Un sorprendente y maravilloso retrato de la sociedad y cultura mexicanas escrito por un científico cuya pasión era precisamente tratar de entender la mente humana
Ciudad de México, 13 de mayo (SinEmbargo).- Durante su larga trayectoria, Oliver Sacks fue conocido ante todo como un explorador de la mente humana, un neurólogo con un don para los retratos complejos y reveladores de personas y sus enfermedades que servía de acicate para el éxito fenomenal de sus libros. Pero también fue miembro activo de la American Fern Society (Sociedad Americana de los Helechos), y desde niño siempre le fascinó la capacidad de esas plantas primitivas para sobrevivir y adaptarse a climas diversos.
En Diario de Oaxaca entrelaza con briosa inteligencia las coloridas hebras de la biología, la historia y la cultura para tejer un fascinante tapiz de México y de un grupo de buscadores de helechos unidos por una pasión común.
En este extraordinario rincón se reúne un variado grupo de botánicos, profesionales y aficionados, eruditos que desconocen la pedantería, con una perspectiva diferente y originales percepciones. Y esta parte del mundo destaca por su espléndida variedad: mientras en Nueva Inglaterra hay unas cien variedades de helechos, en Oaxaca hay casi setecientas. En los mercados de los pueblos se venden por lo menos dos docenas de clases de chiles, desde la que tiene un ligero sabor picante hasta la que es capaz de causar alucinaciones. Oaxaca es también un paraíso de aves, y el sueño del arqueólogo (abundan las ruinas antiguas que se hacen eco de leyendas precolombinas). Y es aquí donde el Nuevo Mundo hizo al Viejo el delicioso regalo del chocolate, en otro tiempo reservado, bajo pena de muerte, a la realeza azteca.
El hondo interés de Sacks por la historia natural y la riqueza de la cultura, unido a su afilado ojo para los detalles, hace de Diario de Oaxaca la cautivadora evocación de un lugar y de sus plantas, su gente y sus infinitas maravillas.
Extracto del libro Diario de Oaxaca, de Oliver Sacks, publicado por Anagrama
PREFACIO
Me he deleitado con la lectura de los diarios de historia natural decimonónicos, todos ellos una mezcla de lo personal y lo científico, sobre todo Viaje al archipiélago malayo, de Wallace, El naturalista por el Amazonas, de Bates, las Notas de un botánico, de Spruce, y la obra que los inspiró a todos ellos (así como a Darwin): Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, de Humboldt. Me agradaba pensar que los caminos de Bates, Spruce y Wallace se cruzaban y se alternaban en adelantarse unos a otros, en el mismo trecho del Amazonas y durante los mismos meses de 1849; todos ellos, además, fueron buenos amigos. (Y no sólo seguirían manteniendo correspondencia a lo largo de sus vidas, sino que Wallace publicaría las Notas de Spruce tras la muerte de éste.)
En cierto sentido, eran aficionados, autodidactas, hombres que hallaban la motivación en su propio interior, que no pertenecían a ninguna institución, y en ocasiones parecían vivir en un mundo feliz, una especie de Edén, que aún no era turbulento ni estaba involucrado en rivalidades casi asesinas que no tardarían en caracterizar a un mundo cada vez más profesionalizado (la clase de rivalidades que H. G. Wells retrató de una manera tan vívida en su relato «La polilla»).
Creo que ese ambiente grato, intacto, anterior a la profesionalidad, regido por cierto sentido de la aventura y el deseo de saber y no por el egocentrismo y la avidez de protagonismo y fama, todavía sobrevive, aquí y allá, en ciertas sociedades de historia natural, así como en sociedades de astrónomos y arqueólogos aficionados, cuya existencia tranquila pero imprescindible el público prácticamente desconoce. Apreciar un ambiente semejante fue lo que primero me atrajo de la American Fern Society y lo que me estimuló a acompañarles en el viaje que, a comienzos de 2000, realizaron a Oaxaca con la finalidad de buscar helechos.
Y el deseo de explorar ese ambiente fue uno de los motivos que me incitaron a llevar un diario durante mi estancia en aquella región mexicana. Había mucho más, por supuesto: el descubrimiento de un pueblo, un país, una cultura, una historia, de los cuales no sabía casi nada (eso era maravilloso, una aventura en sí misma), y el hecho de que todos los viajes me incitan a llevar diarios. En efecto, los he llevado desde los catorce años, y en el año y medio transcurrido desde mi visita a Oaxaca he estado en Groenlandia y en Cuba, he buscado fósiles en Australia y examinado una extraña alteración neurológica en las islas de Guadalupe, y todos estos viajes también han generado diarios.
Ninguno de esos diarios pretende ser exhaustivo ni erigirse en una autoridad sobre el tema abordado. Por el contrario, son textos ligeros, fragmentarios, impresionistas y, sobre todo, personales.
¿Por qué llevo diarios? La verdad es que no lo sé. Es posible que el motivo principal sea aclarar mis pensamientos, organizar mis impresiones en una especie de narración o relato y hacer esto en «tiempo real» y no en retrospectiva, ni tampoco transformando imaginativamente, como sucede en la autobiografía o la novela. Escribo esos diarios sin pensar en la publicación (los diarios que llevé en Canadá y Alabama sólo se publicaron, y por azar, como artículos en la revista Antaeus, treinta años después de ser escritos).
¿Debería haber embellecido este diario, haberlo elaborado y hecho más sistemático y coherente, como haría con mis diarios de senderista y con el diario de Micronesia, que tiene la extensión de un libro largo? La verdad es que he seguido un procedimiento intermedio, añadiendo algunas cosas (sobre el chocolate, el caucho y lo relativo a Mesoamérica), y haciendo pequeñas excursiones de diversas clases, pero en esencia he mantenido el diario tal como lo escribí. Ni siquiera he intentado darle un título adecuado. En mi cuaderno de notas era el diario de Oaxaca y en Diario de Oaxaca ha quedado. O. W. S.
VIERNES
Me ilusiona pasar una semana lejos del gélido invierno neoyorquino, en Oaxaca, donde voy a reunirme con unos amigos botánicos y a llevar a cabo una incursión en busca de helechos. Ya en el avión, de la línea AeroMéxico, hay un ambiente distinto al que he visto en ningún otro vuelo. Apenas hemos despegado cuando la mayoría de los pasajeros se levantan, y mientras unos charlan en los pasillos otros abren bolsas de comida, e incluso algunas madres amamantan a sus pequeños, una escena social similar a las de un café o un mercado mexicano. Al subir a bordo, me siento ya en México. Los letreros luminosos que indican la necesidad de mantener abrochados los cinturones de seguridad aún están encendidos, pero nadie les presta atención. He tenido un atisbo de esta sensación en aviones españoles e italianos, pero aquí está mucho más marcada: esta fiesta inmediata, este ambiente risueño a mi alrededor. ¡Cuán esencial es ver otras culturas, ver hasta qué punto son especiales, locales, y lo poco universal que es la tuya! En contraste con el de este avión, el ambiente en la mayor parte de los vuelos estadounidenses es rígido y carece de alegría. Empiezo a pensar que voy a disfrutar de esta visita. En cierto sentido, es muy poco el goce «permitido» en estos tiempos, y sin embargo no hay duda de que la vida está para gozarla.
Mi vecino, un jovial hombre de negocios de Chiapas, me desea «Bon appetit!», y luego, cuando llega la comida, la versión española de estas mismas palabras: «¡Buen provecho!» No entiendo nada de lo que dice el menú, por lo que acepto lo primero que me ofrecen, un error, ya que resulta ser empanada, mientras que yo prefería pollo o pescado. Lamentablemente, mi timidez y la incapacidad de hablar lenguas distintas a la mía constituyen un problema. La empanada no me gusta, pero como una poca considerándolo parte de mi aculturación.
Mi vecino me pregunta el motivo de mi visita a México, y le digo que formo parte de un grupo de botánicos que se dirigen a Oaxaca, en el sur del país. Varios de los pasajeros procedemos de Nueva York, y nos encontraremos con los demás en la Ciudad de México. Al saber que ésta es la primera vez que visito México, el hombre me habla con entusiasmo del país y me presta su guía. No debo pasar por alto el enorme árbol de Oaxaca, que tiene milenios de antigüedad, una célebre maravilla natural. Le respondo que, en efecto, he oído hablar de ese árbol, que ya en mi infancia vi fotos suyas y ésa es una de las cosas que me ha atraído de Oaxaca.
El mismo amable compañero de viaje, al observar que he arrancado las últimas páginas e incluso la portadilla de un libro para escribir en ellas, y que ahora estoy preocupado por la falta de papel, me ofrece dos hojas amarillas de un bloc (he cometido la estupidez de guardar mi bloc de hojas amarillas y un cuaderno de notas en el equipaje principal).
El hombre se da cuenta de que he aceptado la empanada que me ofrecían cuando es evidente que no sé de qué clase de comida se trata, como es también evidente que no me gusta, así que vuelve a prestarme su guía, sugiriéndome que examine el glosario bilingüe de alimentos mexicanos que contiene. Por ejemplo, debo tener cuidado y distinguir entre «atún» y «tuna». Esta última palabra es idéntica a la inglesa que significa atún, pero en realidad se refiere a una clase de higo chumbo. Con lo que podrían servirme fruta cuando lo que deseo es pescado.
La guía contiene una sección sobre plantas, y me intereso por la «mala mujer», un árbol de aspecto peligroso con unos pelos punzantes que parecen de ortiga. Mi vecino me dice que, en las salas de baile de los pueblos, los jóvenes arrojan ramas de ese árbol para que todas las chicas se rasquen. Es algo que oscila entre la broma y el delito. «¡Bienvenido a México!», exclama mi compañero cuando aterrizamos, y añade: «Aquí encontrará usted muchas cosas originales y de gran interés.» Cuando el avión se detiene, me da su tarjeta de visita. «Llámeme por teléfono», me dice, «si puedo ayudarle de alguna manera durante su visita a nuestro país.»
Le doy mi dirección, que apunto en un posavasos, pues no tengo tarjetas de visita. Le prometo que le enviaré uno de mis libros, y cuando veo que su segundo nombre es Todd («mi abuelo era de Edimburgo»), le hablo de la parálisis de Todd, una parálisis transitoria que a veces sigue a un ataque epiléptico, y le prometo incluir una breve biografía del doctor Todd, el fisiólogo escocés que descubrió la enfermedad.
Estoy muy conmovido por la amabilidad y cortesía de ese hombre. ¿Es acaso una característica latinoamericana? ¿Es algo personal? ¿O simplemente se trata del breve encuentro que tiene lugar en trenes y aviones?
Disponemos de tres horas de asueto en el aeropuerto de la Ciudad de México, mucho tiempo antes de enlazar con el vuelo a Oaxaca. Cuando voy a almorzar con dos miembros del grupo (apenas los conozco aún, pero nos conoceremos muy bien dentro de pocos días), uno de ellos mira el pequeño cuaderno de notas que tengo en la mano.
«Sí», le digo, «llevo un diario.»
«Pues tendrá mucho material», replica. «Somos un grupo de tipos más raros que un perro verde.»
Me digo que no, que somos un grupo espléndido, entusiasta, inocente, en absoluto competitivo, unido en nuestra pasión por los helechos. Somos aficionados (amateurs, es decir, amantes en el mejor sentido de la palabra), aunque algunos tienen un conocimiento más que profesional, una erudición enorme. Entonces me pregunta por mis intereses especiales y mi conocimiento en el campo de los helechos.
«Yo no…, sólo voy a pasearme con vosotros.»
En el aeropuerto nos recibe un hombre corpulento, con camisa a cuadros, sombrero de paja y tirantes, recién llegado de Atlanta. Hace las presentaciones de él, David Emory, y de su esposa, Sally. Me dice que en 1952, en Oberlin, fue a la universidad con nuestro amigo común John Mickel, el organizador de este viaje. En aquel entonces John aún no se había graduado, y David, que era un estudiante de posgrado, fue una de las personas que lo orientó hacia el campo de los helechos. Me dice que le hace mucha ilusión reunirse con John en Oaxaca. Sólo se han visto dos o tres veces desde que fueron condiscípulos, hace casi cincuenta años. Cada uno de esos encuentros se ha debido a expediciones botánicas, y la vieja amistad, el entusiasmo de antaño, ha vuelto al instante. Cuando se reúnen, el tiempo y el espacio quedan anulados. Convergen desde zonas horarias y lugares distintos, pero los une el amor y la pasión que sienten por los helechos.
Tengo que confesar que mis preferencias se decantan no tanto hacia los helechos como hacia las plantas emparentadas con ellos: los licopodios (Lycopodium), las colas de caballo (Equisetum) y las criptógamas Selaginella y Psilotum. David me asegura que también encontraremos esas plantas en gran cantidad: en el último viaje a Oaxaca, que tuvo lugar en 1990, descubrieron una nueva especie de licopodio, y existen muchas especies de Selaginella. Una de ellas, la doradilla o «helecho de la resurrección», puede verse en el mercado, en forma de roseta aplanada, de color verde apagado y que parece muerta pero adquiere una vitalidad sorprendente en cuanto llueve. Y David añade que en Oaxaca hay tres clases de equisetos, entre los que figura el más grande del mundo.
«Pero el Psilotum», le digo con ansiedad. «¿Qué me dice del Psilotum?»
Y me responde que también hay Psilotum, y no una sola, sino dos especies.
En mi infancia me encantaban esas plantas primitivas como las colas de caballo y los equisetos, antecesoras de las que proceden todas las plantas superiores. En el exterior del Museo de Historia Natural de Londres, la ciudad donde crecí, había un jardín de fósiles, con los troncos y raíces fosilizados de equisetos y colas de caballo gigantes, y dentro del museo había unos dioramas que reconstruían el aspecto que pudieron tener los antiguos bosques paleozoicos, gigantescos equisetos de treinta metros de altura. Una de mis tías me mostró equisetos modernos (de sólo sesenta centímetros de altura) en los bosques de Cheshire, con los tallos rígidos, provistos de artejos, y los estróbilos semejantes a pequeñas piñas y minúsculos licopodios y Selaginellas. Pero no pudo enseñarme el más primitivo de ellos, pues el Psilotum no crece en Inglaterra. Las plantas que se le parecen, los Psilophiton, fueron pioneras, las primeras plantas terrestres que desarrollaron un sistema vascular para transportar agua a través de los tallos, lo cual les permitió instalarse en tierra firme hace cuatrocientos millones de años y preparar el camino a todo lo demás. Aunque en ocasiones se le dé el nombre de helecho, el Psilotum no lo es en absoluto, pues carece de raíces propiamente dichas y de frondes; de hecho, se trata de un tallo verde indiferenciado que se bifurca, poco más grueso que una mina de lápiz. Pero, a pesar de su aspecto humilde, era uno de mis favoritos, y me prometí que algún día lo vería en su medio natural.
Crecí en los años treinta en una casa cuyo jardín estaba lleno de helechos. Mi madre los prefería a las plantas con flores, y aunque no faltaban las rosas, que ascendían por las paredes sujetas a espalderas, la mayor parte de los parterres de flores estaban llenos de helechos. Teníamos también un invernadero con las paredes de cristal, siempre cálido y húmedo, donde pendía un helecho de gran tamaño y se podían cultivar helechos delicados y diáfanos y helechos tropicales. Algunos domingos, mi madre o una de sus hermanas, que también tenía inclinaciones botánicas, me llevaba a los Jardines de Kew, donde vi por primera vez los imponentes helechos arborescentes coronados con frondes a seis o nueve metros por encima del suelo, así como simulacros de los desfiladeros con paredes cubiertas de helechos de Hawái y Australia. Eran, sin duda, los lugares más bellos que había visto.
Mi madre y mis tías habían heredado el entusiasmo por los helechos de su padre, mi abuelo, quien llegó a Londres procedente de Rusia en la década de 1850, cuando Inglaterra estaba en medio de la pteridomanía, la moda victoriana de los helechos. Eran innumerables las casas, como la de mi familia, que tenían terrarios (cajas de Ward) con helechos variados, en ocasiones, excepcionales y exóticos. La moda de los helechos había finalizado casi por completo hacia 1870 (no fue el menor de los motivos que hubiera ocasionado la extinción de diversas especies), pero mi abuelo conservó sus cajas de Ward hasta su muerte, en 1912.
Los helechos me encantaban por sus volutas, sus frondes circinados, su calidad victoriana (similar a la de las cubiertas con encajes para proteger los muebles y las cortinas con volantes de nuestra casa). Pero, sobre todo, me maravillaban por su origen tan antiguo. Mi madre me decía que el carbón que calentaba nuestra vivienda se componía, en esencia, de helechos u otras plantas primitivas, muy comprimidas, y a veces, al partir las bolas de carbón, veíamos los fósiles. Los helechos habían sobrevivido, con escasos cambios, durante trescientos millones de años. Otras criaturas, como los dinosaurios, surgieron y se extinguieron, pero los helechos, de apariencia tan frágil y vulnerable, sobrevivieron a todas las vicisitudes, a todas las extinciones que conoció la Tierra. Los helechos y sus fósiles fueron los primeros en estimular mi gusto por el mundo prehistórico.
«¿Cuál es nuestra puerta de embarque?», pregunta todo el mundo. «
«Es la puerta diez», dice alguien.
«Me han dicho que es la puerta diez.»
«No, es la puerta tres», replica otro. «Lo dice ahí, en el tablero, la puerta tres.» Sin embargo, a otro pasajero le han dicho que salimos por la puerta cinco. Tengo la sensación de que…
¿Quién es Oliver Sacks? (Londres, 1933 – Nueva York, 2015) es profesor de neurología clínica en el Albert Einstein College de Nueva York. En Anagrama ha publicado sus obras fundamentales: Un antropólogo en Marte, Migraña, Con una sola pierna, La isla de los ciegos al color, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, El tío Tungsteno, Veo una voz, Despertares, Musicofilia, Los ojos de la mente y Alucinaciones.