En esta novela de Juan Gómez Bárcena, la realidad mexicana es un pretexto para asomarse a la historia universal, en una lectura crítica que cuestiona la fe en el progreso y las promesas incumplidas del capitalismo. Una reivindicación de justicia para los perdedores de la Historia.
Este es el relato de una persecución que trasciende territorios y siglos; un camino por él discurren antiguos conquistadores a caballo y migrantes en La Bestia, campesinos sublevados, revolucionarios mexicanos y mujeres asesinadas en Juárez.
Ciudad de México, 12 de diciembre (SinEmbargo).- En esta novela, la realidad mexicana es un pretexto para asomarse a la historia universal, en una lectura crítica que cuestiona la fe en el progreso y pone de relieve las promesas incumplidas del capitalismo. Ni siquiera los muertos es el viaje de dos hombres sin hogar que avanzan porque ya no pueden retroceder, y es también una reivindicación de justicia para los perdedores de la Historia.
La conquista de México ha terminado, y Juan de Toñanes es uno de tantos soldados sin gloria que vagan como mendigos por la tierra que contribuyeron a someter. Cuando recibe una última misión, dar caza a un indio renegado a quien apodan el Padre y que predica una peligrosa herejía, comprende que puede ser su última oportunidad para labrarse el porvenir con el que siempre soñó.
Pero a medida que se interna en las tierras inexploradas del norte siguiendo el rastro del Padre, descubrirá las huellas de un hombre que parece no sólo un hombre, sino un profeta destinado a transformar su tiempo y aun los tiempos venideros. Esta es la historia de una persecución que trasciende los territorios y los siglos; un camino que se dirige hacia el norte, siempre hacia el norte, es decir, siempre hacia el futuro, en un viaje alucinado desde la Nueva España del siglo XVI hasta el muro de Trump de nuestros días.
Por él discurren antiguos conquistadores a caballo y migrantes que cabalgan los techos de la Bestia, indios sublevados y campesinos que aguardan con paciencia un mundo mejor, revolucionarios mexicanos que toman sus fusiles y mujeres asesinadas en el desierto de Ciudad Juárez. Todos ellos comparten un mismo paisaje y una misma esperanza: la llegada del Padre que habrá de traer justicia a los oprimidos.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Ni siquiera los muertos, escritor por Juan Gómez Bárcena, autor del libro de relatos Los que duermen y El cielo de Lima, novela que lo convirtió en el ganador del Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014 y del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2015. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.
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Aquí se cuenta la historia de cómo Juan persigue a Juan, desde las inmediaciones de Puebla hasta la frontera de los Estados Unidos de América, en un viaje que se prolonga cuatrocientas setenta y cinco leguas castellanas y otros tantos años.
I
El mejor entre los peores – Una taberna a medianoche
Lo que el visorrey querría, si el visorrey quisiera cosa alguna
Vidas de perro – Una cierta idea del hogar – El silencio de un gallo
Una cabeza, en el fondo de un saco – Falacia del hombre de paja
Primera última mirada
Primero proponen al capitán Diego de Villegas, con probada experiencia en circunstancias tan comprometidas, pero el capitán Villegas ha muerto. Alguien nombra a cierto Suárez natural de Plasencia, a quien se le conocen más de quince expediciones sin mácula, pero resulta que Suárez también ha muerto. Nadie menciona a Nicolás de Obregón, porque lo flecharon los salvajes purépecha, ni a Antonio de Oña, quien después de cometer crueldades sin cuento contra los indios paganos, se ha ordenado sacerdote para proteger a los indios paganos. Durante unos instantes se levanta un cierto entusiasmo en torno al nombre de Pedro Gómez de Carandía, pero alguien recuerda que Pedro finalmente recibió encomienda el año pasado y con ello envainó la espada y tomó el látigo.
Pablo de Herrera está preso por orden del gobernador, a resultas de ciertos diezmos nunca cobrados o cobrados dos veces, según las versiones; Luis Velasco se volvió loco soñando con el oro de las Siete Ciudades; Domingo de Cóbreces se quedó sin indios que matar y tornó a su primer oficio, la crianza de cerdos. Alonso Bernardo de Quirós lo intentó todo para conseguir el favor del visorrey en los campos de batalla de la Nueva Galicia, la Gran Chichimeca y la Florida, y luego apareció colgado en su casa, con una última carta al visorrey engarfiada en su mano derecha. De la habilidad y el empeño de Diego Ruiloba nadie duda, pero tampoco de la tibieza de su fe, razón suficiente para apartarlo del mando de armas en esta sensible ocasión.
Para llegar al nombre apropiado todavía tienen que descender muy abajo en la pila de pergaminos y transigir con muchas debilidades y flaquezas humanas, pasar de los capitanes a los sargentos de caballería y de los sargentos de caballería a simples soldados de fortuna; un camino pavimentado de hombres demasiado viejos, hombres retornados a Castilla, hombres mutilados, hombres alzados en rebeldía, hombres examinados por el Santo Oficio, hombres desfigurados por la sífilis, hombres muertos.
Hasta que de pronto, tal vez para ahorrarse el esfuerzo de seguir desempolvando legajos y expedientes, uno de los escribanos se acuerda de sacar a relucir el nombre de cierto Juan de Toñanes, antiguo soldado de su Majestad el Rey, antiguo buscador de oro, antiguo casi todo, a quien no ha conocido personalmente pero del que se cuenta que burla la miseria persiguiendo indios fugados de las encomiendas de Puebla. Un hombre humilde y si se quiere indigno de la empresa que los ocupa, pero del que por otra parte se dice que es cumplidor y buen cristiano, con una habilidad casi milagrosa para retornar siempre con el indio que se le indica, engrilletado y de una sola pieza.
Y que me aspen, continúa el escribano, si ese trabajo no se parece como dos gotas de agua a la empresa para la que sus Excelencias buscan autor; una misión que, salvando las evidentes distancias, consiste precisamente en dar con determinado indio y traerlo de vuelta, lo mismo da si vivo o muerto. El escribano calla, y el visorrey, que también ha empezado a impacientarse, le ordena que busque en sus papeles noticias del tal Juan de Toñanes.
Lo que aparece no es más que un expediente mugriento y muy corto, del cual parece colegirse que en sus tiempos de soldado el tal Juan no era ni el mejor ni el peor de los suyos; que sangró en muchas pequeñas escaramuzas sin distinguirse en ninguna ni por lo cobarde ni por lo gallardo; que durante años envió cartas al visorrey solicitando –sin éxito– la concesión de una encomienda; que luego rogó –cosechando corteses negativas– el cargo de sargento de la expedición de Coronado a la Quivira; que por último suplicó –sin recibir respuesta– un puesto en Castilla muy por debajo de sus merecimientos.
Un hombre a todas luces vulgar, pero de una vulgaridad muy poco común, que en todos estos años se las ha arreglado para no hereticar, no empeñarse en duelos, no tomar parte en pendencias ni escándalos, no maldecir ni a Dios ni a su Majestad el Rey, no manchar la reputación de doncellas, no recibir prisión ni oprobio. Y así, antes incluso de terminar la lectura de su hoja de servicios, el visorrey ya se ha decidido a suspender las pesquisas y hacer llamar a ese tal Juan, de destrezas y talentos desconocidos, pero del que cabe esperar, como de todo soldado español, una cierta experiencia con la espada y una mediana disposición para la aventura.
Los golpes de la aldaba despiertan al perro y los ladridos del perro despiertan a la mujer, que dormitaba junto al fuego. En una esquina de la taberna se demoran todavía cuatro hombres, vacilantes y embrumados por el alcohol. Continúan intercambiando naipes en silencio a la luz de una vela, indiferentes a los aldabonazos y al martilleo de la lluvia en el tejado y a las cinco goteras que cada tanto hacen repicar el fondo de cinco calderos de estaño.
Uno de los calderos ya rebosa y ha dejado formarse un charco que el piso de tierra no es capaz de tragar. Debería haberlo vaciado horas atrás. La mujer tiene quizás tiempo de pensarlo mientras prende el candil y se dirige a atender la puerta. Son dos hombres que esperan en el zaguán, encobijados bajo sus capas y sus sombreros. Tan pronto como la mujer destraba los cerrojos irrumpen en la taberna, zapateando en el umbral con sus botas empapadas.
Uno de ellos murmura una maldición, que no se sabe si va dirigida a la tormenta, o a la noche que los ha sorprendido en ese rincón remoto del mundo, o a la mujer de piel atezada que está ayudándolos a desembarazarse de sus ropas húmedas. Las capas parecen como enceradas por el agua y cuando se quitan los sombreros se derraman sobre el piso unos últimos restos de lluvia. Y es entonces, al colgar sus sombreros y sus cobijas, cuando la mujer tiene tiempo de ver a la luz del candil a los hombres que se ocultan debajo. Ve sus ojos y la piel blanca y las barbas bermejas, ve las camisas buenas que visten, los correajes hechos de talabartería fina, y ve, sobre todo, sus manos blanquísimas, sus manos limpias y seguramente también suaves, manos hechas para el roce del pergamino o de la seda pero de ningún modo para el laboreo de la tierra. Los forasteros no corresponden a la mirada de la mujer, no reparan en ella siquiera, o si lo hacen la evitan como evitan las atenciones del perro, que ha venido a olfatear sus pantalones de monta y sus botas de cuero.
Al fondo de la taberna, los cuatro jugadores levantan la vista de sus naipes y sus jícaras de pulque. La blancura de la piel de los recién llegados es tan extraordinaria que también ellos se vuelven por un instante, súbitamente incumbidos por la sorpresa. Son, sin duda, españoles, tal vez incluso hombres de corte, quién sabe si por ventura escribanos o funcionarios del visorrey, y una vez libres de sus sombreros y sus capotes se pasean en derredor con lentitud y aplomo.
Al fin escogen una mesa que es, quizás, la más limpia de la taberna, y de todas formas la mujer corre a fregotearla con un paño húmedo. Mientras tanto, recita la lista de platos con que sería un honor agasajar a vuesas mercedes. El pan de la casa que sus Excelencias deberían probar. Las dos habitaciones dispuestas y bien ventiladas en las que, si lo desean, sus Ilustrísimas pueden pernoctar. Los llama así, indistintamente, vuesas mercedes, sus Ilustrísimas, sus Excelencias, confiando en que alguno de esos tratamientos se acomode a la dignidad de los forasteros. Pero los forasteros no quieren posada ni cena. Sólo bebida. Sólo dos vasos de vino. La mujer tartamudea para decir que, por desgracia, no les queda vino. Piden aguardiente, y tampoco de eso queda. Uno de ellos se vuelve para señalar a los jugadores de naipes:
–¿Qué están bebiendo ésos?
–Pulque, su Excelencia… En esta humilde taberna sólo servimos pulque, su Ilustrísima… Una bebida que no es digna del paladar de vuesa merced…
–Que sea pulque –sentencia el otro.
Mientras esperan, los forasteros se vuelven para juzgar en silencio el espacio que los rodea. Miran a la mujer, evidentemente india, que se interna en la recocina para llenar sus jarras de pulque. Miran a los jugadores que aguardan en la mesa contigua, sin lugar a duda indios también. Observan sus manos encallecidas y sucias, su piel morena, sus ropas raídas, hasta que los indios en cuestión, incapaces de sostener su mirada por más tiempo, retornan acobardados al juego.
No parecen recordar quién lanzó el último envite y los forasteros se complacen con su turbación. Miran después los calderos azarosamente dispersos por el suelo. El fuego del hogar. El techo mal retejado del que cuelgan una sarta de chiles y dos guajolotes sin desplumar, más bien escuálidos. Un tonel serrado por la mitad que hace las veces de silla y una puerta desgoznada que hace las veces de mesa. Sobre ella hay dispuesta una hilera de jarras sucias y en la pared opuesta una sencilla cruz de madera, colgada quién sabe si por convicción o por miedo, como los judíos cuelgan jamones en las vitrinas de sus comercios.
En algunos lugares el suelo está empavesado con una cuadrícula de morrillos blancos, pero tan pronto como se camina hacia el fondo los morrillos comienzan a menudear hasta resolverse en un humilde suelo de tierra pisada, como si alguien se hubiera afanado por adecentar la taberna pero en algún momento se le hubiera acabado el oro o la esperanza. En su yacija, el perro suspira dolorosamente, en mitad de un sueño seguramente no exento de pesadillas.
La mujer regresa con dos jarras de pulque y con un plato de tortillas de maíz que nadie le ha pedido. En el borde de una de las jarras se puede apreciar claramente la huella blanca de unos labios. Los hombres miran fijamente esa mácula, como si quisieran borrarla. Antes de marcharse, la mujer se inclina para hacer una reverencia complicada, pero uno de los forasteros la toma por la muñeca. No hay violencia en su gesto. Sólo una autoridad inobjetable, ante la que ella se abandona con resignación.
–También estamos buscando a un hombre –dice, y la mujer se prepara para escuchar.
Están buscando al dueño de la taberna y el dueño de la taberna aparece por fin, al pie de la escalera que conduce a las habitaciones. Al verlo llegar, los forasteros no se mueven. No se levantan para recibirlo. No le estrechan la mano. No hacen ni dicen nada. Permanecen sentados en sus sillas y desde esa distancia juzgan al hombre que se dirige hacia ellos vacilante, sorteando apenas los calderos en los que chapotea la lluvia.
Tendrá unos cuarenta o cuarenta y cinco años y todavía todos o casi todos los dientes en la boca. Miran el pelo y la barba revuelta. Los ojos vinosos. La camisa mal abrochada. Es, tal vez, alguien que acaba de levantarse de la cama, urgido por el llamado de la mujer; alguien que ya ha llegado a esa edad en que los hombres prefieren acostarse temprano. Es, tal vez, sólo un hombre borracho. Prefieren creer lo segundo, porque el alcohol siempre se ha avenido bien con las empresas difíciles. Al menos con cierta clase de empresas y cierta clase de hombres.
Arrimada a la mesa hay una silla vacía. Uno de los forasteros señala esa silla, sin mediar palabra. Es la misma mano imperiosa que retuvo la muñeca de la mujer y que ahora arrastra al recién llegado hasta el asiento, sin necesidad de tocarlo.
–Vos sois Juan de Toñanes –dice entonces, acompañando su propio gesto.
No suena como una pregunta sino como una afirmación, y el hombre tarda algún tiempo en contestar. En ese tiempo alcanza a pensar muchas cosas. Mira las tortillas intactas y las jarras de pulque llenas hasta el borde, y tras ellas a los dos desconocidos que no se han dignado a dar un solo trago ni un solo bocado. El que ha hablado le sostiene la mirada, como esperando leer en sus ojos la respuesta. El otro ni siquiera se molesta en levantar la vista. Se ha sacado del cinto un puñalito minúsculo: una daga con la empuñadura de oro que no parece hecha para el ejercicio de la guerra sino para abrir lacres o rasgar páginas intonsas. Con ese puñalito se afana en modelar sus uñas, que por lo demás están ya bien recortadas y limpísimas.
–Sí, soy Juan de Toñanes –dice Juan de Toñanes.
Y luego, con algo que quiere ser aplomo:
–¿De qué se me acusa?
–¿Cómo decís?
–¿No es por eso que están aquí vuesas mercedes? ¿Para
prenderme?
El hombre ríe largamente. Ríe tanto que su compañero tiene tiempo de acabar con las uñas de la mano izquierda y concentrarse en la diestra. Oh, no se le acusa de nada en absoluto, continúa, cuando se cansa de reír. Todo lo contrario: ahí arriba están muy satisfechos con él. Debería haber estado en palacio con ellos, oyendo hablar a los escribanos y al gobernador y aun al mismísimo visorrey sobre sus hazañas. Precisamente por eso están ellos allí: para agradecerle los servicios prestados a la Corona, tan notorios y reconocidos por todos. Y puede que incluso para abusar de su generosidad y solicitar su ayuda de nuevo. Es por eso que vienen de tan lejos. Y no ha sido, puede creerlo, tarea fácil dar con él. Si supiera cuántas carreteras de polvo, cuántos pueblos grandes y chicos, cuántas leguas han tenido que separarse del camino real hasta encontrar esta taberna caída de la memoria de Dios.