«Uno de los libros más humanos, más profundos, más reconfortantes que yo he leído en mucho tiempo». Lorenzo Silva se refiere así a Ordesa, de Manuel Vilas, del que Antonio Muñoz Molina también dice: «Hace falta mucha precisión para contar estas cosas, hace falta el ácido, el cuchillo afilado, el alfiler exacto que pincha el globo de la vanidad. Lo que queda al final es la limpia emoción de la verdad y el desconsuelo de todo lo perdido.»
Ciudad de México, 13 de octubre (SinEmbargo).- Escrito a ratos desde el desgarro, y siempre desde la emoción, este libro es la crónica íntima de la España de las últimas décadas, pero también una narración sobre todo aquello que nos recuerda que somos seres vulnerables, sobre la necesidad de levantarnos y seguir adelante cuando nada parece hacerlo posible, cuando casi todos los lazos que nos unían a los demás han desaparecido o los hemos roto. Y sobrevivimos.
Fragmento de Ordesa, de Manuel Vila, con autorización de Alfaguara
1
Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.
Nunca lo soporté.
Miraba la ciudad de Madrid y la irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo mi cuerpo.
He sido un eccehomo.
No entendí la vida.
Las conversaciones con otros seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas.
Me dolía hablar con los demás: veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y serán. Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.
La caída antes de la caída.
La vanidad de las conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.
Fue entonces cuando volví otra vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones, a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento general de todas las cosas.
Creí que mi cerebro estaba fosilizado, no era capaz de resolver operaciones cerebrales sencillas. Sumaba las matrículas de los coches y esas operaciones matemáticas me sumían en una honda tristeza. Cometía errores a la hora de hablar el español. Tardaba en articular una frase, me quedaba en silencio y mi interlocutor me miraba con pena o desdén y era él quien acababa mi frase.
Tartamudeaba y repetía mil veces la misma oración. Tal vez había belleza en esa disfemia emocional. Le pedí cuentas a mi padre. Pensaba todo el rato en la vida de mi padre. Intentaba encontrar en su vida una explicación de la mía. Me volví un ser aterrorizado y visionario.
Me miraba en el espejo y veía no mi envejecimiento, sino el envejecimiento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el envejecimiento de mi padre. Podía así recordarle perfectamente, solo tenía que mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocida, como en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido.
No había ninguna alegría ni ninguna felicidad en el reencuentro con mi padre en el espejo, sino otra vuelta de tuerca en el dolor, un grado más en el descendimiento, en la hipotermia de dos cadáveres que hablan.
Veo lo que no fue hecho para la visibilidad, veo la muerte en extensión y en fundamentación de la materia, veo la ingravidez global de todas las cosas. Estaba leyendo a Teresa de Ávila, y a esa mujer le ocurrían cosas parecidas a las que me ocurren a mí. Ella las llamaba de una manera, yo de otra.
Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos.
El gran fantasma de lo que somos: una construcción alejada de la naturaleza. El gran fantasma es exitoso: la humanidad está convencida de su existencia. Es allí donde comienzan mis problemas.
Había en el año 2015 una tristeza que caminaba por todo el planeta y entraba en las sociedades humanas como si fuera un virus.
Me hice un escáner cerebral. Visité a un neurólogo. Era un hombre corpulento, calvo, con las uñas cuidadas, con corbata debajo de la bata blanca. Me hizo pruebas. Me dijo que no había nada raro en mi cabeza. Que estaba todo bien.
Y comencé a escribir este libro.
Pensé que el estado de mi alma era un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España llamado Ordesa, un lugar lleno de montañas, y era un recuerdo amarillo, el color amarillo invadía el nombre de Ordesa, y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi padre en un verano de 1969.
Un estado mental que es un lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo.
Todo se volvió amarillo. Que las cosas y los seres humanos se vuelvan amarillos significa que han alcanzado la inconsistencia, o el rencor.
El dolor es amarillo, eso quiero decir.
Escribo estas palabras el 9 de mayo del año 2015. Hace setenta años, Alemania firmaba su rendición incondicional. En un par de días las fotos de Hitler serían sustituidas por las fotos de Stalin.
La Historia es también un cuerpo con remordimientos. Tengo cincuenta y dos años y soy la historia de mí mismo.
Mis dos hijos entran en casa ahora mismo, vienen de jugar al pádel. Hace ya un calor horrible. La insistencia del calor, su venida constante sobre los hombres, sobre el planeta.
Y el crecimiento del calor sobre la humanidad. No es solo el cambio climático, es una especie de recordatorio de la Historia, una especie de venganza de los mitos viejos sobre los mitos nuevos. El cambio climático no es más que una actualización del apocalipsis. Nos gusta el apocalipsis. Lo llevamos en la genética.
El apartamento en el que vivo está sucio, lleno de polvo. He intentado limpiarlo varias veces, pero es imposible. Nunca he sabido limpiar y no porque no haya puesto interés. A lo mejor hay en mí algún residuo genético que me emparienta con la aristocracia. Esto me parece bastante improbable.
Vivo en la avenida de Ranillas, en una ciudad del norte de España cuyo nombre no recuerdo ahora mismo: solo hay polvo, calor y hormigas aquí. Hace un tiempo tuve una plaga de hormigas y las maté con el aspirador: cientos de hormigas aspiradas, me sentí un genocida legítimo. Miro la sartén que está en la cocina. La grasa pegada a la sartén. Tengo que fregarla. No sé qué les daré de comer a mis hijos. La banalidad de la comida. Desde la ventana se ve un templo católico, recibiendo impertérrito la luz del sol, su fuego ateo. El fuego del sol que Dios envía directamente sobre la tierra como si fuese una bola negra, sucia, miserable, como si fuese podredumbre, basura. ¿No veis la basura del sol?
No hay gente en las calles. Donde yo vivo no hay calles, sino aceras vacías, llenas de tierra y saltamontes muertos. La gente se fue de vacaciones. Disfrutan en las playas del agua del mar. Los saltamontes muertos también fundaron familias y tuvieron días de fiesta, días de Navidad y celebraciones de cumpleaños. Todos somos pobre gente, metidos en el túnel de la existencia. La existencia es una categoría moral. Existir nos obliga a hacer, a hacer cosas, lo que sea.
Si de algo me he dado cuenta en la vida es de que todos los hombres y las mujeres somos una sola existencia. Esa sola existencia algún día tendrá una representación política, y ese día daremos un paso adelante. Yo no lo veré. Hay tantas cosas que no veré y que estoy viendo ahora mismo.
Siempre vi cosas.
Siempre me hablaron los muertos.
Vi tantas cosas que el futuro acabó hablando conmigo como si fuésemos vecinos o incluso amigos.
Estoy hablando de esos seres, de los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor.
Nadie sabe qué es el amor.
2
Después de mi divorcio (ocurrido hace un año, aunque nunca se sabe muy bien el tiempo, porque no es una fecha, sino un proceso, aunque oficialmente sea una fecha; a efectos judiciales tal vez sea un día concreto; en cualquier caso, habría que tener en cuenta muchas fechas significativas: la primera vez que lo piensas, la segunda vez, el amontonamiento de las veces, la próspera adquisición de hechos llenos de desavenencias y discusiones y tristezas que van apuntalando lo pensado, y por fin la marcha de tu casa, y la marcha es tal vez la que precipita la cascada de acontecimientos que acaban en un taxativo acontecimiento judicial, que parece el fin desde el punto de vista legal; pues es el punto de vista legal casi una brújula en el despeñadero, una ciencia, en tanto en cuanto necesitamos una ciencia que dé racionalidad, un principio de certeza) me convertí en el hombre que ya había sido muchos años atrás, es decir, tuve que comprar una fregona y un cepillo, y productos de limpieza, muchos productos de limpieza.
El conserje del bloque de apartamentos estaba en la puerta. Hemos hablado un poco. Algo relacionado con un partido de fútbol. Yo también pienso en la vida de la gente. El conserje es de raza oriental, aunque su nacionalidad es ecuatoriana. Lleva mucho tiempo en España, no se acuerda de Ecuador. Yo sé que, en el fondo, envidia mi apartamento. Por muy mal que te vaya en la vida, siempre hay alguien que te envidia. Es una especie de sarcasmo cósmico.
Mi hijo me ha ayudado a limpiar la casa. Había un montón de correspondencia amontonada, llena de polvo. Cogías un sobre y notabas esa sensación mugrienta que deja el polvo, casi a punto de ser tierra, sobre las yemas de tus dedos.
Había desvaídas cartas de amor antiguo, inocentes y tiernas cartas de juventud, las cartas de la madre de mi hijo y de quien fue mi mujer. Le he dicho a mi hijo que pusiera eso en el cajón de recuerdos. Hemos puesto allí también fotos de mi padre y una cartera de mi madre. Una especie de cementerio de la memoria. No he querido, o no he podido, detener la mirada ante esos objetos. Los he tocado con amor, y con dolor.
No sabes qué hacer con todas estas cosas, ¿verdad?, me ha dicho mi hijo.
Hay más cosas aún; están las facturas y los papeles que parecen ser importantes, como los seguros, y las cartas del banco, le he dicho.
Los bancos te arrasan el buzón con cartas deprimentes. Un montón de extractos bancarios. Me ponen nervioso las cartas del banco. Vienen a decirte lo que eres. Te impelen a la reflexión de tu nulo sentido en el mundo.
Me he puesto a mirar extractos bancarios.
¿Por qué te gusta tener la refrigeración tan alta?, me ha preguntado.
Tengo pánico al calor, mi padre también lo tenía. ¿Te acuerdas de tu abuelo?
Esa es una pregunta incómoda, porque mi hijo piensa que con esta clase de preguntas busco algún tipo de ventaja, algún tipo de tratamiento benévolo por su parte.
Mi hijo tiene capacidad de resolución y de trabajo. Ha sido exhaustivo ayudándome en la limpieza de mi apartamento.
De repente, mi apartamento me ha parecido que no valía el dinero que estoy pagando por él. Imagino que esa certidumbre es la prueba de madurez más obvia de una inteligencia humana bajo el peso del capitalismo. Pero gracias al capitalismo tengo casa.
He pensado, como siempre, en la ruina económica. La vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica. Da igual a qué se dedique, ese es el gran fracaso. Si no sabes alimentar a tus hijos, no tienes ninguna razón para existir en sociedad.
Nadie sabe si se puede vivir si no es socialmente. La estimación de los demás acaba siendo la única cédula de tu existencia. La estimación es una moral, conforma los valores y el juicio que existe sobre ti, y de ese juicio se desprende tu posición en el mundo. Es una lucha entre el cuerpo, tu cuerpo, donde reside la vida, y el valor de tu cuerpo para los demás. Si la gente te codicia, si codicia tu presencia, te irá bien.
Sin embargo, la muerte —esa loca sociópata— iguala todas las estimaciones sociales y morales con la corrupción de la carne, que sigue estando en activo. Se habla mucho de la corrupción política y de la corrupción moral, y muy poco de la corrupción de un cuerpo a manos de la muerte: de la inflamación, de la explosión de gases nauseabundos y de la conversión del cadáver en hediondez.
Mi padre hablaba muy poco de su madre. Solo recordaba lo bien que cocinaba. Mi abuela se marchó de Barbastro a finales de los años sesenta y ya no volvió más. Se iría allá por 1969. Se fue con su hija.
Barbastro es el pueblo en el que yo nací y en donde me crie. Cuando nací tenía diez mil habitantes. Ahora tiene diecisiete mil. Conforme pasa el tiempo, ese pueblo tiene ya la fuerza de un destino cósmico, y a la vez privado.
A ese deseo de convertir lo informe en un personaje con forma los antiguos lo llamaron «alegoría». Porque para casi todos los seres humanos el pasado tiene la concreción de un personaje de novela.
Recuerdo una foto de los años cincuenta de mi padre, en donde sale dentro de su Seat 600. Casi no se le distingue, pero es él. Es una foto extraña, muy de aquella época, con calles como recién aparecidas. Al fondo hay un Renault Ondine y un corro de mujeres; mujeres de espaldas, con sus bolsos, mujeres que ahora estarán ya muertas o serán ancianas. Distingo la cabeza de mi padre dentro del Seat 600 con matrícula de Barcelona. Nunca aludió a ese hecho, al hecho de que su primer Seat 600 llevara matrícula de Barcelona. No parece ni verano ni invierno. Puede ser finales de septiembre o finales de mayo, eso calculo por la ropa de las mujeres.
Manuel Vilas (Barbastro, 1962) es poeta y narrador. Entre sus libros de poesía destacan El cielo(2000), Resurrección (2005; XV Premio Jaime Gil de Biedma), Calor (2008; VI Premio Fray Luis de León), Gran Vilas (2012; XXXIII Premio Ciudad de Melilla) y El hundimiento (2015; XVII Premio Internacional de Poesía Generación del 27). Su poesía reunida se publicó en 2010 con el título de Amor y su Poesía completa en 2016. Es autor de las novelas España (2008; Punto de Lectura, 2012), que fue elegida por la revista Quimera como una de las diez novelas más importantes en español de la primera década del siglo XXI, Aire Nuestro (Alfaguara, 2009; Premio Cálamo), Los inmortales (Alfaguara, 2012) y El luminoso regalo (Alfaguara, 2013). También ha escrito libros de relatos como Zeta (2014) y Setecientos millones de rinocerontes (Alfaguara, 2015).