de nuevo, a abortar; la plática con su hermana enferma de cáncer,o cuando su esposó la mandó a Ciudad Juárez a comprar crack.
Por Alejandro Carrillo
Ciudad de México, 14 de marzo (LangostaLiteraria).- Leer a Lucia Berlín es como meterte dentro del abrazo de alguien a quien quieres mucho y ahí, caliento, con la oreja pegada a su cuerpo, escuchar con calma la historia de su dolor.
Los cuentos de Lucia abrazan con su intimidad, te acompañan en su dolor, que es, aquí, allá, nombres más, nombres menos, el dolor de todos. Su dolor resplandece, es silencioso, tierno y duro, pero nunca autocompasivo.
Lucia no agrega quejas demás, no lloriquea: proyecta la película y te da la mano para que la veas con ella: una de sus narradoras cruza las calles con temblor de manos esperando a que abra la vinatería para dar un trago a algo fuerte y no morir; una eyaculación en el mar (el dibujo de un relámpago blanco de esperma entre el agua); las manos hermosas del esposo, antes de que la mande a Ciudad Juárez a comprar crack; la plática con la prima antes ir, de nuevo a abortar; las pláticas con su hermana enferma de cáncer después de las quimioterapias; las estampitas de santos que le daban las monjas por ser muy aplicada.
Lucia escribe de la sordidez sin ser sórdida, hasta con cariño. A pesar de que sus cuentos duelen, no te escupen. Uno quiere seguir ahí, con ella, acompañándola en su alcoholismo, limpiado casas y platicando con las otras mujeres de la limpieza sobre lo que les roban a los patrones, abrazando a pequeños jockeys mexicanos con las costillas fracturadas, enamorándose a cada rato, divorciándose a cada rato.
La belleza que salta en los cuentos de Lucia no es la típica; es la belleza de los de abajo, de los alcohólicos, los obreros. Y no es una estética idealizada; no es glorificar lo sórdido: es contemplarlo en su simpleza y verlo brillar, reposado, regodeándose en su propia belleza.
¡Qué chingona Lucia! ¡Ya la quiero! Con ella hasta parece fácil esto de la literatura. Simple: uno vive y luego, uno cuenta, ¿no?
Si fuera tan fácil, ¿imaginan lo magnífico? Al final de la vida cualquiera tendría un libro como este: un tomo gordo que, al terminar de leerlo, nos revelara, a través de cada cuento-recuerdo, un collage de nuestra experiencia en este mundo.