Y luego estaba empujando la puerta de Harry’s Bar, y estaba dentro,
y había logrado llegar una vez más, y estaba en casa.
—Ernest Hemingway, Al otro lado del río y entre los árboles
Acabo de leer por primera vez la frase que constituye el epígrafe de este texto: Al otro lado del río y entre los árboles, obra reputadamente menor en el canon hemingwayano, es una de sus novelas que no he leído, salvo –hasta hoy y para efectos de este texto– por un capítulo. (Pienso poner remedio a ello no bien despache la entrega de esta semana, y no por afán de completud sino porque las páginas que he leído me han gustado, y mucho.) Y, sin embargo, cuando me topé con la frase en el libro, la reconocí automáticamente como mía, aun si de otro, aun si ignota o inconsciente hasta hoy. Cierto: sólo he ido a Venecia tres veces en toda mi existencia, y nunca por un periodo de más de dos días, por lo que no he empujado esa puerta –más bien discreta, modesta, de madera sencilla con vidrio esmerilado– más de un puñado de veces. Pero lo cierto es que Harry’s Bar es mi casa, o cuando menos mi casa veneciana.
Debo haber tenido unos cinco años en mi primera visita, en un viaje familiar con mi madre, mi abuela, mis tíos y mis primos, del que el fin de semana agotado en Venecia no constituye sino una memoria borrosa. Recuerdo la impresión que me causara el esplendor entonces ya decadente –lo es todavía, y eso lo hace aún más hermoso– del Danieli, donde nos alojamos. Recuerdo la lluvia perniciosísima, y el gripón que me cargaba, y la negativa de mi madre a que saliera yo a la calle, dado que, hasta que me extrajeron las amígdalas a los ocho, fui en extremo sensible a las enfermedades bronquiales. (Ahora que lo pienso, quizás sea por eso que recuerde tanto aquel hotel: fue casi lo único que pude ver en Venecia.) Y recuerdo, conmovido, el empecinamiento de mi abuela en ponerme mi abriguito gris (con gorro), y en desafiar al fantasma de la neumonía para sacarme a alimentar las palomas de la Piazza San Marco, porque qué-tal-que-este-niño-no-vuelve-a-venir-nunca-a-venecia-siquiera-que-le-quede-este-recuerdo. Se lo agradezco. Como agradezco también a mi madre que propusiera –“Ya que te empeñaste a arriesgar la vida del Niño, mamá…”– que, aprovechando el breve paseo, fuéramos a comer a Harry’s Bar. Ignoro que haya comido ese día: no fue importante. Lo que no olvidaré nunca es la impresión que me causó el lugar, a un tiempo lujoso y modesto, pletórico de solera y entrañable, alegra y discreto, acaso el primer avatar de la verdadera elegancia con que se enfrentara este integrante de la tercera generación de una familia de nuevos ricos venidos a menos. (El voyage en Italie y el alojamiento en el Danieli eran locuras: nuestra casa estaba hipotecada y mi madre trabajaba como una bestia; nunca terminaré de agradecer su mal ejemplo.)
No volví sino treinta años después. Había recibido la que acaso sea la mejor asignación profesional que me haya sido confiada jamás, reseñar un viaje en crucero –un Crystal– entre Venecia y Estambul, y podía invitar a mi mujer. Buen alumno de las lecciones de mi familia, propuse a Eunice pasar un par de días de vacaciones, que no podíamos costearnos bien a bien, en nuestro punto de partida (otro qué-tal-que-no-volvemos-a-venir-nunca-a-venecia-siquiera-que-nos-quede-este-recuerdo, sólo que proferido con mi mejor impostura de Charles Aznavour). Sólo que, medianamente razonables, decidimos sufragar su boleto con millas de viajero frecuente que habíamos acumulado, lo que nos obligó a volar por separado, dada la limitada disponibilidad de lo que la industria turística llama boletos beneficio. Ella llegaría, pues, casi un día antes. ¿Por qué no cenábamos algo y ya de ahí tomábamos la lancha que habría de conducirnos a nuestro hotel (el San Clemente Palace, lujoso pero más barato por no estar enclavado en la isla principal)? Accedí encantado. Y cuándo ella preguntó dónde nos encontraríamos repliqué sin chistar –al fin y al cabo era mi casa, tanto como la de ese Coronel de Hemingway, desde los cinco años– que a las puertas de Harry’s Bar.
La escena fue de un romanticismo absurdo sólo posible en esa ciudad. Molido por las casi trece horas totales de vuelo, más la hora y media apenas suficiente para un cambio frenético de terminal y de avión en Charles de Gaulle –pero, eso sí, impecablemente vestido: hasta con camisa limpia–, descendí del no menos largo viaje en vaporetto –casi una hora desde el aeropuerto Marco Polo– con mis dos maletones –llevaba ropa y material de trabajo para tres semanas– y me aposté a la hora convenida en la calle Vallaresso, ese modesto callejón en que anida, discreto, sin gran letrero, Harry’s Bar. De Eunice ni sus luces. Intenté marcarle por teléfono pero no me respondía. (El celular cedido en préstamo por nuestra compañía –eran los tiempos en que los teléfonos mexicanos no funcionaban en Europa– resultó no estar correctamente activado.) Pasaron cinco minutos. Diez. Quince de una angustia ya terrible. ¿Le habría pasado algo? (Imaginaba la lancha del San Clemente Palace volcada en la laguna.) ¿Se habría topado con un Rossano Brazzi cualquiera y decidídose a vivir su Summertime? (Era, en efecto, verano.) No. Ya veía yo su silueta amada, vestida de rojo y blanco, descender del puente que conecta con la Riva degli Schiavoni: simplemente se había perdido. Nos abrazamos como Fred Astaire y Ginger Rogers, como Sean Connery y Daniela Bianchi, como Jude Law y Gwyneth Paltrow, como Woody Allen y Goldie Hawn, como Johnny Depp y Angelina Jolie, como Madonna y el león, como debe uno abrazarse en Venecia.
La llevé, por primera vez, a mi casa. Franqueamos la puerta y nos instalamos en la barra –esa barra de mármol y caoba, inesperadamente pequeña, hermosamente trasnochada– a esperar mesa. Había leído yo ya lo suficiente como para saber qué debíamos pedir: ella un Bellini –el trago a base de puré colado de duraznos blancos y prosecco, creado por el fundador Giuseppe Cipriani en los años 30, así llamado porque su color sonrosado le recordaba el de una toga en un cuadro de aquel pintor–, yo un martini o, mejor un Montgomery (¿Por qué el nombre? Dejo su explicación al cuidado del hijo de Arrigo Cipriano, actual padrone y nieto del original: “El Montgomery es nuestro martini seco. El nombre se lo dio Ernest Hemingway en honor del general británico que, aseveraba, sólo pelearía con un enemigo si disponía de 15 soldados por cada uno de los suyos. Ésa era la proporción de ginebra a vermut seco de los martinis que Hemingway ordenaba. En Harry’s Bar, la proporción que empleamos es, de hecho, 10 partes de ginebra por una parte de vermut seco.”) Lo que no me esperaba era su manera de servirlos: el barman, de impecable saco blanco y corbata negra, levantó una cubierta de acero para revelar una larga hielera practicada en la barra y extrajo de ahí nuestra orden. No venían el Bellini en flauta y el Montgomery en copa –lo que, sabría después, Cipriani père consideraba una afectación espantosa– sino en vasos pequeños y sencillos, que se empañaron de manera casi mágica al contacto con la temperatura ambiente.
Mientras aguardábamos, conté a Eunice la historia del sitio: en 1929, un tal Harry Pickering, que pasaba el verano en Venecia, era cliente asiduo del bar del Hotel Europa, donde lo atendía un entonces joven barman: Giuseppe Cipriani. Un día, Pickering descubrió que se había bebido todo su dinero y no podía liquidar la cuenta del hotel ni costearse el regreso a casa; al enterarse de ello, Cipriani le prestó diez mil liras. Dos años después, Pickering regresó al bar, pidió un martini seco, devolvió a Cipriani las diez mil liras y añadió 40 mil más. “Con esto puedes abrir tu propio bar”, le dijo. “Le pondremos Harry’s Bar.”
Como dicen los italianos, si non è vero è ben trovato. Como ben trovato hubo de resultar el local –descubierto por la mujer de Giuseppe– en que terminaría por abrir el bar (y desde siempre también restaurante sencillo, sabroso… y caro) en 1931: una antigua bodega de cordel, de cinco por nueve metros, alejada del fragor turístico, por la que nadie habría dado dos liras. Así lo prefería Giuseppe: “Me gustó de inmediato porque estaba al final de un callejón sin salida. En esa época no había puente que conectara la calle con la Piazza San Marco. Los clientes tendrían que llegar ahí deliberadamente, no por estar de paso. Eso era lo que quería. A la fecha, la gente tiene que venir a Harry’s Bar deliberadamente. No tenemos letrero, sólo el nombre grabado en las ventanas.”
Y deliberadamente estábamos ahí para comer el carpaccio original –otra creación de Cipriani, concebida para la condesa Anna Nani Mocenigo, una clienta que no podía comer carne cocida por prescripción médica, realizado con láminas satinadas de lo que los italianos llaman lombata (y corresponde, grosso modo, a nuestro New York) y un aderezo ligero a base de mayonesa y salsa inglesa– y los míticos tagliolini gratinati al prosciutto, ligados con salsa béchamel y cubiertos de parmesano dorado. También, querría pensar, para repetir este diálogo hemingwayano:
“¿Crees que deberíamos bebernos otro Montgomery?”, preguntó la chica…
“Sí”, dijo él. “¿Por qué no?”
“Me hacen sentir muy bien”, dijo la chica.
“También tienen un cierto efecto sobre mí cuando se preparan como los prepara Cipriani.”
“Cipriani es muy inteligente.”
“Es más que eso. Es hábil.”
“Algún día será dueño de toda Venecia.”
“No de toda”, discrepó el Coronel. “Nunca será tu dueño”.
Y Harry’s Bar, mi casa, tampoco será nunca del todo mi casa. Volví con Eunice una vez en ese viaje. Y en mi tercera visita a Venecia –que ya no es tiempo de narrar–, un par de veces más. Me queda aquel ejemplar del Harry’s Bar Cookbook de Arrigo Cipriani (disponible en versión electrónica aquí), con el que trato de vez en cuando de reproducir la experiencia aun si, como apunta el propio Arrigo, “por cuidadoso que sea uno al seguir estas recetas, siempre echara en falta ciertos ingredientes esenciales: la magia de Venecia, el ambiente especial de Harry’s Bar, y la atención afectuosa de todos los que trabajamos aquí. Para vivir esa experiencia, hay que venir en persona Harry’s Bar”.
Así será.