Cuando éramos chicos, decir 40 años era referirse a una casi momia. Hoy, decir 40 años es como si la persona recién empezara a vivir. La edad de la gente en el mundo desarrollado, en las clases más pudientes, en aquellos seres que tienen buena alimentación y buena atención médica, se ha alargado. ¿Qué pasa con los libros?
Ciudad de México, 13 de enero (SinEmbargo).- Envejecer puede atemorizarte. O puede ser una segunda oportunidad para vivir: los hijos grandes, alguna jubilación decente y todo el tiempo del mundo para ti.
Hace poco decía el cantautor Andrés Calamaro: “No sabemos hacer otra cosas que ser jóvenes y los calendarios nos informan que estamos por entrar en una curva peligrosa”. ¿Cómo llegamos hasta aquí?
Comprar un saco nuevo cuando ya no tenemos demasiado tiempo para usarlo, enamorarnos de alguna persona cuando cualquiera de los dos puede no levantarse al día siguiente…sin embargo, la literatura ha dejado para unos cuántos héroes viejos el protagonismo que viven el día a día sin importar demasiado la edad.
Como las Memorias de Alec Guinness, que vivió hasta los 86 años y disfrutó cada uno de los papeles que le tocó hacer (fue llamado “el hombre de las mil caras”), donde recuerda felices circunstancias vividas con viejos amigos como Alan Bennett y John Wells.
El trabajo de Nora Ephron (que murió sólo a los 71 años), pensando como síntoma de envejecer a casi una docena de personas que conoció de las que no recuerda nada, el libro de Julian Barnes, Nada que temer, quien sobre la creencia de creer o no creer en Dios reflexiona sobre nuestra condición de mortales y hace una intensa celebración del arte y la literatura: ahí está envejecer bien o decirnos algo de esa edad a la que todo llegaremos.
Hemos pedido a los escritores mexicanos que hablen de esos libros que tienen a los viejos como protagonistas y en esta enumeración azarosa vemos cómo la literatura tiene muchas historias en donde los de la tercera edad son los héroes y los testigos de una vida más larga a la que estamos acostumbrados.
Juan Villoro
El aprendizaje del dolor, de Italo Svevo.
La casa de las mujeres dormidas, de Yasunari Kawabata
El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez
La muerte de Iván Illich, de León Tolstoi
Patrimonio, de Philip Roth
The humbling, de Philip Roth
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway
La carne, de Rosa Montero: Dice Rosa Montero que “la vejez no es para blandengues”. Tiene razón. La Soledad de la historia tiene un cuerpo perfecto, pero ya de sesenta años. Su trabajo y sus relaciones de pareja se ven sometidos a ese colgar de la carne y a ese maquillarse en horas impropias, buscar una luz que dé una apariencia mejor y estar atenta siempre a que una mujer más joven no le cope la parada. En el medio, su resistencia a tener hijos, sin sobrinos y su tendencia a sentirse atraída por los hombres más pintones, esos que tarde o temprano irán a los brazos de una dama de menor edad.
¿Cuándo las mujeres nos volvimos enemigas de nosotras? ¿En qué momento el cuerpo comenzó a ser un bochorno y a invisibilizarnos para el resto?
Jaime Mesa
Me gusta mucho cómo Nicole Krauss trabajó la vejez de Leo Gurzky en la novela La historia del amor. Gurzky vive obsesionado con la idea de “no morirme un día en que nadie me haya visto” y recupera su juventud constantemente para salvar su presente. Nostalgia y miedo.
Es admirable cómo Hanif Kureishi hizo un ajuste de cuentas con el deseo en El cuerpo, uno de los demonios en la vejez, hablando de un escritor de más de sesenta que descubre una operación para “ponerse” un cuerpo joven mientras conserva su cabeza. Esta burla, contradicción y paradoja, es deliciosa pues la lucha entre una mente y sensibilidades maduras, ya rumbo a la vejez, tiene tanto triunfos como derrotas. ¿Qué haríamos, ya de viejos, si nos trasplantan un cuerpo en su plenitud?
Es imposible olvidar lo que enfrentó Marguerite Yourcenar con Adriano, en esa larga confesión de toda una vida que el emperador realiza en el ocaso. ¿Arrepentimiento? Sí, a veces, pero sobre todo una tranquilidad paciente que, sin embargo, no disuelve el miedo a morir.
Obviamente no puedo olvidar al déspota de Artemio Cruz que, desde los últimos estertores recuerda su vida. No la he vuelto a leer por las serias revelaciones que en mi primera juventud me llenaron el futuro con agujas y tubos unidos al cuerpo, con una derrota inusitada y con esa promesa de la decrepitud que es la vida. Es curiosa la forma en que es tratada la muerte en novelas que rondan la vejez. A veces compañera, a veces sombra pero siempre buitre estrafalario que nos sobrevuela siempre. Porque si en novelas con personajes jóvenes o adultos hay insinuaciones de muerte (a menos que sea una enfermedad) en las que tienen personajes ancianos la presencia no es un asombro o la sorpresa, a veces ni el dolor. Es una verdad reconocida, aunque misteriosa.
No puedo dejar de mencionar un personaje más contemporáneo, creado por una autora nacida en México en la década de los ochenta, Brenda Lozano. En su novela Todo nada recrea, entre otras cosas, el proyecto de un anciano, Emilio Nassar, de dejarse morir de hambre. Acá, a través de una relación abuelo-nieta, una autora joven hace una conmovedora y dura reflexión sobre la vejez.
¿Una recomendación cinematográfica que tiene como centro la vejez? La extraordinaria Lucky, película de John Carroll Lynch, que tiene en el gran actor Harry Dean Stanton a un personaje extraordinario: un anciano de 90 años, ateo, que es uno de los símbolos vitales que el siglo XXI ha dado: el triunfo sobre la muerte, la aparente idea de que, pasado un límite, vida y muerte se confunden, se vuelven amigables y nos hacen eternos.
Rocío Cerón
«Pienso en poemas de José Watanabe, ya muerto. Escribió poemas buenísimos sobre envejecer y sobre la enfermedad y lo fugaz del cuerpo y la vida. Se murió de 50 y tantos. Cosas del cuerpo es uno de sus grandes libros, su poema «El guardián del hielo», es una instantánea de lo efímero y bello que es el paso de la vida, acá lo incluyo», dice la poeta Rocío Cerón.
El guardián del hielo
Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
De Cosas del cuerpo
Y uno más, dedicado a su madre:
Mamá cumple 75 años
Cinco cuyes han caído
degollados, sacrificados, a tus pies de reina vieja.
Sangre celebra siempre tu cumpleaños, recíbela
en una escudilla
donde pueda cuajar un signo brillante
además del cuchillo.
La bombilla de luz coincide con tu cabeza dormida
y te aureola: Comenzamos a quererte
con cierta piedad,
pero tus ojos
tus ojos se abren rápidos como avisados, y revive en ellos
un animal de ternura demasiado severa.
Tus ojos de ajadísimo alrededor
son el resto indemne
del personaje central que fuiste entre nosotros,
cuando alta y enhiesta
alargabas el candil hacia la oscuridad
y llamabas susurrando
a nadie. Las sombras en el muro y los gatos
detrás de la frontera terrible
eran inocentes. Tú, señora, eras el miedo.
Cinco cuyes pronto estarán servidos en la mesa.
Otros eran los del rito curador, los de entrañas abiertas y sensitivas
que revelaban nuestras enfermedades.
Estos son de diente, de presa. No dirán
que tú eres nuestra más antigua dolencia.
Jaime Garba
Uno de mis escritores favoritos es Charles Dickens y creo que él ha retratado la vejez de manera sutil pero poderosa en Grandes Esperanzas, un libro en el cual me reflejo y me identifico tanto por el personaje de Pip y Estela. Aquí hay dos viejos cuyos roles me conmueven, por un lado el cuñado de Pip, Joe Gargery, quien lo educa como si fuera su hijo y que le ofrece todo su amor a diferencia del desprecio de su hermana. A Joe lo vemos pasar de una madurez temprana a una vejez inicial, cuando Pip ha triunfado y se convierte en caballero para merecer a Estela, y se avergüenza de él por su carácter de ordinario herrero. El cariño incondicional de Joe aunado a ese halo del paso del tiempo por su cuerpo es conmovedor. Por otro lado está la señorita Havisham, la millonaria mujer que enloqueció cuando fue plantada en el altar y que jura vengarse de todos los hombres a través de la pequeña, después femme fatale, Estela. Miss Havisham está en los huesos, delira, vive en una mansión que ha quedado en pausa desde el triste desaire amoroso. Ella toma la mano de Pip siendo niño y la coloca sobre su pecho, “¿Qué es esto?”, “Es mi corazón, y está roto”, le responde al pequeño; después Pip haría lo mismo haciendo caer en cuenta a la anciana de su grave error. Dickens retrata la nostalgia por los años transcurridos sumergidos en la decadencia del cuerpo y la memoria; como estatuas cansadas que el lector aprecia con cariño, y un poco de lástima, deseando permanezcan erigidas por siempre.
Sandra Lorenzano
«La primera que me viene a la cabeza es Simone de Beauvoir y su libro La vejez, claro, pero también pienso en La trompetilla acústica, de Leonora Carrington que acaba de reeditar el FCE y es una delicia.
A mí, más que la vejez, me interesa el envejecimiento; la decadencia del cuerpo, sobre todo del femenino, y la vergüenza que esto (nos) provoca. Con el envejecimiento y sus trastornos tiene mucho que ver La estirpe del silencio”, mi novela.
Y ahora justamente, acabo de terminar la reseña de una novela que presenté en la FIL y que me encantó: Clavícula, de Marta Sanz (Anagrama, 2017), y que tiene que ver también con el cuerpo menopáusico.
El libro que ahora tengo en prensa, Herencia (que es más bien prosa poética y alguna que otro poema y pequeña narración), también tiene fragmentos vinculados al envejecimiento.»
También me acordé de un poema de Jaime Gil de Biedma:
No volveré a ser joven.
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Michelle Solano
Pienso en Un viejo que leía novelas de amor, en primera instancia, que me parece un texto entrañable.
El texto pertenece al chileno Luis Sepúlveda. Antonio José Bolívar Proaño vive en El Idilio, un pueblo remoto en la región amazónica de los indios shuar (mal llamados jíbaros) y con ellos aprendió a conocer la Selva y sus leyes, a respetar a los animales y los indígenas que la pueblan, pero también a cazar el temible tigrillo como ningún blanco jamás pudo hacerlo. Un buen día decidió leer con pasión las novelas de amor –“del verdadero, del que hace sufrir”- que dos veces al año le lleva el dentista Rubicundo Loachamín para distraer las solitarias noches ecuatoriales de su incipiente vejez. En ellas intenta alejarse un poco de la fanfarrona estupidez de esos codiciosos forasteros que creen dominar la Selva porque van armados hasta los dientes pero que no saben cómo enfrentarse a una fiera enloquecida porque le han matado las crías.
También recuerdo Hombre lento, de J.M. Coetzee
Paul Rayment, fotógrafo profesional, pierde una pierna en un accidente de bicicleta. A raíz de dicho percance su vida solitaria cambiará radicalmente. Paul rechaza la posibilidad de que los médicos le inserten una prótesis y, tras abandonar el hospital, vuelve a su piso de soltero en Adelaida. Incómodo ante la nueva situación de dependencia que conlleva su invalidez, Paul pasa por periodos de desesperanza al reflexionar sobre sus sesenta años de vida. No obstante, su ánimo se recupera al enamorarse de Marijana, su pragmática y campechana enfermera de origen croata. Mientras Paul busca el modo de conquistar el afecto de su ayudante, recibe la visita de la misteriosa escritora Elizabeth Costello, que le desafía a retomar las riendas de su vida.
Irma Evangelina Gallo
El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson (Ediciones Salamandra), porque le da al personaje central dignidad, al mostrarlo como un hombre con ilusiones y deseos, capaz de soñar y todavía de hacer muchas cosas, corriendo aventuras.
Este libro también se hizo película, dirigida por Felix Herngren.
Pat Sánchez Ponti
Escándalo, de Shusaku Endo
“Es la historia de un tipo que está por jubilarse y empiezan a pasarle cosas extrañas, como que le hablan como si el hubiera estado en tal lugar o hablado con alguien que él no recuerda. El final es muy psicoanalítico. Un libro hermoso, yo lo tengo en una edición bastante vieja”, dice.
Ana García Bergua
“Mi libro La tormenta hindú, son puros cuentos de viejos. También, claro, El viejo y el mar, de Ernest Hemingway”.
La tormenta hindú fue editada por Textofilia Ediciones.
En la ya nutrida obra de Ana García Bergua, sus libros de cuentos representan el laboratorio donde ha conseguido sus experimentos narrativos más audaces y donde su imaginación cobra un vuelo más desparpajado y libre. La sonrisa y hasta las carcajadas que arrancan sus relatos, dejan un sabor amargo, porque todos sus personajes cargan con la misma duda existencial que manifiesta el título del primer cuento de este libro: «No sé qué hago aquí».
Gabriela Cano
Muerte en Venecia, de Thomas Mann.
De esta historia hay una película también icónica, dirigida en 1971 por Lucchino Visconti, con Dirk Bogarde en el papel del viejo y el actor sueco Björn Andrésen, en el papel del joven.
Juan José Panno
El amor en los tiempos del cólera, por Gabriel García Márquez
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway
El cuento “19 de diciembre de 1971”, de Roberto Fontanarrosa, el viejo que va a ver un partido de futbol y se muere feliz.
Alejandro Toledo
El viejo y la jovencita, de Italo Svevo
La muerte de Virgilio, de Herman Broch
La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata
Memoria de mis putas tristes, de García Márquez.
Soledad, de Rubén Salazar Mallén
Aura, de Carlos Fuentes: es la novela de un par de ancianos eternos que se reencuentran.
Benito Taibo
El viejo que leía historias de amor, de Luis Sepúlveda. Les va a encantar.
De esta novela también se hizo una película, dirigida por Rolf De Heer y protagonizada por Richard Dreyfuss.