Yo pienso que si yo hubiera conocido este tipo de trabajo allá afuera mis perspectivas de vida hubieran sido otras”
[Utilice las flechas de su teclado para avanzar o retroceder]Yo estoy aquí por privación. Traigo 40 años de cárcel”.
El café claro, casi miel, de los ojos de Cándido, resalta en su piel morena, muy oscura, casi negra. No por nada, ahí, le dicen “El Negro”.
Ahí, en donde lo primero que se pierde es el nombre: en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla.
Ahí, en donde Cándido Alberto Herrera lleva 11 años recluido por “mi necesidad, mi ambición, el abrazo del reflejo social, la impunidad del gobierno”.
Ahí, en donde, paradójicamente, encontró lo que se podría definir como su vocación: el teatro.
«Yo pienso que si yo hubiera conocido este tipo de trabajo allá afuera mis perspectivas de vida hubieran sido otras”.
Cándido está sudando. Feliz. Con los ojos y la piel brillantes. Terminó una función más de Ricardo III en el Teatro Juan Pablo de Tavira del Centro de Readaptación Social Varonil Santa Martha Acatitla (Ceresova). Los aplausos del público (mitad externo, mitad internos con sus familias) le han devuelto lo que perdió hace muchos años, cuando cayó preso: la dignidad.
Cándido es uno de los 17 internos que cada sábado llevan a escena la tragedia de Shakespeare sobre la maldad, el poder y la ambición. “Me reconocí también mi parte mala, como ser humano”, dice.
Igual que este oaxaqueño de 36 años de edad, el resto del elenco lo conforman internos con sentencias largas.
«No trabajamos nosotros con pobrecitos inocentes que están ahí por error. No. Son delitos muy graves y sentencias muy altas. Uno toma decisiones. O sea: ellos decidieron secuestrar, ellos decidieron matar… y ellos decidieron hacer teatro y quedarse en esta compañía”. Dice Luis Sierra, codirector, junto con Itari Marta, de esta sui generis puesta en escena.
¿Quién soy yo? Si no saben quién soy, ¿por qué se suben al vehículo? Claro, porque ni siquiera saben quiénes son ustedes…
Ir a ver Ricardo III implica una serie de renuncias:
1) A disponer libremente del sábado que se eligió para ver la función, pues la cita en el Foro Shakespeare es a las 11:30 de la mañana y el regreso es hasta las 5:15 de la tarde, aproximadamente.
2) A vestirse como a uno le de la gana, pues el reglamento de Santa Martha prohíbe la mezclilla, así como los colores negro, azul y blanco. Por supuesto que quedan fuera de toda discusión gafas, joyería, pelucas, postizos, etcétera.
3) A llamar, mensajear, tuitear o postear en Facebook, pues cualquier aparato de comunicación está, lógicamente, prohibido, y si uno insiste en llevarlo le será recogido a la entrada (con el consiguiente riesgo de no volverlo a ver).
Una vez que uno, genuino amante del teatro, curioso y/o morboso espectador, está decidido a renunciar a todo esto, tiene que llamar al Foro Shakespeare para hacer una reservación. Y con un poco de suerte encontrará todavía un lugar para el siguiente sábado.
Si fue así, el día elegido, antes de las 12, comienza la inmersión en el lado oscuro, cuando uno se sube a un microbús rentado, previo pase de lista de un hombre alto, moreno, hosco, vestido al estilo militar y con gafas piratas, estilo Ray Ban, que recrimina a gritos a quien no dice: “presente”, y muestra su identificación oficial al abordar.
En este momento están en mi poder y van a ser dirigidos a un mundo desconocido, a donde pasé más de 17 años de mi vida…
Una vez iniciado el trayecto desde el Foro Shakespeare, en la colonia Condesa, hasta Santa Martha Acatitla, en Iztapalapa, en la Ciudad de México, que en un sábado común dura cerca de una hora, el anfitrión que pasó lista comienza a crear un ambiente de tensión entre el público. Su discurso es duro, directo, sin compasión. Las gafas de espejo no dejan ver su expresión cuando grita: “Mi nombre es Ricardo III, rey de la existencia y señor de la humanidad. Soy su propio lado oscuro, ¿entendieron? En este momento están en mi poder y van a ser dirigidos a un mundo desconocido, a donde pasé más de 17 años de mi vida, a donde está mi imperio, a donde yo gobierno. Porque ellos están ahí, siempre ciegos, mudos, sordos, con sus caras perfiladas a la tristeza y al dolor. A donde se castiga la pobreza y reina la maldad”.
Cuando el destartalado microbús llega a su destino, el público está ya tan tenso que ni se permite imaginar cómo será el trámite de ingreso a la penitenciaría.
Y a usted, ¿no le dijeron cómo tenía que vestir?
Para traspasar la primera gran reja de Santa Martha, la que separa la prisión de la calle, hay que pasar lista una vez más. Sobra decir que quien no esté en esa lista ni siquiera podrá intentarlo.
En este primer retén dos mujeres amables y sonrientes, y un hombre que trata por todos medios de parecerlo, reciben al público y a la prensa. Le dan a cada quien un gafete gigante (verde para prensa, rojo para público), y les hacen pasar, en fila india, como en la escuela, a una especie de zaguán en donde ya están esperando oficiales de gesto adusto vestidos de negro.
Una vez más se pide al público formarse en fila india. Pero ahora ya no tan amablemente, pues estos hombres y mujeres están acostumbrados al trato brusco, al grito, a la mirada severa.
Al escuchar su nombre, uno debe de pasar sin demora ante la presencia intimidatoria de un oficial que mira alternativamente su rostro y su identificación, varias veces, asegurándose de que uno es ése que dice ser.
Una vez que el oficial decide que sí, que uno es ése que mira impasible desde una foto impersonal y probablemente tomada hace muchos años, hay que descubrirse el brazo derecho para que otro, también vestido de negro pero un poco menos severo, le coloque un sello que a simple vista no se ve nada. (Ahí es donde, si uno es paranoico, empieza a pensar: “No veo nada. ¿Y si los guardias tampoco lo ven y no me dejan salir?, ¿y si me quedo aquí para siempre y nadie sabe quien soy porque ya entregué mi credencial de elector?”)… Pero la paranoia pasa pronto, porque el paso siguiente es meter el brazo en una caja que irradia luz negra, bajo la cual, entonces sí, es posible ver perfectamente el sello. (Menos mal).
Aquí, como en muchos otros aspectos de la vida, tu futuro inmediato es distinto si eres hombre o si eres mujer. Si eres lo primero, otro oficial te revisará ahí mismo, enfrente de todos, cachéandote sin muchas ganas y más bien con un poco de prisa.
Si eres lo segundo, entonces una oficial malencarada y con exceso de peso te pedirá que pases a un cuartito pequeño y cerrará la puerta tras de sí.
Ahí sí que empieza uno a temblar: “¿Por qué cierra la puerta?, ¿qué me va a pasar?”. La celadora, hosca, revisa cada detalle de la vestimenta de la víctima potencial. Ante el mínimo detalle, grita: “Y a usted, ¿no le dijeron como tenía que vestir?”.
Ya el invierno de nuestra desventura se ha transformado en un glorioso estío…
Si uno tuvo la suerte de pasar este retén de ingreso, el que sigue es cualquier cosa: una vez más hacer fila, una vez más escuchar su nombre, una vez más pasar ante la mirada atenta de celadores y celadoras aburridos de su trabajo pero que intentan parecer más duros de lo que son.
Pero el primer contacto con la población carcelaria, aunque breve, es muy intenso. Miradas duras, vacías, expresiones de rencor y de tristeza, muecas de burla y de resignación, rostros jóvenes y ajados, cabellos cortos de casquete militar, fantasmas en distintos tonos de azul… Todos mirando con una mezcla de curiosidad y rabia a los intrusos que irrumpen en su espacio vital precisamente el día de visita.
El paso, sin embargo, es muy rápido. La fila india que forma una vez más el público es dirigida con prisa al teatro. Ahí un pasillo a oscuras, en el que se puede ver apenas una figura grotesca con una corona, es una advertencia de lo que será el tono del espectáculo.
Y en el escenario todo es oscuridad. Sólo una silla blanca al centro y una larga alfombra roja. Un hombre como un perro, con expresión feroz y correas en toda la cara, a la manera de un bozal, ladra y mueve la cola a los pies del primer Ricardo.
A lo largo de la obra, todos representarán al rey. El que traiciona y mata al anterior para convertirse, a su vez, en rey. Cada asesinato es más brutal, cada diálogo es más intenso. Quien conoce el texto original de Shakespeare nota en seguida que esas no son sus palabras. Pero, ¿qué más da? Ahí, en los textos reescritos por los actores-internos está lo que Shakespeare quiso decir: la opresión del poderoso, la ambición por el poder que lleva a cometer las peores traiciones, el asesinato.
Y son estos internos por delitos graves, son estos violadores, secuestradores y asesinos, los que dan vida a Ricardo, violador, asesino, traidor.
De pronto es difícil respirar cuando los presos interpretan una violación. Uno de ellos caracterizado como mujer: con vestido blanco, peluca negra, máscara sin expresión.
De pronto es difícil pasar saliva cuando detrás de ti, entre el público, hay un interno con su mujer y su bebé, que no para de llorar, o al lado izquierdo dos niñas muy bonitas, perfectamente peinadas, acompañando a su papá preso quién sabe por qué ni por cuánto tiempo.
De pronto dan ganas de salir corriendo cuando otro actor, en una improvisada silla de ruedas, sale del escenario repitiendo el famoso monólogo, ese sí escrito por Shakespeare, con el que todos reconocemos a Ricardo III:
“Ya el invierno de nuestra desventura se ha transformado en un glorioso estío…”.
De pronto se apagan las luces, y todo se acabó.
Ahora están ceñidas nuestras frentes con las guirnaldas de la victoria
El regreso es mucho más sencillo. Todo el público se relajó. Hasta los guardias que a la entrada parecían tan serios y hoscos se despiden con un: “Que le vaya bien”. Parece que ellos también formaran parte de la ficción.
En el microbús, el Ricardo III que pasó lista e intimidó todo el camino de ida al público ya se vistió de civil. Término paradójico para describir a quien recién salió de Santa Martha en abril, después de 17 años de prisión.
Es Israel Rodríguez Hernández, el Isra, cuenta Luis Sierra: “trabaja en el Foro, tiene un espectáculo de stand up los viernes; tomó un taller de stand up, está tomando talleres de voz, o sea, sigue con su formación actoral.”
En un tono completamente distinto al que empleaba en su caracterización de Ricardo III, el Isra le dice al público que su donativo voluntario es el pago que reciben los internos por su trabajo actoral.
Al bajar del microbús rentado, en la calle de Zamora, en la colonia Condesa, Israel se despide con una sonrisa de los espectadores, contesta amablemente todas las preguntas que le hacen y señala, como no queriendo la cosa, el buzón en donde se depositan los sobres con los donativos.
Teatro que cambia vidas…
Lo que hoy se llama Compañía de Teatro de la Penitenciaría del Distrito Federal comenzó hace tres años como un proyecto para apoyar a las internas de la prisión femenil en la producción de su montaje de Cats, la comedia musical.
Después de esta primera experiencia, los internos del penal varonil se acercaron a Itari Marta para proponerle que les diera clases de teatro. Lo que originalmente iba a ser un taller de cuatro sesiones se convirtió en un grupo que busca la profesionalización en todos los sentidos. Primero, como una compañía de repertorio que ya tiene dos montajes: Cabaret Pánico, adaptación de la obra de Alejandro Jodorowski, y Ricardo III; y segundo: pagando honorarios a los internos por su trabajo, como en cualquier compañía profesional.
“Ese primer taller empezó con 25 internos, de los cuales 11 hicieron Cabaret Pánico; ahorita hay 17.” Dice Luis Sierra, el director escénico. “Pasar de estar en la calle trabajando como secuestrador a estar sentenciado 40 años y encontrarte con el teatro, y luego darle un grado profesional, ellos hablan de que les cambió la vida”.
Pero para que la vida les cambie de verdad, el teatro debe darles sustento económico suficiente. La prisión es un reflejo del mundo de afuera: “Ellos trabajan, siguen trabajando y tienen que generar dinero; muchos de ellos mantienen a su familia desde allá adentro. Y allá adentro siguen delinquiendo. Siguen extorsionando desde allá, negociando desde allá, o sea, siguen chambeando”.
Fundación Bancomer apoyó la producción de Ricardo III, pero el reglamento de reclusorios del DF no permite que a los internos se les pague un salario como tal. Por eso, el donativo del público es íntegro para ellos.
El Foro Shakespeare, a través de su directora Itari Marta, está buscando la manera de llegar a un acuerdo con la Subsecretaría del sistema Penitenciario del DF para que esto se considere una actividad productiva y se les pueda pagar un salario a los internos. “Si no completamos el círculo entonces no somos coherentes. Si no les pagamos no van a dejar de delinquir.” Concluye Sierra.