Alma Delia Murillo
13/09/2014 - 12:01 am
Nunca cambies
Me puse a limpiar el cajón de los tiliches porque soy una procrastinadora profesional. Comprimo el tiempo que debo destinar para ponerme a hacer lo que tengo que hacer hasta encañonarme bajo la amenaza del contrarreloj, así soy. Primero doy vueltas alrededor de mis dudas, sobre todo cuando las dudas son vitales. Entonces salgo a […]
Me puse a limpiar el cajón de los tiliches porque soy una procrastinadora profesional.
Comprimo el tiempo que debo destinar para ponerme a hacer lo que tengo que hacer hasta encañonarme bajo la amenaza del contrarreloj, así soy. Primero doy vueltas alrededor de mis dudas, sobre todo cuando las dudas son vitales.
Entonces salgo a correr, hago llamadas, contesto correos importantes o insulsos; navego como la más idiota de las idiotas en las redes sociales. Voy a la cocina una y otra vez para servirme un café o para abrir la puerta del refrigerador aunque no coma nada.
Mis dudas no hacen más que germinar hasta que les brotan florecitas feas y silvestres con cara de signo de interrogación. Y con espinas en el tallo porque necesitan tener alguna posibilidad de defensa en su hábitat agreste, que soy yo.
Y es que son dudas importantes, no es cualquier cosa renunciar a las certezas, al camino conocido, salirse del estándar; empeñarse en dominar a la culpa hasta que aprenda a saludar, a respetar mi plato de comida, a quedarse callada cuando sus ladridos son sólo por berrinche, hasta que aprenda quién manda aquí.
Luego de hacer todo eso, incluyendo lo de arreglar los estantes, por fin me dispongo a escribir.
Pero algo me distrae, en el cajón mágico –que ya no de los tiliches- un cuaderno forrado con papel lustre color violeta me guiña el ojo.
Uf. Qué viaje.
Es un cuaderno del año 1993, cuando salí de la secundaria.
Un cuaderno de hace veintiún años.
Lo abro, me encuentro con las notas que escribieron mis compañeros de generación el último día del ciclo escolar.
Cómo golpea el tiempo cuando se presenta así, es como una ráfaga de viento pero no fresco sino caliente, quemante, de un viento casi sólido que nos empuja a voluntad.
Uno a uno de los textos se van deshojando frente a mí.
Uno a uno me proyectan como en tercera dimensión los rostros de mis compañeros de clase; sus caritas de cachorros, de adolescentes asombrados, de seres humanos inacabados, atenazados por el miedo al futuro.
Éramos alrededor de veinticinco alumnos por grupo en aquel entonces.
Veinticinco incertidumbres. Veinticinco futuros desconocidos, veinticinco ambiciones discretas o grandilocuentes, veinticinco signos de interrogación como mis florecitas rústicas.
Y todos los escritos, antes o después, con errores ortográficos o sin ellos, apuntan hacia la misma petición: nunca cambies.
Lo siento. Sí cambié, y mucho. Sí he cambiado y seguiré haciéndolo.
Intenté más de una carrera universitaria. Hoy no ejerzo ninguna. Intenté ser actriz, lo dejé.
Intenté el crecimiento ejecutivo en el mundo empresarial.
Intenté un casi matrimonio.
Intenté la yoga, montones de dietas, intenté convertirme en bailarina de flamenco, intenté vivir en el norte y el sur, intenté fumar y dejar de fumar. Intenté vivir en la selva. Intenté ser mejor persona y me rendí ante el despropósito.
Intenté el amor, lo sigo intentando.
No intenté ser madre, no todavía.
Intento escribir, lo seguiré intentando.
Me creció el pelo y me lo corté, ad náuseam. Lo pinté de azul y de rojo. Me puse extensiones, me las quité. Me salieron tres canas que parecen de plástico y se ven feas, tiesas, indomables. No intentaré teñirlas.
Y con cada uno de esos cambios vinieron las pérdidas. Pero también las ganancias.
He perdido amigos, parejas, coordenadas de identidad en las que ya no me definía, he perdido dinero y peso, también lo he ganado. He perdido la calma, la he recuperado. Han llegado nuevos amigos, nuevos amores, nuevos mapas para trazar la identidad.
Aquel ‘nunca cambies’ que yo también escribí en los cuadernos de ellos entrañaba el terror que nos dictaba un mandamiento espeluznante: no te transformes, no crezcas. Congélate.
Y a pesar de tanto camino andado y desandado todavía soy una adolescente de secundaria, aún hoy pretendo que durante los cambios de ciclo aquellos a los que amo se muevan junto conmigo y se mantengan no sólo cerquita de mí sino contenidos en el mismo encuadre de pertenencia por identificación. Pues no, ni cómo.
Es que duele desprenderse del muégano, duele por la soledad inmediata que se hace presente. Y porque un cuadrito de harina inflada recubierto de caramelo es mucho menos seductor que el muégano completo.
Cuando los demás se casan y tú no, cuando los demás tienen hijos y tú no, cuando los demás permanecen con su pareja de años y tú no, cuando los demás se interesan en cosas en las que tú no, la brecha se presenta y crece inevitablemente.
Esa expresión que a veces emitimos, no sin cierto resentimiento sutil, dice infinitamente más de lo que dice. “X ha cambiado mucho”.
Probablemente cuando señalamos al que ha cambiado, apuntamos hacia nuestra quietud, señalamos nuestra resistencia a desbaratar el molde de un yo anquilosado que se ha ido quedando chato y rígido.
Guardo el cuaderno violeta y siento una enorme nostalgia pero al mismo tiempo una profunda gratitud.
Ahora sí, me pongo a escribir.
Y deseo que el cambio nos acompañe siempre para que nuestro último día de vida, nos encuentre realmente vivos.
@AlmaDeliaMC
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