En este retrato que integra su libro Ogros ejemplares, el escritor, docente y periodista venezolano Daniel Centeno Maldonado cuenta la historia de un artista extraordinario de la música latinoamericana. Un ser que al igual que Freddie Mercury, el líder de Queen, fue un niño rico, amanerado, provocador y víctima del sida.
Ciudad de México 13 de agosto (SinEmbargo).- ¿Es necesaria toda una buena infraestructura para crear a un mártir? La pregunta puede parecer tramposa. Pero hay casos históricos en los que la respuesta viene acompañada de un sí rotundísimo.
Por ejemplo, Cazuza (nombre artístico de Agenor de Miranda Araújo Neto, 1958-1990).
¿Quién sabe de Cazuza fuera de su país? ¿Quién, que no sea un melómano o recolector de ogros, puede rendir cuenta acerca de su existencia?
Está bien, admitámoslo, esto arrancó con muchas preguntas. Pero todas se intentarán responder a continuación.
Volvamos al inicio. O mejor no. Hablemos de un caso que viene muy a cuento: el de Freddie Mercury. Todo el mundo lo recuerda. Su muerte fue conmoción mundial y el concierto homenaje de 1992 bien puede catalogarse como el evento musical más importante de los 90. Todo el mundo lloró su deceso ese día y coreó cada una de las canciones que hizo con Queen. Nadie, ajeno al jet set del pop y rock, se perdió esa oportunidad de entonar en pleno Wembley las gloriosas estrofas de “We will rock you”,” Another one bites the dust” o “Bohemian Rhapsody”.
¿Pero alguien cantó dos años antes “Todo Amor Que Houver Nessa Vida”, “Bilhetinho azul” o “Down em mim” en un macroconcierto temático?
La respuesta, aunque sea negativa, no deja de abrazar muchas singularidades. Cazuza, al igual que Mercury, fue un niño rico, amanerado, provocador y víctima del sida. Los dos armaron un grupo, fueron compositores y conocieron el desenfado del rock. Quizás el silencio en el recuerdo de uno y la bulla en el del otro tengan que ver con los países en donde se desarrollaron, los idiomas que adoptaron y los grados de transgresión que cada uno aplicó a su propia biografía.
El marcador imposible se hace obligatorio en esta semblanza: Inglaterra 1 – Brasil 0
Agenor de Miranda Araújo Neto respondió desde pequeño bajo el alias de Cazuza. Nació, ya se dijo, en el seno de una buena familia de Río de Janeiro, el 4 de abril de 1958. Su madre fue Lucinha da Silva, una costurera de Vasouras y ama de casa entregada y su papá respondió al nombre de Joao de Miranda Araujo.
Hasta cierto punto, el patriarca tuvo algo de responsabilidad en los derroteros que seguiría su hijo único. Pero eso se verá más adelante. De momento, no está de más decir que el hombre de la casa llevaba el pan a su familia gracias a su trabajo como empresario de la discográfica Odeón.
Los biógrafos sostienen que Cazuza nunca hizo caso. Cuando chico jamás se portó como un niño prodigio. Lo echaban de los colegios con pasmosa regularidad. Primero por sus calificaciones, luego por mala conducta y después por sus continuos escarceos con las drogas.
Sólo tuvo dos pasatiempos creativos en todo ese tramo de su vida que, viniendo de quien venían, no era de extrañar que pusieran nerviosos a sus padres: construir ciudades con los fósforos con los que prendía los porros de marihuana y escribir historias telenovelescas usando como protagonistas a sus propios familiares. ¿Y la música? No lo sorprendía para nada. ¡Si era lo usual en esa casa del hombre de Odeón! Y no sólo porque el tocadiscos estuviera rebosante de vinilos y casetes, sino porque no era infrecuente toparse en la sala de su hogar con los amigos de su padre: Caetano Veloso, Gilberto Gil, Gal Costa o Elis Regina.
¿ASÍ QUIÉN CONSTRUYE MITOS?
La verdad hay que enfrentarla: Cazuza era un tonto niño rico y, como tal, podía permitirse caprichos que en otras familias parecían premios. Vivió en varias casas lujosas, no parecía servir para algo y quizás sus padres pensaban que era medio cortito de coco.
Tenían razones para creerlo: en 1978 se fue de la universidad sin haber terminado la carrera de periodismo, gastó un dineral en un paseo europeo que no cumplió ninguna función y en Estados Unidos se anotó en un curso de fotografía y artes plásticas en la Universidad de Berkeley que tampoco culminó.
Su regreso a Brasil distó de ser triunfal: trabajó con su padre en Som Livre y RGE como fotógrafo a destajo. Al poco tiempo se independizó al alquilar un apartamento en Ipanema, que tuvo que dejar a golpe y porrazo por las denuncias que le llovieron por tráfico de cocaína.
Su jefe, temiendo lo peor en la discográfica, optó por lo más salomónico: echarlo a patadas del trabajo. Un hijo así no podía ser otra cosa que una carga individual.
Pero cada vida tiene su momento de la verdad. En los casos más legendarios hay nigromantes, bolas de cristal y oráculos. El de Cazuza no podía ser el de menos. Sabiéndose sin rumbo le pidió un trozo del futuro a un vidente, el astrólogo Bola. Éste se transportó y lanzó su profecía, previo pago: “Pronto habrá una transformación y tu lado más oculto va a brotar de forma casi inconsciente”.
Cazuza lo vio todo a su manera y se matriculó en las clases de teatro del actor Perfeito Fortuna. Para graduarse tuvo que formar parte en una parodia de La novicia rebelde. Allí sucedió el milagro: al ogro le tocó cerrar la obra con una canción. Así que entonó “Odara”, de Caetano Veloso y dejó a la gente sin aliento y con lágrimas en los ojos.
Aquí es cuando cabe decir que Jason se dio cuenta de que no era un héroe mortal, sino Zeus mismo y que todos los nombres que lo acompañaron constituyeron pistas para armar su propio mito: odeón, la perfecta fortuna y ahora el barón rojo.
Esto último pasó en 1981. Cazuza respondió a un anuncio para formar parte de un grupo necesitado de cantante. La banda era toda arterias pero sin sangre. Y eso fue, precisamente, Cazuza para Barão Vermelho. Su primer concierto oficial no lo desmiente: delante de un escaso público en una cancha de Barra de Tijuca, el vocalista interpretó casi todo el repertorio con la bragueta abierta y los dedos enredados en su zona genital. Al término de su espectáculo confió haber tenido una erección en cuanto puso los pies en el escenario.
Poco a poco, Barão Vermelho se impuso. Para cuando sacaron su primer disco, en 1982, parecían ser toda una autoridad en la música brasileña. Ya conocían todos los escenarios posibles y Caetano confesó haber llorado cuando escuchó “Bilhetinho azul”. Por eso no tardó en considerar a ese joven como “el mejor poeta de la nueva generación”.
Los otros dioses comenzaron a cantar composiciones de Cazuza, iban a sus conciertos y éste último nunca se cortó el pico para decir verdades dentro y fuera de escena: “Yo no soy ni una cosa ni otra, porque nada es definitivo en la vida. Ustedes pueden decir que yo soy bisexual. Es verdad. Un día me puede gustar un hombre como otro día una mujer. Cojo con todos, sin nostalgias de un romance”.
A partir de acá se podría armar un libro con las citas de Cazuza:
“Lo que más placer me da además de la música es el beso en la boca. En el beso comienza todo. En la boca comienza la relación: es la primera vez que se entra en una persona. Para mí es algo esencial”.
“Ser marginal fue una decisión poética, fue el único camino que tuve”.
“Me parece que el aburrimiento es el sentimiento más moderno que existe, el que define nuestro tiempo”.
“El cielo puede ser muy aburrido y el infierno una cosa divertida. Además, las imágenes que tenemos del infierno son siempre aquellas donde colocamos al demonio, a las personas cogiendo y comiéndose. O sea que, si no entendí mal, el infierno es un baile de carnaval en el Monte Líbano”.
“Yo le pagué al analista para nunca más saber quién soy”.
Con sólo tres discos, Cazuza le dio una hagiografía gloriosa a Barão Vermelho: hubo persecuciones, censuras, detenciones, libertad condicional, peleas entre ellos, enfermedades, abusos y hasta momentos míticos. El más citado fue en 1985. El personaje corrió todo el escenario del primer Rock en Río y, envuelto en una inmensa bandera de Brasil, le comunicó al público que Tancredo Neves era el nuevo presidente electo del país. Al terminar el show gritó: “Que el día nazca lindo para todo el mundo, un Brasil nuevo”.
Con la inevitable separación de Barão Vermelho, Cazuza pudo caminar aún más a sus anchas en su faceta solista. Exagerado fue otro gran disco con canciones prohibidas en las emisoras radiales. Al ogro eso poco le importaba. Él estaba consciente de haber ideado su carrera de esa forma.
Sin embargo, las fiebres y gripes, que reducía a fuerza de aspirinas, antibióticos y vodka, se hacían cada vez más fuertes e incontrolables.
rara enfermedad estaba dando cuenta de la humanidad en la década de los 80 y eso lo sabía cualquiera. Cazuza ató cabos con su vida promiscua y los síntomas que padecía, fue al Boston Medical Center de Estados Unidos y allí le suministraron una droga experimental (AZT) para tratar el HIV diagnosticado.
Javier Piedra, en su artículo “Rock in Rio”, asegura que en este punto el personaje tomó a la muerte como punto de partida. Compuso sin tregua. Le envió canciones a todo el parnaso brasileño y hasta grabó su mejor disco: Ideología. Todo acá fue crítica y revisión: “Mis héroes murieron de sobredosis. / Mis enemigos están en el poder. / Ideología. Yo quiero una para vivir. / Mi placer ahora es riesgo de vida”.
En adelante su vida dio pie para una biopic de esas que tantos premios Oscar consiguen en Hollywood: un Cazuza cadavérico ofreció conciertos en los que se agenciaron enfermeras, tubos de oxígeno y ambulancias “por no dejar”; cantó vestido de blanco con un turbante palestino para que no vieran los estragos producidos por el sarcoma de Kaposi; se le prohibió bailar debido a su pésimo estado; se desmayó abrasado por la fiebre al cerrarse el telón; discutió con el público y sufrió varios abscesos de locura.
En uno de los recitales del álbum O Tempo Não Pára de 1988 Cazuza estaba tan desilusionado con su país que, después del asesinato del activista Chico Mendes, hizo lo impensable: con las pocas fuerzas de las que disponía tomó una bandera de Brasil lanzada desde la platea y la escupió en dos ocasiones.
La polémica nacional estalló en sus manos y fue la causa que lo mató de veras. Él quizás estaba consciente de eso y, antes de cagarse de miedo, escribió sin que le temblara el pulso: “Realmente escupí la bandera dos veces y no me arrepiento. Sabía muy bien lo que hacía. Entiendo que la bandera brasileña es la que simboliza nuestra historia. Pues muy bien, yo escupo en esa historia triste y patética”.
Los diarios lo hicieron un enemigo público. Cazuza subió sus dosis de AZT, vodka y drogas para resistirlos. Internado en una clínica se creía un príncipe árabe o una negra bahiana. Se lavaba las manos mil veces al día, víctima de un trastorno obsesivo compulsivo, y gastó rollos y rollos fotográficos para inmortalizar los pelos y otras cosas que iba perdiendo cuando su humanidad rozaba los 40 kilos de peso. A veces, se escapaba del sitio y siempre lo encontraban, tristísimo, sentado en una plaza llena de locos y escoria social.
Los periodistas siguieron atacándolo por todos los flancos. En una entrevista con el diario Folha de Sao Pablo el artista perdió los nervios, cuando lo forzaron a reconocer su enfermedad: “¿Tienen el coraje de beber de mi vaso? Escriban que tengo esa cosa maldita. ¿Acaso no es lo que todos ustedes querían saber? Pongan que tengo sida y no aguanto más… Estoy con una salud óptima. De verdad. Es como si recién descubriera que soy portador del virus. Yo no voy a parar de beber por el sida. Bebo, fumo y hago lo que quiero. No voy a desaprovechar ni un segundo de mi vida. Además, el AZT con vino es una delicia.”
La declaración le costó la visa a Estados Unidos y hasta ese día gozó del tratamiento experimental del primer mundo. Bien jodido Cazuza vio cómo su disco O Tempo Não Pára agotaba copias y volvió al estudio antes de que fuera demasiado tarde. Hecho un guiñapo, con problemas cardiorrespiratorios y brotes demenciales, el hombre llegaba al sitio en silla de ruedas.
Cuentan que grabó sus voces acostado en un sofá, en jornadas de 12 horas sin tregua y con una fiebre que no bajó de 39 grados. Delirante y casi esqueleto, Cazuza metió 20 canciones en su último disco en vida: Burguesía.
Los periódicos le dieron con todo otra vez. Criticaron ese álbum que retrató su furia, aliento y agonía. Nadie pareció reparar en la hermosa tragedia contenida en estos versos: “Vida loca, vida breve, / ya que no te puedo llevar, / quiero que me lleves a mí. / Vida loca vida, vida inmensa. / Nadie va a perdonarnos, nuestro crimen no compensa”; o “Señores dioses, protéjanme de tanta magia. / Estoy pronto a ir a su encuentro. / No quiero, no voy, no quiero. / No quiero, no voy, no quiero”.
La última estacada vendría, cómo no iba a ser, del cuarto poder. Cazuza aceptó ofrecer una entrevista al semanario Veja sólo si se la hacía la periodista Angela Abreu, buena amiga de su familia. Se cumplieron todas las condiciones impuestas y el ogro salió confiado de su cueva. La portada que apareció al otro día, el 26 de abril de 1989, fue uno de los episodios más atroces de la historia del periodismo: una foto de él hecho huesos, digna de una campaña de Benetton, su nombre bien grande y abajo una leyenda digna del sensacionalismo de manual: “Una víctima del sida agoniza en plaza pública”. Abreu dijo haber sido engañada por el medio y renunció. Luego se sumó a una protesta en contra de los directivos editoriales junto a Gal Costa, Chico Buarque, Caetano Veloso, Tim Maia, María Bethania y otros artistas.
Pero ya era tarde. Todo Cazuza se desplomó. El reportaje fue trastocado para fulminarlo en cada una de sus nueve páginas. El poeta lloró a mares para paliar su humillación. Ya no le importó el estado de sus defensas y le dio todo terreno posible al sida.
Su final fue fantasmagórico: en cama, nebulizado, con problemas para orinar y casi sin pulso. Dicen que en esa época se negaba a ser tratado, se consumía en rencor y, desde su ventana, veía con rabia al Cristo del cerro de Corcovado.
Pese (o gracias) a todo, en ese tiempo nunca dejó de cincelar genialidades: “El amor es el ridículo de la vida, nosotros buscamos en él una pureza imposible, que se está yendo. La vida vino y me llevó con ella. Suerte es abandonarse y aceptar esa vaga idea de paraíso que nos persigue… bonita y breve… como mariposas que sólo viven 24 horas. Morir no duele. Una vez Jesús me llamó y yo no fui. Le dije que era temprano y que él podía esperar”.
El 7 de julio de 1990, con 32 años y 38 kilos de peso, Cazuza decidió aceptar la invitación de Cristo. Moría el tonto niño rico, el barón rojo, el mejor poeta de su generación, el último burgués, el tipo que manchó de saliva esa bandera, que dice Ordem e Progresso encima de un círculo azul que representa el cielo de Río de Janeiro. No hubo arrepentimientos ni homenaje ni estadios de Wembley ni discos en su honor ni himnos ni banderas a media asta ni cinco minutos de silencio.
¿Quién es Daniel Centeno Maldonado? Es maestro y doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Fue director editorial del sello Alfaguara en Venezuela. Ha publicado los libros de ensayos Postmodernidad en el cine (Premio Carlos Eduardo Frías-1999) y Periodismo a ras del boom. También es autor del volumen de entrevistas, crónicas y perfiles a escritores, músicos y cineastas internacionales, Retratos hablados (Debate-2010) y Ogros ejemplares, de donde se ha extraído el perfil de Cazuza. Su trabajo periodístico, crítico y de creación literaria se puede leer en publicaciones como ABC, El Universal, Feriado, Letra Internacional, Armas y Letras, FronteraD, La Palabra y el Hombre, Arcadia y Rolling Stone Latinonamérica. Fue finalista del XV Premio Internacional de Relato Breve Julio Cortázar y de la XXX edición del Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo. Tiene un MFA de la Universidad de Texas en El Paso, donde fue editor en jefe de la revista literaria Río Grande Review. Es director y fundador de la revista literaria Coroto.