Ciudad de México, 26 de febrero (SinEmbargo).- ¿El ser humano reprime un “instinto asesino” que, en la guerra, liberado de toda presión civilizatoria, se desborda?
En teoría el acto de matar a otra persona es clasificado como «normal» en un contexto bélico. Incluso muchos asumen que los soldados, una vez de vuelta a un entorno alejado de la disciplina marcial, son capaces de reintegrarse a la sociedad con la facilidad con la que se presiona un botón para apagar la luz de una habitación. Sin embargo, estudios apuntan que esto no ocurre así. Al menos no en esta época.
Según el servicio de radiodifusión internacional alemán, Deutsche Welle, encuestas realizadas por el Ejército estadounidense al término de la Segunda Guerra Mundial mostraron que apenas la mitad de los soldados había apuntado a matar. Sin embargo, casi siete décadas después la tendencia cambió de manera drástica, ascendiendo la tasa al 95 por ciento en la generación actual de soldados.
“Comúnmente, las personas sanas se sienten fuertemente inhibidas de violentar a sus semejantes”, dice el neurobiólogo Joachim Bauer. “El sistema de neuronas espejo en nuestro cerebro hace que el dolor que percibimos en otras personas sea también nuestro”, agrega el profesor de la Universidad de Friburgo. Es así que estas neuronas espejo son células nerviosas que nos convierten en personas empáticas, compasivas.
Actualmente se sabe que para desmontar sus inhibiciones naturales se entrenan con simulaciones computarizadas e incluso hay quien culpa al entretenimiento digital (videojuegos principalmente) de esta desensibilización. No obstante, no son necesarias complicadas maquinaciones tecnológicas para que esto ocurra. Thomas Elbert, profesor de psicología clínica y neuropsicología en la Universidad de Constanza, ha visitado lugares en el mundo en las que las personas parecen haber perdido la capacidad de sentir algo similar.
Elbert ha hablado con guerrilleros y niños soldados por cuyas manos han corrido incontables litros de sangre, combatientes para quienes el acto de matar es simplemente parte de la cotidianidad. Y si de algo está convencido es de que cualquiera de nosotros puede llegar a ser capaz de matar a otra persona.
“Hemos notado que, en regiones en guerra, grupos enteros de una escuela de un pueblo pueden ser secuestrados”, dice Elbert. “Un determinado porcentaje de los niños muere, pero casi todos los restantes se convierten en combatientes”, agrega.
Imaginar a un niño empuñando un arma, quitándole la vida a otra persona, puede ser escalofriante; pero lo es más el hecho de sentir placer al hacerlo, cosa que a Elbert le han confesado algunos de estos menores que también manifestaron que matar les resultaba estimulante.
Elbert hace una comparación entre esto y la llamada “euforia del corredor”, como se le conoce al momento en que durante las carreras de fondo el cuerpo libera endorfinas, acompañando el cansancio con una agradable sensación de bienestar. “Quien nunca ha corrido 20 kilómetros, nunca lo sentirá”, pero el científico afirma que es una reacción biológica natural que todos podríamos llegar a sentir,. “Todos los que han acumulado experiencias de guerra describen esos estados de delirio, esa sensación prácticamente placentera después de haber matado”, dice.
Aún así hay quien afirma que el ser humano no nació para matar. De ser así, ¿qué es lo que se necesita para romper esta barrera?
En el caso de los niños soldados, estos parecen estar sistemáticamente sometidos a traumas tales como la muerte de un ser querido frente a sus ojos, por ejemplo, los cuales son provocados por sus “entrenadores”. Traumas que hacen que el cerebro desmonte las inhibiciones para matar.
De acuerdo con Bauer, ese es un proceso al que se someten, por ejemplo, quienes se unen a la milicia terrorista islamista Estado Islámico (EI), en Siria, como una especie de «rito de iniciación», afirma el neurobiólogo. “Entonces algo en el cerebro se rompe y llegamos al punto en que pueden surgir esos sentimientos similares a la euforia. Se trata de fenómenos psicopáticos, que pueden hallarse masivamente entre los niños soldados pero que no pertenecen al espectro del comportamiento corriente de una persona no traumatizada”, agrega.
Los estudios de Elbert se enfocan en investigar qué estímulos juegan un papel clave para provocar excesos de violencia. La sangre, en estos casos, parece llevar la voz cantante, aunque el olor de ella también parece influir. Elbert este aspecto y encontró que incluso la industria alimentaria utiliza el olor a sangre para que sus productos les parezcan más frescos a los consumidores. “El olor a sangre parece ser percibido por las personas como algo agradable. O sea, los estímulos claves son los mismos”.
Esto lleva a más dudas sobre la naturaleza benévola del hombre. ¿Somos asesinos en estado latente? Por el momento, la neurociencia tiende a vernos más bien como seres pacíficos, al menos, mientras estemos al margen de profundos traumas.