Si te toca que esté de buen humor, quizá no te cobre. Tal vez sólo te sugiera, con la celeridad propia de un espectro y palabras casi solubles, la propina de unos cuantos pesos. Seguirás su marcha sin prisa, de botas vaqueras de un gris recién pulido, hasta la puerta metálica a mano izquierda. Esa que al entrar te pareció levemente entreabierta. Tras de ti habrá quedado su chamarra y sombrero de rancho y pelo también grises, y aquel recinto lúgubre de mármoles e inscripciones en latón. Por poco te tropezarás con el primer escalón de los que ascienden, en espiral angosto, hasta llegar allí.
Donde empujarás, a fuerza de claustrofobia más que de anticipación, otra puerta, una de dimensiones como las de cualquier otra de azotea de la Ciudad de México. Andarás unos pasos antes de darte cuenta de que bajas la vista para acceder a un paisaje que no suele estar al alcance del ciudadano común. Más allá de los empresarios de alto rango cuyas oficinas están dotadas de ventanales que los privilegian diariamente, y eso lo piensas al voltear hacia el rascacielos en la esquina nororiente de Miguel Ángel de Quevedo. Mismo que por mucho rebasa la altura de donde estás parado y cuya fachada es lo único que hoy podría siquiera remitir a lo de “espejo” en el término “espejo blanco”, significado del nombre Chimalistac.
Desde ese límite poniente del barrio, a varias decenas de metros ya por encima de aquella mano de bronce, resulta difícil imaginarse la región en cualquiera de sus vidas anteriores. Como una de las venas solidificadas del derrame del volcán Xitli, como parte del Señorío de Coyoacán bajo dominio Azteca, o cubierta de árboles frutales de la huerta del Convento del Carmen cuyo terreno excedía el de la ciudad del Vaticano. Como sitio fraccionado en haciendas y ranchos de un puñado de caciques, o como el remoto exilio pueblerino de Santa, el Chimalistac de Federico Gamboa, apartado de la entonces “ciudad”. Así como aquél apéndice de metal, esa fantástica representación, se despliega ante ti una superposición de alusiones a futuros pasados.
Y al escuchar el caos que sube, opaco, desde donde se entrecruzan Insurgentes Sur, claxonazos, regaños policiales altavoceados, el paso frenético de oficinistas por Miguel Ángel de Quevedo; recuerdas al guardián del monumento, ése que te admitió, y se te ocurre que quizá el anciano sea el único vestigio viviente de uno de aquellos pasados, piensas que su vestimenta campestre no es tan surrealista como en un principio te pareció, que lo que está fuera de contexto es todo lo demás, eso que se ha impuesto a su alrededor. Te preguntas si acaso aquel Tolomeo moderno necesita subirse ahí, donde estás tú, para especular en torno a las rutas, historias y secretos del “espejo blanco”, o si su Chimalistac es el que está al ras de la tierra, el de los suelos mil veces caminados, como ese trozo de piso al fondo del monumento, ahí donde habría de caer Álvaro Obregón.
Si el veterano ceniciento se ríe ante el asombro de alguien como tú, turista en su propia ciudad, quien, encaramado en la cima de una torre de cemento, extiende el dedo índice para indicarle a un amigo extranjero dónde, posiblemente, se encontraba aquel río, o para señalarle una iglesia o un volcán. Repitiendo leyendas escuchadas a medias o leídas en la guía turística de alguna editorial europea.
Seguramente Augusto Monterroso, Elena Poniatowska, Bárbara Jacobs, Gabriel García Márquez, o alguno de los tantos escritores que por aquí han pasado y pasan, han querido acercarse a él en busca de los enigmas del “espejo blanco”. Si acaso ese excéntrico viejo no ha sido quien susurró la historia de Santa al oído del mismo Gamboa.
Bajas corriendo por ese mustio tubo por el que subiste, ojalá siga abierta la puerta, porque recuerdas haberle dicho que no tenías cambio para la propina y los fantasmas son traviesos. Quizá en aquel internarse en el pasado tiemble a tus ojos la Plaza Federico Gamboa como un corazón semidormido, te hablen las capillas de San Sebastián Chimalistac y del Secreto con sus palabras de roca, o se te derrumbe encima el Monumento a Álvaro Obregón que efectivamente te mira como si el fantasma en esta calle, antigua y nueva a la vez, fueras tú y él temblara, asustado, ante tu rostro cadavérico y sorprendido.